Ciertos lectores ponen al protagonista de ¡Que pase el aserrador! de Jesús del Corral como el ejemplo típico del vivo antioqueño, mentiroso y manipulador. El hombre finge ser un experto aserrador para entrar a una hacienda y así remediar el hambre que padece después de vagar por varios días en el monte, huyendo del ejército del que es desertor. Un boyacense lo acompañaba, pero este no quiso mentir y prefirió seguir solitario y hambriento su camino. El falso aserrador logra ganarse la confianza de la familia propietaria y hasta aprende en realidad su fingido oficio. Se trata, por tanto, de una historia en la que el crimen paga, o al menos la deshonestidad. Es un caso patético de personaje popular promotor de conductas antisociales. Una especie de Don Juan, sin sexo y sin diablo.
Pero quienes así piensan dejan de lado el hecho inicial narrado en el cuento: Simón Pérez (el protagonista) es un recluta forzoso en una guerra civil. Si el fugitivo hubiera preferido conservar su honradez, probablemente su destino era morir de hambre o ser capturado y torturado por las tropas. O quizás seguir en el ejército y morir por algo que no entendía ni le importaba. Y me pregunto, a qué cielo de corrección política y de perfección moral habría ido a parar el infeliz si hubiera preferido no mentir ni desertar.
El vivo, igual que el pícaro, son criaturas condenadas a existir en un mundo sin trascendencia y donde la honradez es un privilegio, es decir, el mundo real. Contra un enemigo tan poderoso no se puede decir que triunfen, como si participaran en un torneo, solo se puede afirmar que no se dejaron aplastar.