Se oye decir que los machos y machistas sufren por no poder expresar sus sentimientos. Su frialdad y dureza se vuelven contra ellos. El macho se guarda el malestar y esta acumulación de miseria se infecta en el interior del pobre hombre. Si no callara sus conflictos y dejara correr las lágrimas, el macho ganaría en bienestar y pondría en cuestión su retorcida actitud dominadora y cruel. Vería que igual que él los demás también sufren, y adquiriría la virtud de la empatía, fundamental en una justa convivencia humana. Sin embargo, todo este razonamiento parte del error de creer que el macho real no es llorón.
Toda dominación se ejerce sobre el cuerpo y desde el cuerpo. Dentro de los elementos corporales más agresivos, y por ello más útiles como armas, están los fluidos. La sangre es la primera en violencia. Ya sea para amenazar con hacerla correr o para exhibirla y causar impresión. Pero las lágrimas también tienen lo suyo como munición. El macho sabe usar el llanto para hacer valer su voluntad. No solo los niños utilizan este arsenal líquido para ganar posiciones. Al hombre chillón hay que prestarle atención, y la verdad de su opinión está demostrada de modo irrefutable por los ojos rojizos a causa de la sal de las lágrimas. La idea de que los machos no lloran es un cliché cinematográfico, propagado por duros de Hollywood como Charles Bronson y Clint Eastwood. Pero el macho inexpresivo en todo momento es tan fantasioso como el arma cuyas balas son infinitas o como lo automóviles que siempre explotan al chocar. En realidad, la exhibición o no de los sentimientos es un asunto secundario a la hora de entender el machismo. Lo decisivo es el egoísmo. El macho llora, y mucho, por lo que a él le interesa, por defender su causa. Las lágrimas son una forma de chantaje que genera conmiseración, pero también miedo. Y todo este exhibicionismo es probablemente sincero, pues para él solo importa su propia voluntad.