Sangre sabia (Wise Blood, John Huston, 1979)
Es curioso, pero se dice que los basureros, los hierros oxidados y la madera podrida son muy fotogénicos. Los fotógrafos aficionados, y aun los profesionales, aprovechan siempre la oportunidad de sacar una instantánea cuando se encuentran con alguna casa en ruinas o un carro destartalado, y ni qué decir de una puerta vieja y rota; esto ya es una maravilla para la cámara. Instagram está lleno de tales retratos de la decadencia. En el mismo sentido, se encuentran los rostros arrugados de las pobres gentes, ya sea en las redes sociales o en los reportajes de prensa.
En la película Sangre sabia aparecen todas las cosas feas imaginables. La pobreza, la ignorancia y la mezquindad reinan sin límite. Sin embargo, no es posible ver el encanto estético que se suele atribuir a las cosas destruidas (incluidos los cuerpos humanos) cuando se fotografían o se pintan. Este amor a las ruinas y a la decadencia parece que es de origen romántico, y sin duda tiene su mérito y su importancia, pero, por lo mismo, es muy valioso, por lo arriesgado y raro, mostrar la fealdad y la pobreza con todo su carácter negativo, que es el que tienen en la realidad cotidiana. Un buque abandonado, oxidándose en una playa, lleno de porquerías de origen orgánico o químico, funciona muy bien como parte de una escenografía apocalíptica, pero es una desgracia para el puerto donde tristemente se encuentra varado. En plan más cotidiano, un viejo televisor, gordo y pesado, que ni siquiera enciende, es un estorbo, un contenedor de polvo, y hasta un peligro, si a alguien le cae en un pie, aunque se vería de maravilla en una publicación de Instagram, si a la foto se agrega un desteñido cuadro de un santo y un gato que duerme encima del aparato.
En esta decisión de mostrar lo feo, tal y como se presenta en la vida de todos los días, es donde quizás está el secreto de esta película tan extraña, tan difícil de interpretar, si se atiende solo a sus personajes, individuos irracionales, sujetos de comportamientos extremos, siempre negativos, que fluctúan entre la locura, la tontería y la maldad. Todo en un contexto movedizo entre la charlatanería y el fanatismo religioso. La historia sigue a un veterano de guerra convertido en predicador del ateísmo, que luego se transforma en el más triste y patético asceta imaginable. Pero no es en la desventurada trayectoria de este hombrecito y sus acompañantes donde aparece la esencia religiosa, específicamente cristiana de la película. Es en la vulgaridad y miseria del escenario en que viven. Pues en ese mundo de ciudad provinciana fea, triste, y sobre todo pobre, no parece haber más salida que la que promete Dios. Uno se puede sentir tentado a gritarles a los personajes que cambien la dirección de su vida, que intenten un camino más razonable, pero la verdad es que no se ve cómo podrían hacerlo. En esa tierra que parece el infierno (el infierno de la vulgaridad cotidiana) contemplamos a sus delirantes habitantes con espanto, pero sin poder juzgarlos. No hay esperanza aquí abajo, pues todo está mal, lo mismo personas que cosas. Solo en Dios hay salvación. Aunque, en la película, Dios tampoco se vea en el horizonte.