La lectura filológica de un texto es una invitación al analfabetismo. Cierto día leemos una investigación alrededor de una obra que trata de explicar cómo se construyó y por qué: qué estrategias retóricas utiliza para lograr lo que supuestamente se propone, qué recursos, qué descubrimientos formales, qué fuentes o influencias se encuentran en el texto en cuestión; o bien, quién lo escribió, contra quién, a favor de quién, dirigido a quién. Ahí es cuando descubrimos cómo se debe leer correctamente una obra. El resultado de tan detallado trabajo deja al descubierto lo inadecuados que somos para leer casi cualquier cosa. Tan imbécil es el que lee a un novelista o un filósofo sin haberlo estudiado al derecho y al revés, como quien cree comprender la Biblia con solo saber juntar letras en su lengua materna. Solo los expertos, que leen en hebreo y en griego, pueden sacarle el jugo a esa colección de historias rarísimas y de doctrinas delirantes. En definitiva, leer es, para el ignorante, una conchudez. El que lee sin conocimientos especializados y profundos sobre la obra es como un niño de cinco años que bebe whiskey. El organismo no le da para eso y lo justo sería que se alejara del licor como de la peste. Sin embargo, leer solo cosas que se adapten a nuestro pobre nivel intelectual y escasa formación sería una gran desgracia. Para leer textos iguales a nosotros en mediocridad e insensatez bastan y sobran las redes sociales. Por eso quizás lo mejor sea el analfabetismo.
Amén.
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Ave María Purísima
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