La literatura es una cosa muy anticuada. No es que sea algo sempiterno e invariable, como las ganas de orinar después de tomar café. Es una antigüedad que tiene fecha no tan lejana, como los automóviles tienen modelo. El día que Gutenberg publicó su Biblia en 1456, ese fue el día del nacimiento de la literatura (modelo 1456), y también de la filosofía, y de las ciencias. Quizás sobre esta última haya polémica. Porque el caso es que cuando pensamos en literatura o filosofía o historia, de inmediato nos vienen a la mente imágenes de libros y libros. Sin embargo, la palabra ciencia nos remite a probetas, mecheros, microscopios, gente de bata blanca que mira con cuidado con una lupa y escribe a toda velocidad en un teclado. Probablemente, también imaginaremos que los científicos trabajan sobre mesas metálicas o de un blanco marmóreo, iluminadas desde abajo con luces de neón, como los estilosos investigadores en la serie CSI.
Antes de Gutenberg también había libros, se dirá, pero eran tan caros como un Ferrari. Quién se iba a imaginar en esos tiempos que un poema o un romance eran algo que existía necesariamente impreso entre dos tapas. Ostentar un montón de papel encuadernado era en aquellas épocas como sacar la ametralladora M60 en una guerra de pandillas en un barrio. No cualquier vicioso podría operarla, tendría que ser el sicario que consumiera droga siquiátrica, pastillitas, un producto más elaborado de la química industrial, no solo bazuco. No es muy probable que la existencia de la poesía dependiera de semejantes monstruos de tinta y celulosa. El verso y la prosa corrían de aquí para allá, esclavos o fugitivos de la memoria, o si acaso consignados en algún papel arrugado. El códice era un lujo estrafalario, como el poder de fuego en las batallas entre combos.
La existencia de internet ha hecho que los libros se conviertan en una tecnología anticuada, aunque no obsoleta, y por ello, la literatura es un romántico trasto viejo, semejante a las vitrolas o a los mosquetes. La música no es cosa de discos de setenta y ocho revoluciones ni la guerra algo que dependa de los fusiles de avancarga, cebados con pólvora negra, que cubría de humo el campo de batalla; pero la literatura si es cosa de libros, o al menos eso es lo que parece.
Hablar de literatura y pensar en mamotretos de tapa de cartón es una puerilidad evidente, aunque, extrañamente, muy común. Recuerda la historia de un niño que, hace muchas décadas, preguntaba al padre: «apá, apá, ese señor con el carriel, ¿ese es el gobierno?». El niño señalaba a un pobre tipo encargado de pagar a los peones que arreglaban un camino. La ingenuidad tierna y risible del infante es muy similar a la de los que imaginan bibliotecas con estanterías interminables cuando tratan de figurarse lo que es la literatura. Millones de libros arrumados en mágicos anaqueles contienen la literatura o, inclusive, son la literatura, de la misma forma que para el niño del cuento, un sudoroso funcionario de carriel encarnaba todo el aparato administrativo del Estado.
La peor propaganda que se puede hacer a la literatura es identificarla con los libros. El amor al impreso equivaldría al amor a la poesía. Tal estrategia de promoción convierte a la lectura en un nicho nostálgico de adoradores del papel y adictos a la tinta. La literatura para tales aficionados sería como la guerra para los participantes en recreaciones históricas de batallas. Oficinistas y nerds, vestidos como soldados, avanzan colina abajo a encontrar a sus enemigos, disfrazados con otros uniformes, igual de limpios y relucientes. Se disparan fusiles y hasta cañones, y algún viejo se cuelga una casaca llena de charreteras y hace los gestos y adopta las maneras de Robert E. Lee, Helmuth von Moltke, Ulysses S. Grant, el mismísimo Napoleón Bonaparte o cualquier otro general de los tiempos de antaño, cuando los comandantes andaban a caballo y asistían a los combates, con un brillante sable prendido al cinto. Y con todo, que pasaría si se oyera un solo tiro real, si una verdadera bala de cañón atravesara silbando el aire entre las ordenadas filas de frikis que juegan a pelear la batalla de Sedan o de Gettysburg. Sin duda, si le llega a dar a algún húsar o lancero de utilería, el susto sería mayúsculo; pero si este auténtico, aunque impreciso proyectil, va a caer en algún arrume de paja, la reacción será al comienzo de curiosidad, con toda razón, luego de indignación, y después se buscará al responsable para expulsarlo de la asociación de historical reenactment. Si en el mundo de los adoradores de los libros apareciera de pronto la literatura, haría el efecto de una bala real en una fingida guerra de enamorados de la nostalgia militar. El que ama las fantasías de la nostalgia se ama a sí mismo, no a los objetos recordados, porque estos ya no existen más que en su memoria. El que ama a los libros y los agarra por el lomo y hunde sus narices para oler los aromas del canto, acariciar la cubierta y contemplar extasiado las solapas, no ama la literatura. En realidad, añora los tiempos en que los libros contenían con frecuencia las obras que hoy atraviesan el aire, no como balas, pero sí como ondas.