Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966)
El fotógrafo protagonista es un tirano melancólico –como suelen serlo- cuando está en su estudio rodeado de modelos suplicantes y ayudantes serviles. Tiene un dominio técnico y carismático a la vez sobre su entorno. El amanerado desorden de su casa-taller es un paisaje que domina como un señor feudal.
Sin embargo, fuera del estudio se convierte en una especie de viajero perdido en una ciudad desconocida. Aunque no es diferente, en apariencia, a los demás, parece un visitante de otro mundo. Quiere imponer su autoridad con su mirada desdeñosa y su voz grave, pero el resultado es casi siempre desconcertante. Es curioso lo tímido que es con las mujeres en el mundo exterior. El macho dominador da paso al acomplejado colegial. Ni siquiera el dependiente de un negocio de antigüedades o el mesero de un bar lo tratan con respeto. Su jefe lo trata con indiferencia. No es que sufra graves percances, lo que sucede es que su única posición posible es la de observador. Cualquier intervención que realice resulta incómoda para los presentes, pero sobre todo para los espectadores.
Cuando toma las fotos en el parque de una pareja que parece estar actuando de manera demasiado cariñosa, y la mujer en cuestión va a recamarle los rollos, parece un momento más de incomodidad en la vida del fotógrafo. Luego va a su estudio –fortaleza de superioridad- y descubre algo sospechoso en las fotos. En el estudio es un dios que todo lo ve. Sin embargo, cuando trata de llevar esa información al exterior, sus acciones vuelven a ser torpes y carentes de efectividad. Este pobre hombre debería quedarse encerrado en su taller para siempre. Aunque sea un tirano en sus dominios, su desamparo es excesivo en el mundo exterior. Lo irónico es que su impotencia resulta conmovedora, a pesar de ser un sujeto repelente.