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Telenovela con Trump al fondo

Una batalla tras otra (One Battle After Another, Paul Thomas Anderson, 2025)

La mayoría de los wésterns se han filmado en decorados construidos en fincas californianas. Todo el mundo los conoce. Una sola calle flanqueada de fachadas de madera, donde no falta el saloon, la barbería, la comisaría, etc. En ese escenario tan precario, rodeado de una planicie estéril, con montañas azules al fondo, se desarrollan historias de todo tipo: dramas religiosos, conflictos políticos, tormentas pasionales, y todo sazonado con alocadas peleas, a golpe de silla y botella, y claro está, a balazos.

La trama, y en general, el conflicto de Una batalla tras otra, podría haberse desarrollado en el artificial escenario de un wéstern clásico, prácticamente sin cambios. Bastaría quitar los celulares, y poco más, para haber producido una película de vaqueros, que podría haber sido buena, o mala, pero que no habría sido tan incómoda de ver; no hubiera dado tanto cringe, para hablar el lenguaje de las redes. Los mismos personajes, colocados en un escenario mítico de Far West, con su sheriff, sus rancheros, sus tahúres y pistoleros, pieles rojas y prostitutas de largas faldas de boleros, hubieran sido más creíbles y menos tontos.

Porque la historia de Una batalla tras otra es la ejemplificación de un conflicto ideológico, presentado de manera esquemática y maniquea, pero en el marco de unos Estados Unidos contemporáneos, con sus problemas sociales y políticos muy concretos. No en un pueblo de meras fachadas de madera barata. No se trata de La Tierra Media ni de Liliput, sino de América, como dicen ellos. El contexto de la narración son problemas actuales de máxima gravedad, como la persecución de migrantes y el racismo, que en la película se reducen a un decorado insignificante, simple fondo donde se desarrolla un melodrama familiar, una especie de enredo psicosexual, con conflictos generacionales.

La justificación de tal disparate es que la película quiere recurrir al distanciamiento y la ironía, es decir, no se busca que el espectador se identifique con los personajes, sino generar una reflexión a partir de la exposición de hechos. Un ejemplo: un militar racista secuestra a una joven, que cree que es su hija mestiza, con el objeto de matarla. En principio, es un hecho terrible. Sin embargo, la película le quita dramatismo, convirtiendo las escenas entre el viejo psicópata y la muchacha simpática en gags, en chistes, aunque de dudosa calidad.

En general, hay una intención de hacer cómica una historia que convencionalmente sería trágica. Una pareja interracial pertenece a una organización revolucionaria que actúa en tiempos recientes en el sur de Estados Unidos. En medio de las bombas y la clandestinidad, nace una niña, hija de los guerrilleros, la madre es negra y el padre blanco. Resulta que un militar fanático captura a la mujer, que para salvarse delata a sus compañeros. Para enredar aún más las cosas, existe una atracción compartida entre el militar perseguidor y la revolucionaria perseguida, que hace que exista la posibilidad de que la niña de los guerrilleros sea en realidad hija del enemigo.

Semejante enredo no es un conflicto trágico, más bien es lo contrario, es un chiste, una farsa para denunciar el absurdo del racismo y el fanatismo político y religioso. Pero es una mascarada que transmite su obvio mensaje sin ir más allá, ni en el problema ideológico ni en el drama humano de los personajes. Es un teatrillo barato, pero con la escala de una superproducción de Hollywood. Las escenas, burlescas o sangrientas, dan la impresión de ser una ilustración de un texto ausente. Como si algo muy serio se estuviera diciendo, solo que no aparece en pantalla. Quizás tales reflexiones están en la novela en que se basa la película (Vineland, Thomas Pynchon, 1990), pero eso no cambia nada.

Pero hay otra reflexión que sí genera esta película. ¿Es en realidad posible, en los tiempos de internet, producir ficción audiovisual que sea más potente que las imágenes que vemos a cualquier hora en el celular? Los abusos a los migrantes y la violencia policial, tal como se muestran en esta cinta, son francamente ridículos. Son como peleas a botellazos en una cantina del “viejo oeste”, donde al final todos se levantan y salen a cabalgar. La insignificancia, la torpeza, si se quiere, de esta superproducción, en cuanto a su representación de los problemas actuales, frente a la crudeza de cualquier video de celular, con gente arrestada en la calle por oficiales enmascarados, es algo que hace pensar. Lo mismo puede decirse de las películas sobre guerras recientes. Esos soldados gringos que caminan pensativos en medio de ruinas amarillentas, que es el tono del tercer mundo, en balaceras interminables, con la foto de la novia porrista en la billetera, son una imagen insulsa, débil, ridícula de la realidad. Cuantas tomas hechas con drones o con cámaras GoPro, en el lugar de los hechos, no son más impresionantes que la parafernalia y el CGI de Hollywood.

El distanciamiento y la ironía pueden ser valiosos si sirven para plantear conflictos de modo serio y complejo. Si se trata de reproducir ideologías facilonas, resultan irritantes. Es curioso, pero el mejor momento cinematográfico de la película es una persecución-balacera en carretera, casi al final. Es una gran secuencia de acción, estéticamente interesante, que sigue los pasos de películas como Bullit (Peter Yates, 1968) o Duelo (Duel, Steven Spielberg, 1971), pero que no tiene nada que ver con la fábula política, sobre los ideales perdidos y recuperados, o sobre lo malo que es el racismo. Además, el final feliz, con musiquita alegre, reconciliación familiar y villano muerto, nos devuelve a una narración convencional, nada distanciada, nada irónica, y nada de nada.

El caso es que la reflexión que suscita esta historia absurda es insignificante. No hacía falta tanta pirotecnia para un discurso tan corriente. Esta película, con todo y sus cualidades de producción, podría haber sido un mail, para usar otra expresión de las redes sociales.

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Emilia Pérez: una curiosa idea

Emilia Pérez (Jacques Audiard, 2024)

En el papel, la trama principal y los recursos narrativos y estéticos de Emilia Pérez la hacen, al menos, llamativa. Algo fuera de lo normal, sobre todo si se trata de películas que cuentan con una promoción importante, y es que al fin y al cabo, la película hace parte de Netflix y tiene a dos actrices de Hollywood entre sus protagonistas (Zoe Saldaña y Selena Gómez), así como con un director prestigioso en el mundillo cinéfilo, entre los críticos y en el circuito de grandes festivales. Sin embargo, el producto final no es tan satisfactorio como prometía la premisa inicial. Es como si la idea no hubiera sido explotada en todo su potencial.

En Emilia Pérez todo el mundo busca transformar su vida. Todos viven en un infierno que desean abandonar a cualquier precio. No se trata de que los personajes se quejen de  necedades o vulgaridades, al contrario, cada quién lucha por ser alguien distinto porque su realidad es intolerable. Primero vemos a la abogada harta de ser menospreciada por sus jefes, por ser mujer y negra, y además tener que defender criminales. Luego está el capo de la droga que quiere cambiar de género y abandonar la vida de narco. Pero también personajes menores, como la viuda de un desaparecido, que busca consuelo en el amor de la propia Emilia, y la mujer del narco, que quiere rehacer su vida con otro hombre. En el caso de Emilia, la transformación se eleva a una verdadera redención, en el sentido cristiano, es decir, morir para volver a nacer. Todo muy dramático, incluso trágico, pero, en lugar de una obra realista, o que busque la identificación del público, es decir, una película que haga llorar, el director y guionista tomó un camino muy distinto. Mezcló géneros de los más diversos: narcotelenovela, o simplemente telenovela, musical pop juvenil, tipo Glee o Revelde, y por último, cine de acción. La estética de la película impide que el público se tome en serio los personajes, pero tampoco es capaz de reírse en propiedad, y esto crea una distancia que para muchos es fastidiosa. Creo que este es el origen de la mala recepción de Emilia Pérez entre cierto público, no muy acostumbrado a sabores poco convencionales. En cambio, el tema de la forma de hablar español de los personajes me parece irrelevante. Dado que esta cinta es un deliberado despelote, la mezcla de acentos y los defectos de pronunciación, o de otra índole, de algunas actrices, no generan tanto ruido, simplemente, porque ya hay ruido de sobra, y entre ese ruido, por supuesto está la música y las voces desafinadas. Emilia Pérez es chillona, es desatinada, y como idea está muy bien, es decir, lo de tratar un tema serio con medios estrambóticos, por lo menos es refrescante. Una historia de redención imposible en un mundo injusto y cruel, no apelando al realismo lacrimoso, sino creando un esperpento telenovelesco.

El origen y el punto fuerte de toda esta idea arriesgada está en la anécdota central de la película: la transición del sanguinario narco Manitas, en Emilia Pérez, dama caritativa. Esta trama central es lo más interesante y divertido de la narración, pero no está en el medio ni mucho menos al final, como apoteosis, sino muy al comienzo, por lo que el resto de la película se arrastra con cierta dificultad. Y es que frente al proceso de transformación de la protagonista, que incluye cirugías y secuestros, todo con musiquita de comercial de detergente, el resto parece poca cosa.

Quizás la película hubiera debido hacer más concesiones al humor. Por ejemplo, hay una escena muy divertida, aunque no incluye baile ni peleas. La mujer de un desaparecido teme hallar vivo a su marido porque era un maltratador, por ello, guarda un cuchillo en su bolso por si lo encuentra en la fundación que dirige Emilia, ya dedicada a buscar víctimas de los carteles, después de dejar atrás su vida y su sexo criminal. La mujer le confiesa su intención de apuñalar a su marido si lo encontraba con vida. Desde la ventana de su oficina, Emilia le pregunta si es verdad lo del arma y ella se la muestra; en respuesta, Emilia saca una pistola que tenía escondida. El humor que hay en esta mostrenca solidaridad no aparece con mucha frecuencia, y mucho menos en la balacera final, que da la impresión de ser un modo rápido de acabar la película, porque ya no había mucho más que contar.

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Novela de oídas

Cómo pueden ser las historias el centro de la literatura, si en las propias redes sociales podemos encontrar historias de todo tipo, más morbosas, profundas, ilustrativas del mundo en que vivimos. Tiene que ser otra cosa lo que interese de la literatura. Los meros chismes que pescamos sin querer en el transporte público, o en la tienda del barrio, son más cómicos y con frecuencia más trágicos, que muchas novelas, además de estar ilustrados con los cansados rostros de los protagonistas.

Me enteré, sin querer, de toda la historia del señor cuyo nombre desconozco. Un tipo de más de cincuenta, con tres hijos adultos, dueño de un negocio de frutas y verduras. Antes trabajaban sus hijos con él, pero ahora ya no están. Yo notaba que era duro con ellos, que los trataba de vagos y cosas así. Uno se fue a trabajar en otro negocio y a veces tocaba la guitarra, el otro estaba en la universidad o se había graduado, el otro se hizo monje. El hombre contrataba ayudante tras ayudante, ninguno duraba. Un día, de la nada, me pregunta si conozco un apartamento que estén alquilando por ahí cerca. Eso después de una llamada tensa no sé con quién. Los hijos desaparecen del panorama. Una mañana, poco después, lo oigo hablar con una clienta acerca del recién nacido que tiene. No es con su mujer, sino con otra. Oigo que dice: «Mi mamá me dijo: “usted volver a comenzar a estas alturas”, y yo le digo, “amá, así es la vida”». Un día veo a uno de los hijos saliendo de la iglesia con una mujer mayor, supongo que es la madre. La mujer tiene el rostro acongojado. Sin duda, una persona muy religiosa, que echó al marido cuando este tuvo un hijo con otra. Los hijos se pusieron de parte de ella. Poco después, el negocio tiene nueva administración. El señor desapareció, entregó el local. ¿Una nueva vida en otra parte con la nueva mujer y el niño recién nacido?, no lo sé. Habrá que inventar un fin de la historia, porque en la realidad las historias no tienen comienzo ni fin.

Esto que cuento es de lo que tengo conocimiento. Lo sé sin haberme interesado nunca por los personajes. Son gente con la que no tengo ninguna relación. Ahí está la historia, sin arte ninguno de por medio, sin siquiera un deseo ferviente de saber. Solo indiscreción de ellos y buen oído mío.

No es un descubrimiento, pero la conclusión, para mí, es que la literatura tiene que ser otra cosa, más que historias entrañables o curiosas, sobre todo más que la propia historia personal. Esa es la razón de que, por ejemplo, la crónica sea tan cansona. Se supone que nos debemos interesar por una historia porque es real. Real como lo contrario de falso, como si se tratara de billetes. Pero, quién hace las veces del banco o gobierno que garantizarían el valor de la moneda literaria. La historia cotidiana, el chisme más corriente, sabido sin buscarlo, es sabroso; con un empaque novelístico o de cualquier clase, es fastidioso, estridente, cursi, suena a regaño u homilía.

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La ventaja de no interrumpir

En un documental sobre la guerra del Pacífico, un historiador contaba que el ejército chileno utilizaba estratagemas ilegales para reclutar campesinos. Una de ellas consistía en organizar una fiesta en un pueblo, con licor barato o gratuito, para aprovecharse luego de la embriaguez de los fiesteros y sumarlos a las tropas que iban a combatir contra Perú y Bolivia. Lo curioso del caso es que el principal atractivo de las fiestas tramposas era una pequeña banda musical, con trompetas, clarinetes, trombones, tambores, etc. En 1879 no era fácil poder oír música interpretada por un grupo profesional. Es posible que las únicas tonadas que pudiera escuchar la mayoría fueran las canciones que alguna lavandera gritara o susurrara para entretenerse, o máximo, los acordes producidos por cierto labriego que rasgara las cuerdas de una guitarra en la cocina familiar, o en alguna cantina.

Hoy en día, es improbable que una pequeña banda de músicos trasnochados fuera un sebo suficiente para reclutar infelices para el ejército. Cualquiera puede oír a la orquesta más grande del mundo todas las veces que quiera; es más, la tendrá que oír aunque no quiera, porque la música se ha vuelto un elemento más en la contaminación por ruido en el mundo contemporáneo. Es un problema que tiene algo más de un siglo. Antes, la música era una excepción, casi siempre maravillosa, en la vida de las personas.

Sobre la presencia agresiva de la música, y también de las imágenes, se ha hablado mucho desde comienzos del siglo XX hasta ahora. El fonógrafo, la radio, la televisión, que hacían llegar obras artísticas, antes reservadas a una élite, a grandes masas, hacían también que tales producciones perdieran parte de su encanto, y a veces, se convirtieran en un sonsonete inaguantable. Con los videos de internet, y sobre todo con los reels, hay fragmentos de canciones o de obras musicales de cualquier clase, que se repiten con tanta insistencia que llegan a tener un efecto vomitivo. Producen una verdadera indigestión estas dietas excesivas de alimentos sonoros que en sí mismos pueden no ser necesariamente malos. Lo mismo se puede decir de las fotos y videos en formato vertical, disparados en ráfagas por los teléfonos.

Es evidente que, por su propia naturaleza, la literatura se escapa a este problema. Puede ser que hoy la superabundancia de escritos, y el acceso fácil a muchos de ellos, sea similar a lo que sucede con la música y los audiovisuales, pero es más difícil ser asaltado en cualquier lugar y circunstancia por un ataque de material literario. No ha de faltar el conductor de bus, o el taxista, que esté oyendo a todo volumen un audiolibro mientras maneja su vehículo repleto de pasajeros, pero no debe ser muy frecuente. Además, aquí se habla sobre todo de la letra escrita, la que tiene que ser leída, lo cual representa siempre un poco de esfuerzo.

Esa inefectividad de la literatura, el hecho de que como microbio mediático sea tan poco agresiva, es una secreta ventaja. La literatura no tiene impacto, por fortuna. La literatura es el único arte que no interrumpe. Cuál es esa necesidad bélica, o más bien sicarial, de que los productos culturales tengan impacto. Pareciera que el objetivo fuera estallarle la cabeza al prójimo.

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La palabra soledad

Soledad es una de esas palabras pesadas. Cuando se pronuncia, no parece que se señalara algo con el dedo, sino que se metieran los dedos en los ojos de quien la escucha. Es una expresión de imposible neutralidad, y siempre parece como si implicara algo profundo, algo importante, algo malo. Por el contrario, la palabra muerte no tiene necesariamente una connotación negativa, no solo porque existe la expresión “morirse de la risa”, sino porque hay ciertas cosas que se pueden matar sin que nadie llore, como el dolor. En inglés, analgésico se dice painkiller, es decir, asesino (matón) del dolor.

Cuando decimos o escuchamos la palabra soledad, no se piensa en su significado, o en la realidad a la que se refiere, porque el sonido de la palabra se supone que golpea como un balazo o como un rayo, sea que se prefiera el símil criminal o celestial.

Deberíamos quitarle el poder mágico a esta palabra y meterla en el sórdido mundo de las relatividades, o cambiarla por otra, menos melodramática, lo cual, sin embargo, no parece muy fácil.

Cuando los soldados marchaban en filas cerradas en el campo de batalla, la antigua táctica de infantería decía que debían ir en grupo, lo más cerca posible uno de otro, con cada cambio de dirección perfectamente organizado, para neutralizar el miedo ante el enemigo, que sería abrumador para el individuo solitario. El soldado se olvidaba de sí mismo y por eso iba uniformado, marchando al paso, guiado y aturdido con el sonido del tambor.

El soldado perdía su soledad en busca de una falsa seguridad. Si caía herido, los demás tenían que continuar su marcha. Quedaba solo, desvalido. Cuando de verdad la soledad era un problema, cuando en serio necesitaba ayuda, nadie lo socorría. La compañía en el ejército servía solo para lograr el objetivo táctico, no para ayudar al recluta machacado en el suelo.

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Calaveras y algoritmos

El material producido para las redes sociales (no todo lo que se encuentra en internet y ni siquiera todo lo que se encuentra en tales redes), funciona igual que nuestra conciencia y es como si fuera parte de ella. No es un objeto externo a nosotros, como los libros o las películas. Los microvideos o reels son un flujo, como el flujo de la conciencia, y como este, lleno de bobadas, sabionderías y de cosas repugnantes, que se suceden sin orden, sin propósito, y que casi siempre se olvidan al instante. Cuántas veces no hemos visto que el dichoso algoritmo nos muestra precisamente lo que nosotros estábamos pensando. La verdad es que somos muy predecibles, y mientras más raros y únicos queremos ser, más fáciles somos de medir y quedar a la vista de todo el mundo, e internet es literalmente todo el mundo. Por eso la peor manera de salir de la propia cabeza, de distraerse de uno mismo, en un sentido auténtico, es entrar a las redes. Ahí solo vemos la horrible calavera por dentro.

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Inviable

En las redes sociales, de viva voz o por escrito, la gente se queja de las desgracias de la vida. Es gente joven, sobre todo. Hablan desde la tristeza, la desesperación y sobre todo desde la rabia. Tienen toda la razón y nadie podría dudar de su sinceridad al lamentar las penas de su existencia, sobre todo cuando de dinero se trata. Lo extraño es que para expresar dolores reales y auténticos utilizan adjetivos como “inviable” y sus derivados: “Este país es inviable”, “en esta ciudad cualquier proyecto está condenado a la inviabilidad”. Estos muchachos y muchachas escriben, según parece, “con la tinta de su sangre”, y, sin embargo, utilizan un vocablo tan desteñido como “inviable”. Se trata de una palabra usada sobre todo por tecnócratas, funcionarios, periodistas, es decir, políticos o politiqueros. Como es sabido, en el lenguaje de tales individuos abundan los eufemismos. Es decir, la palabra no sirve para expresar los verdaderos sentimientos e ideas, sino para ocultarlos. Quién sabe lo que significa “inviable” para un político. Quizás significa: “no me han dado lo que pido para aprobar este proyecto. Es inviable la aprobación de esta iniciativa” o, “voy a robarme el presupuesto para tal obra y por eso la voy a dejar sin terminar. Es una obra inviable”.

El infeliz que escribe o dice “inviable”, probablemente está podrido de rabia y la quiere expresar, pero como ha aprendido a comunicarse viendo u oyendo los noticieros, cuando quiere hablar con propiedad y salirse de la vulgaridad, termina usando el lenguaje falsificado de los tecnócratas.

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Madre, maestra y amante

El cuchillo en el agua (Nóż w wodzie, Roman Polanski, 1962)

El cuchillo en el agua, película polaca, es el primer largometraje de Polanski y la obra que cimentó su polémica carrera en Europa y Estados Unidos. Solo que en este caso el alboroto no se debió a las desgracias y crímenes del director, sino al descontento de las autoridades polacas por el ambiente aburguesado de la película y su falta de compromiso político. En efecto, no hay luchas de partisanos durante la guerra ni mucho menos lucha de clases, o al menos no de manera evidente.

La historia es muy simple. Una pareja, compuesta por un hombre maduro y una mujer bastante más joven, van a pasar una jornada en un velero, navegando en un lago. En el camino, casi atropellan a un muchacho que hace autostop y el hombre decide invitarlo a pasar el día con ellos. El conflicto entre los dos varones se va desarrollando, primero de manera latente y luego con violencia. El joven se siente atraído por la mujer, pero no parece que el problema se reduzca al aspecto sexual. También hay envidia hacia el hombre exitoso, que no solo tiene mujer bonita, sino que además tiene carro, yate y tiempo libre.

La mujer, al comienzo, es una especie de esposa trofeo o muñeca sexual, casi un maniquí, con su mezcla de sensualidad y frialdad, pero a medida que avanza la trama, ella toma cada vez más la iniciativa. Al principio parece que solo sirve para servir comida enlatada, pero luego se muestra como hábil marinera, para acabar tomando la iniciativa a todo nivel, incluido el sexual. Es un extraño caso de femme fatale que termina por hacer los papeles de maestra, madre y amante, llena de sabiduría y cierta crueldad, para dos hombres que se comportan como niños problemáticos.

El cuchillo en el agua relata el ascenso al poder de una mujer que al principio no era más que un objeto sexual. Solo que ejerce su mando sobre un par de imbéciles. El esposo es un machista, afectado de una arrogancia infantil. El joven es un pajero llorón. De aquí el pesimismo que se desprende de esta película tan divertida y tan bella.

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Políticos sin historia

Por lo que se ve en las redes sociales, parece que en otros países las controversias políticas se refieren mucho a la historia. Quizás la calidad de la historia que se usa no dé para escribir la palabra con mayúscula. Puede incluso que sean puros lugares comunes y charlatanerías, pero al menos es entretenido reírse con la ignorancia y hasta indignarse de la mala fe de algún liderzuelo o simple opinólogo. En nuestro país esto es bastante raro. El tiempo más lejano que se puede evocar en una discusión política en Colombia son los años ochenta. La época de la explosión del narcotráfico es recordada todos los días por las series y películas que mantienen vigentes los nombres de los héroes de aquellos años, es decir, los narcos y sus sicarios, y en segundo lugar, los políticos y otras personalidades a ellos asociados. Además, aún vivimos en esa época, es decir, es un pasado que no ha pasado todavía y los sobrevivientes continúan ocupando sus puestos en la cárcel, en las oficinas gubernamentales y en los restaurantes caros. Ahora bien, cualquier época anterior está casi completamente ausente de las discusiones públicas. Toda la historia de Colombia antes de los narcos permanece encerrada en los gabinetes de los especialistas, en las ilustraciones de viejos libros de texto, en los feos óleos de los museos, en las páginas web de los municipios y en los mohosos tacos de video donde reposan las telenovelas “de época”. Será solo ignorancia, falta de educación, o habrá algo más. Probablemente, el hecho de que consideremos que la historia de Colombia es una sucesión de desgracias una tras otra, sin remedio. El resultado es que la política en Colombia se limita a una aburrida mezcla de posiciones dogmáticas de todo tipo, sazonadas con chismografía judicial e insultos sin humor.

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El arribismo apocalíptico

Millones de pantallitas vomitan mensajes leídos por vocecitas robóticas acerca del próximo fin de la humanidad. Que si la temperatura sube no sé cuántos grados nos vamos a achicharrar o a congelar o a ahogar, si antes no nos morimos de hambre, porque las cosechas se van a perder y las vacas se devorarán entre sí cuando no quede ni una mísera hoja de yerba que tragar. La guerra se alza en el horizonte con los tonos rojos del crepúsculo definitivo. Los niños no aprenderán a leer aunque vayan a la escuela, embrutecidos por la tecnología, y muchos otros desastres. Ese don profético insistente, maniático, agresivo, a veces con un supuesto respaldo científico, hace que los habitantes de los países más prósperos vivan llenos de pavor acerca de la próxima pérdida de su felicidad. Por esto, en los países ricos, muchas personas quieren mano dura, que alguien ponga orden en el caos, sin que importen derechos ni razones. Pero los que vivimos en lugares donde el infierno propuesto no es futuro sino presente, ¿por qué nos asustamos de las desgracias prometidas por los visionarios del desastre? La actualidad nos debería aterrar, no un supuesto porvenir tenebroso, ya sea que lo proclamen pastores, funcionarios, políticos, podcasteros, o señores de bata blanca que hablan con un fondo de biblioteca o con un mapa del mundo azulito y verde. Entre nosotros, el temor al futuro apocalipsis proclamado por los sabiondos de los medios es otra forma de arribismo.

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Los incendios

Tanta gente publica fotos, videos y memes de los incendios en su ciudad, se queja del calor increíble y excepcional y parece que estuvieran compitiendo sobre quién está peor, quién sufre más con la temperatura y el humo. Cada nuevo chuscal quemado es un redescubrimiento del fuego que provoca paleolíticos aspavientos, y todos dicen que el suyo, el de la loma de enfrente de su casa, es el peor, el más apocalíptico. Qué afán de prevalecer sobre los demás, hasta en lo malo, incluso en la cercanía al infierno.

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El hostigante fin de los cines

Todos hemos oído el chiste aquel del tipo que era tan tonto que invitaba a la novia al cine… ¡y veía la película! Hay cierta razón en la burla al casto cinéfilo, pues es claro que una sala de cine sirve para muchas cosas, entre las cuales se cuenta ver películas, y no es realista ni siquiera decir que esta sea su función principal.

El año pasado cerró uno de los dos últimos teatros del centro de la ciudad. Ambos teatros eran cines porno. En concreto, el desaparecido teatro Villanueva había sido antes un cine convencional, llamado Guadalupe. El espacio sobreviviente, el Sinfonía, sí ha funcionado siempre como sala X. La pregunta obvia es cómo es posible que existieran teatros porno en épocas de internet, es más, ya era extraño que después de la aparición de las tiendas de video siguieran funcionando. La explicación es sorprendente, aunque no tanto, si se considera que los cines sirven para muchas cosas, además de ver películas, como ya dijimos y como todo el mundo sabe. Resulta que esos lugares son, o eran, sitios de prostitución, sobre todo homosexual. Quizás era más barato que una habitación de hotel, o los videos proyectados en pantalla gigante, todos de porno heterosexual, servían de inspiración erótica para las parejas, unidas por la arrechera y la necesidad económica, o quizás el mugre pegajoso de los pisos y asientos, con el complemento de la hediondez, hacían subir la lívido de algunos de los curiosos personajes, clientes frecuentes de aquellos lugares. Mejor no especular demasiado sobre asunto tan delicado, aunque está claro que no era por la novedad de las películas.

Sin embargo, es más raro aún, y nadie parece cuestionárselo, por qué todavía hay gente que asiste a las salas de cine donde presentan películas no catalogadas como X. Una explicación es que el cine hace parte del universo del entretenimiento infantil, evidentemente. Los niños llenan los centros comerciales en busca de azúcar, jueguitos ruidosos y caros, y películas, con o sin muñequitos. Luego están los que van a cine en pareja, como complemento de la hamburguesa, la empanada y el helado, verdaderos fundamentos del amor. Hay quien dice que solo va por las crispetas, pero esto es ilógico, ya que no son baratas y no son mejores que las que venden a la entrada de muchas iglesias. Y por cierto, ¿la gente va a misa por las crispetas y las empanadas o van a presenciar la transubstanciación? Este es un asunto aún más complicado que el del cine.

Debe haber algunos por ahí que tengan recuerdos inconfesables forjados en las salas X, y dudo que tengan que ver con los DVD que proyectaban. Serán, en todo caso, memorias interesantes, por lo ridículas o crueles, de sabor difícil de describir, pero que serán algo más que la sensación hostigante de la sal y el azúcar sobre el maíz inflado. De las películas nadie se acordará.

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Triste cine imperial

Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, Martin Scorsese, 2023)

Hay un arte imperial y hay un cine imperial, por supuesto, aunque no necesariamente imperialista, es decir, no tiene que cantar las glorias del augusto Estado o nación donde se produce tal libro o tal pintura o tal película, también puede mostrar sus crímenes y pecados. Lo decisivo en dichas obras es la perspectiva grandiosa, que convierte en enorme y maravilloso cualquier suceso o personaje, siempre que sea parte de la historia del imperio en cuestión, o que de algún modo se pueda relacionar con este.

Las locuras y perversiones de los emperadores romanos hacen parte de la gran literatura de la antigüedad, aunque estas obras intenten precisamente censurar a los corruptos mandamases. Lo fundamental es usar los medios más elaborados del arte para pintar con colores magníficos y gestos patéticos, lo que, sin los recursos empleados, no serían más que vulgares crueldades, o enredos politiqueros o sexuales más vergonzosos que trágicos. Claro que los artistas imperiales han producido grandes obras, pero no todo el mundo tiene sensibilidad para la “grandeza”, por muy bien dotado que esté y aunque cuente con medios óptimos a su disposición.

Los asesinos de la luna es una obra que no escatima en recursos para narrar su dolorosa historia. No le basta con mostrar algún automóvil antiguo para ambientar la época, sino que saca toda una escudería de modelos de los años veinte. Si se trata de ganado, entonces no escasean las tomas aéreas con decenas o cientos de reses que pastan en praderas sin término. Y así en todo lo demás, incluida la duración, de casi tres horas y media. La idea es que el relato de unos crímenes cometidos hace cien años en un pueblo remoto de Estados Unidos se convierta en una parábola universal sobre los peligros de la ambición, el racismo, en concreto el supremacismo blanco hacia los indígenas, y también, aunque menos, lo cual resulta extraño, tratándose de una pelea por el dinero del petróleo, denunciar la explotación de los recursos naturales por empresarios sin escrúpulos. Puede ser que algunos consideren una maravilla esta conferencia de divulgación histórica ilustrada con imágenes de alta calidad y estrellas de Hollywood, pero Scorsese no tiene mano para esta clase de frescos épicos sobre las miserias de la civilización. Sus grandes películas son aquellas que retratan personajes ordinarios, casi siempre en ambientes que conoce bien, no porque los haya estudiado, sino porque los ha recorrido, los ha vivido. Historias íntimas, aunque llenas de humor, violencia y brillantez visual, pero una brillantez que más que impresionar, conmueve al espectador.

Quizás se podría especular con la idea de que este esperado western de Scorsese fuera protagonizado por los personajes secundarios de la cinta, pequeños criminales brutales y un poco cómicos, como el indio ladrón de bancos de mirada imperturbable y que se ríe al ver una película de bandidos en el cine, o el peón de finca, lleno de hijos y de mugre, que ejerce el sicariato en su tiempo libre, para mejorar su jornal, cosa que hace también otro que es campeón de rodeo, y así los demás sinvergüenzas que habrían podido contar una historia, quizás más violenta, más divertida, pero definitivamente menos solemne.

No es la pasión y muerte de Jesucristo (La última tentación de Cristo, The Last Temptation of Christ, 1988) o el martirio de los cristianos en el Japón del siglo XVII (Silencio, Silence, 2016), ni las supuestamente épicas peleas entre bandas de barrio del siglo XIX en Nueva York (Pandillas de Nueva York, Gangs of New York, 2002); sino los pequeños dramas de jóvenes de barrio (Malas calles, Mean Streets, 1973), o las andanzas de un desadaptado en su taxi (Taxi Driver, 1976), o la tragedia de un animalesco boxeador (Toro salvaje, Raging Bull, 1980), o las ambiciones de un obseso en el mundo del espectáculo (El rey de la comedia, The King of Comedy, 1982), o las absurdas aventuras de un oficinista en el infierno de la urbe nocturna (Después de las horas, After Hours, 1985), o la poco gloriosa odisea de un gánster de ínfima categoría (Goodfellas, Buenos muchachos, 1990). Scorsese no es David Lean o Sergei Eisenstein. Scorsese es un cantor de las pequeñas cosas que conoce muy bien. ¿Sabe algo de la vida y la época de Jesús o de las masacres contra los indígenas Osage en los años veinte? No sé quién fue el famoso cineasta que dijo que no dirigía westerns porque no sabía distinguir entre la parte de atrás de la de delante de un caballo. Quizás Scorsese sepa este misterio equino, pero dudo que conozca a fondo mucho más del asunto. Es probable que el trabajo de investigación lo haya hecho algún practicante mal pagado. De lo que sí sabe el director neoyorquino es de cine, pero este conocimiento no alcanza para realizar una tragedia de resonancia universal sobre la depredadora ambición del capitalismo ni sobre los crímenes del racismo. Alcanza para hacer una bonita fábula ilustrada, bellamente encuadernada, para exhibirla en la biblioteca familiar.

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El último tango en París

El último tango en París (Last Tango in Paris, Bernardo Bertolucci, 1972)

En las modernísimas redes sociales encontramos los chistes de toda la vida. Los nuevos medios sirven como vehículo de las bobadas con que nos hemos reído desde la prehistoria. Que la suegra metiche, que el marido cornudo, que la tía regañona, un gato que chilla, un niño vomita, un borracho trastabilla y cae, y por supuesto, todo el pipí y popó que se pueda encontrar. De niños nos desternillábamos de risa con esas sandeces y lo mismo hicieron nuestros honrados antepasados y las nuevas generaciones continúan la saga chistosa y de mal gusto, pero por medio de tecnologías avanzadísimas. La misma perra, con una guasca audiovisual. Aunque no solo en el ramo del humor funciona la repetición de la repetidera. Parece que el famoso contenido de los creadores de contenido es el mismo de siempre, en todos los casos.

Hace años, en un programa radial mañanero, alguien mencionó la película El último tango en París, cuando de inmediato, un señor, que parecía tener ya mucha edad, comentó: “ah, la mantequilla”. Una cortina sonora interrumpió al inteligente analista. Parece ser que cuando la película en cuestión se estrenó en 1972 y años posteriores, en medio de polémicas y censuras, dependiendo del país, la conversación de los peatones y pasajeros de buses y taxis era exactamente igual: la mantequilla, el culo, Marlon Brando, la muchacha esa… Pues hoy, en las redes, la cosa sigue igual. Si por acaso aparece esa película mencionada es para describir, criticar o denunciar, la dichosa escena de la mantequilla. La mala fama, o la fama a secas, de la película de Bertolucci se reduce, aparte de círculos especializados, al momentazo de la mantequilla como lubricante erótico.

Volver a esta película después de muchos años de no verla es una manera de comprobar que la información que recorre internet, igual que la chismografía que se riega por medios tradicionales, como el cuchicheo entre amigotes, por ejemplo, en vez de ayudarnos a entender la realidad, nos la oculta. Así por ejemplo, la idea común de que El último tango es una cinta repleta de sexo, casi pornográfica, es obviamente falsa. No solo las escenas son bastante mesuradas, comparadas con infinidad de películas y series posteriores, sino que en realidad ocupan poco espacio del metraje. Es como si al volver a ver Rambo después de tanto tiempo, en verdad no hubiera tantos balazos ni vietnamitas acribillados. Sin embargo, la fama escandalosa de esta película fue la que la convirtió en un éxito y a su director en un personaje, admirado o despreciado, más allá de los ambientes cinéfilos. En verdad, todo fue un malentendido. El último tango en París no debió haber sido un taquillazo. Una obra tan poco complaciente, tan incómoda, no era material para reventar el box office, pero así fue, y no deben faltar despistados que piensen que se van a encontrar con una película pornográfica vintage, llena de pelos en los genitales y en los bigotes de los poco agraciados protagonistas masculinos.

Lo que el espectador se encuentra es una película de tono sombrío, deprimente, pero de todos modos atractivo y embriagante, como la propia figura de Marlon Brando, ya envejecido, pero no tanto como para no poder hacer el último papel de macho sexy de su carrera. Por cierto, un personaje que yo había olvidado completamente, es el del amante de la suicida mujer de Brando, residente en el hotel que administraba la pareja. El actor que hace el papel es Massimo Girotti, viejo galán italiano, protagonista de dramas neorrealistas y de películas de romanos. En una escena hablan él y Brando, entre otras cosas, de cuál de los dos sería más apuesto en sus tiempos. La escena, humorística a su manera, mezcla la ficción de los personajes con aspectos de la realidad de la vida de los actores. En este caso, el envejecimiento de los galanes. No es el único caso, pues en realidad, como se sabe, el personaje de Brando está basado en su vida y sobre todo en su leyenda, como problemática estrella de Hollywood. También el joven director de cine, novio virginal de la muchacha que se acuesta con Brando sin siquiera saber su nombre, está interpretado por Jean-Pierre Léaud, actor de muchas películas de Truffaut y de otros directores de la “nueva ola”. Este personaje es una especie de caricatura de realizador de vanguardia de la época.

Maria Schneider, por su parte, interpreta a la típica chica liberada, pero de familia burguesa tradicionalista, con padre militar, bien ubicado apartamento en la ciudad y villa enorme en las afueras. A pesar de su aire hippie, no abandona a su conservadora y decadente familia ni termina su casta relación con el insufrible director de cine. Aquí es cuando comienza una aventura puramente sexual con el infeliz personaje de Brando. Cada uno de los dos parecen querer escapar de su destino por medio de la práctica de sexo maquinal, sin sentimientos, y aparentemente sin interés ninguno, ni siquiera económico. Estos famosos encuentros sexuales son lo menos excitante que se pueda ver, y son unos penosos forcejeos tratando de encontrar algo parecido al placer o quién sabe qué. En todo caso, llega un momento en que la muchacha parisina decide volver definitivamente a su destino de esposa burguesa de izquierdas, que le pondrá a su primer hijo Fidel, por Fidel Castro, y quiere dejar al desesperado americano interpretado por Brando. El pobre diablo trata de seducirla y ella termina matándolo con la pistola que guarda de su padre, oficial del ejército, quizás muerto en la guerra de Argelia. El final es triste, no por este asesinato, sino porque después de tanta deprimente transgresión sexual, resulta que cada quien termina cumpliendo el destino que tenía marcado. Ella casada con su noviecito artístico, burgués y casto, y Brando muerto. Porque en verdad todo era para él un modo de postergar su inevitable suicidio.

Esta película, tan seductora estéticamente, por sus imágenes y su música, es un canto al fracaso, un monumento a la resignación. Definitivamente, no recomendable para los aficionados al porno del viejo.

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A favor de las malas traducciones

Hace muchos años, me entretenía hojeando libros en las bibliotecas. Cogía, por ejemplo, una edición de Las almas muertas de Gógol, luego buscaba otra y otra más. No recuerdo de qué editoriales. Algunos libros eran bonitos, con un retrato del autor en papel de mejor calidad, pero la mayoría eran ejemplares viejos, manoseados, de ediciones de bolsillo. A veces se revelaba el trabajo de un insecto, que había dejado su marca en forma de huequitos que atravesaban las hojas de cubierta a cubierta.

Pero no son los aspectos sensoriales de tales volúmenes lo que me molestaba, sino su contenido. Obviamente eran traducciones del ruso, o quizás alguna lo era del francés, las más antiguas. Miraba la primera página y en cada versión el texto era diferente. Saltaba a la página cien, por ejemplo, y sucedía lo mismo. En ocasiones una página, como la ciento cincuenta y tres, quizás, se componía de tres o cuatro párrafos en unos libros, mientras en los otros no había ni un solo punto y aparte. Semejante despelote traductológico me desesperaba. Sabía que nunca iba a aprender ruso, así que la versión original me estaba vedada. La desconfianza se apoderaba de mí. Lo mejor sería no leer nada que no estuviera en su lengua original. Toda traducción es un fraude y es una estupidez caer en engaños a sabiendas, cuando nadie nos obliga.

Lógica implacable y certera, pero que a la vez revelaba una gran inocencia, o mejor, ignorancia juvenil. Porque negarse a leer traducciones por desconfiar de su fidelidad, implica creer que existe una dotación infinita de obras valiosas. Y que una lengua como el español, por ejemplo, las debería tener de sobra. Este optimismo es falso. La verdad es que no hay tantos libros verdaderamente importantes escritos en ninguna lengua y si la única manera de acceder a ellos es a través de traducciones problemáticas, pues hay que aceptarlo, es más, hay que agradecerlo. Y hay algo más importante. Puede que existan grandes obras maestras poéticas o científicas o filosóficas, pero nunca vamos a tener el interés por leerlas, con todas sus complicaciones. Si la curiosidad nos lleva a pasar muchas horas con una obra, quizás mal traducida, no deberíamos desperdiciar este accidente afortunado.

Está muy bien leer en las versiones originales, pero mientras no podamos entender el acadio y el sumerio, tendremos que disfrutar con la traducción que algún erudito hizo del poema de Gilgamesh.

El buen gusto y la exactitud deben ceder ante la necesidad.

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The Bear: El trabajo de la suerte

The Bear (Christopher Storer, 2022 – 2023)

La serie The Bear tiene hasta ahora dos temporadas. La mayor diferencia entre ambas no es ni estética ni narrativa, sino, podríamos decir, ideológica. La primera temporada trata de un grupo de personajes sufriendo y penando, mientras tratan de sobrevivir ellos y a la vez salvar un negocio que literalmente se cae a pedazos. El caos y la angustia se dan por igual dentro y fuera de la mugrosa y estrecha cocina. En la segunda temporada, sudan y gimen como antes, pero ahora no se trata solo de aguantar. Ya los esfuerzos tienen un propósito superior, al menos más atractivo. El grupo de infelices se esfuerza por montar un restaurante de talla (llamado The Bear), que hasta pueda aspirar a una estrella de no sé qué. No más maquinitas tragamonedas ruidosas ni sándwiches grasientos. Ahora todo será la dichosa mezcla de tradición y originalidad de la alta cocina, aunque, extrañamente, el lujoso emprendimiento tiene lugar en el mismo local, es decir, en el mismo barrio no muy bonito del comienzo.

Pero, como sea, lo importante es que si el trabajo humano (¿existe otro?) era visto como una desgracia sin sentido en la primera temporada, en la segunda, el esfuerzo, igual de duro, se llena de significado. No solo luchan animados por construir un sueño, sino que, a la vez, se construyen a sí mismos, como si se dieran una nueva forma. Cada quien se corta, se pela, se amasa, se fríe y se cocina, hasta convertirse en un plato excelente, o al menos mejor que la pobre materia original. Pero no nos engañemos. El cambio en la actitud de los personajes proviene, no de su fuerza interior, sino de un par de hechos casi fantásticos. El primero es que al final de la primera temporada, encuentran un tesoro de muchos miles de dólares escondido en latas de pasta de tomate. Una inesperada herencia del hermano suicida que le heredó el ruinoso restaurante al protagonista. El segundo evento es, si se quiere, más raro todavía. El tío rico y arrogante, pero que en el fondo tiene buen corazón, que se hace socio del riesgoso emprendimiento y aporta una jugosa suma. Es así que esta producción, excelente en todos los aspectos, sobre todo en la veracidad de sus actuaciones y escenarios, se convierte en un cuento muy de estilo hollywoodense, aquel en el que un millonario adopta a un huérfano, conmovido por la bondad de la criatura. De ahí el aire fantástico que tiene este cuadro tan realista.

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Barbie y los «recursos humanos» de Mattel

Barbie (Greta Gerwig, 2023)

Creo que nunca me había sentido tan raro al entrar a ver una película. Al encontrar a tantas niñas y adolescentes, algunas aún con el uniforme del colegio y casi todas con blusas o alguna otra prenda rosada, me parecía que aquel no era un lugar adecuado para un hombre adulto. Era algo así como irrumpir en una chiquiteca o en una piñata; sobre todo porque iba solo, y no en calidad de chaperón de infantes. Aunque debo decir que había al menos dos travestis no muy jóvenes con vestidos rosados en el centro comercial donde la vi. Definitivamente, no era el único mayor de edad en la sala.

Sin embargo, mi extrañeza no se limitaba a la audiencia. Es un hecho que no sé casi nada del universo de Barbie, ni como muñeca ni como personaje de series y películas de televisión. Por eso entré con el convencimiento de que no iba a entender gran cosa, y que no captaría las ironías ni podría reírme de los chistes en torno a todo aquel mundo de plástico para niñas. Pero, curiosamente, la película comienza con un prólogo que hace referencia a una secuencia de 2001: Odisea del espacio (2001, A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick, nada menos que la famosa secuencia de los humanos simiescos que encuentran un monolito espacial. Así pues, en ese momento, el que podía entender el chiste era yo, y no la audiencia de colegialas, que no debía haber visto la clásica película de ciencia ficción y ni siquiera conocería la parodia en un viejo episodio de Los Simpsons. Es que, en verdad, más allá de anécdotas, la película de Greta Gerwig vive a la vez del amor por las muñecas y su mitología, y de referencias culturales no muy del gusto infantil, pero sobre todo de comentarios y críticas a problemas sociales relacionados con el poder masculino en todos los órdenes y, por supuesto, con la lamentable subordinación de la mujer. Esta mezcolanza no tiene nada de particular. En realidad, hablar de temas muy polémicos y de plena actualidad (racismo, patriarcado, guerra, desigualdad, migrantes, etc.) a través de una estética colorida, con referencias cinéfilas y rostros conocidos que hacen cameos, es común en videos musicales y en publicidades de marcas de ropa y perfumes.

Pero una cosa es un video clip de tres minutos y otra un largometraje de casi dos horas. La intención aleccionadora hace que la película se torne pesada, como una capacitación programada por el área de “recursos humanos” de la compañía. Al menos en el cine donde yo la vi, no oí muchas risas durante la proyección y el único comentario del público acerca de la película fue cuando sonó un tema de Karol G que habla sobre el consumo de aguardiente.  A pesar de lo cual, por un momento, Barbie me recordó a Austin Powers (Jay Roach, 1997), con sus decorados y personajes artificiosos, solo que aquí no hay espacio para chistes sexuales y escatológicos. Aunque tampoco es tan sentimental como Toy Story (John Lasseter, 1995), cinta con la que tiene mucho en común. En Barbie, el discurso feminista se pone por encima del drama de la muñeca, pero también de los chistes y hasta de los números musicales.

Este curso express de feminismo para primíparos solo me despertó un recuerdo nostálgico relacionado con muñecos: uno de esos programas infantiles con vocación pedagógica, donde un oso o un tigre de peluche con voz chillona nos explicaban la importancia de cepillarse los dientes y lavarse las manos.

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Pajaritos docentes

Las redes están repletas de maestros: cocina, maquillaje, matemáticas, jurisprudencia, cómo encontrar el punto G, manejo de Excel, estrategia militar romana, superar la ansiedad, invertir en dólares, la Fenomenología del espíritu de Hegel, inglés, ruso, alemán, y un interminable etcétera. Ahora bien, por qué se considera normal que cualquier persona ande por ahí dedicada a la enseñanza. Si alguien ejerce sus deberes conyugales fuera del matrimonio se le considera un inmoral, y se le llama infiel, por ejemplo. Si cualquier individuo cumple funciones propias de jueces o policías sin haber sido nombrado conforme a la ley para tales cargos, se le señala como criminal, y es un usurpador y puede llegar a ser un asesino o secuestrador, si lleva demasiado lejos su farsa. Sin embargo, a quien ejerce la docencia por ahí en cualquier red social se le llama emprendedor, se exalta su altruismo, y en cualquier caso, nadie lo mira como inmoral o delincuente.

No es acaso un fastidio, que cuando un pobre infeliz quiere perder el tiempo y distraerse en las redes sociales, tenga que soportar la maniática función docente de millones de catedráticos, cuyo oficio y recreo consiste en diseminar conocimientos, como si fueran esos pajaritos que riegan las semillas de los árboles. No es tan fructífera la enseñanza en internet.

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Babylon. Calígula en Los Ángeles

Babylon (Damien Chazelle, 2022)

Hay una película sobre el amor no confesado entre un aspirante a productor de origen mexicano y una aspirante a estrella de cine proveniente del sector poblacional que llaman basura blanca en Estados Unidos. Luego hay otra sobre un galán del cine mudo que ve como pasa su época de oro al llegar el sonido. Además, se cuenta la historia de un trompetista negro que comienza tocando detrás de cámaras y termina en pantalla cuando cambia la tecnología, solo para ser humillado de un modo más sofisticado. Y hay una actriz y bailarina china, cuyo lesbianismo la hace incontratable al cambiar los estándares morales en Hollywood. Cada uno de estos personajes daría para hacer una película o varias, pero los vemos a todos embutidos en las tres horas de metraje de la cinta de Chazelle. Y lo que vemos no es su biografía, o algún momento destacado de su trayectoria, explicado desde las circunstancias sociales y las particularidades psicológicas de cada individuo; para nada, estos seres y sus vivencias son solo una excusa para una exhibición grotesca de violencia, orgías, excesos de todo tipo, y hasta la explotación y el estrés laboral convertidos en espectáculo.

Es curioso, aunque no para bien, que una película cuya trama sucede, en parte, en los tiempos del cine silente se parezca a las comedias de los primeros tiempos del medio cinematográfico. En las más antiguas cintas de Charles Chaplin, Buster Keaton o Fatty Arbuckle, las historias y personajes eran completamente secundarios. Lo importante eran los números cómicos, a veces verdaderos retos físicos, donde las estrellas sacaban toda su habilidad. Ahora bien, aquellas geniales películas eran en su mayoría cortos, de muy bajo presupuesto, y dónde a veces un mismo actor hacía varios papeles, con solo ponerse un bigote o una barba, todo para ahorrar y para agilizar la producción. La película de Chazelle dura tres horas, y se ve de todo en ella menos economías. Además de que su propósito no es simplemente entretener a la triste audiencia. Para nada, aquí se trata de reflexionar sobre las miserias detrás del glamur del mundo del cine, sobre los cambios tecnológicos y sus inevitables perdedores, sobre la depravación de los ricos y famosos, y temas más generales como los sueños frustrados y las falsas expectativas. Para cumplir todo lo que promete, la película debería ocuparse en mostrar el desarrollo de cada personaje, así la tragedia individual se comprendería y lograría conmover. Nada de eso. Como una comedia de slapstick de 1915, todo se reduce a una sucesión de escenas llamativas, extremas, estrambóticas. Del gran galán interpretado por Brad Pitt, no vemos su gloria fílmica, solamente sus borracheras. De hecho, alguien nos tiene que decir que hizo más de ochenta películas en menos de veinte años, cifra normal en esa época, dado la rapidez de los rodajes sin sonido y el desarrollo acelerado de la industria en las primeras décadas del siglo XX. Tales películas ni las vemos ni las vislumbramos. Pero, si se tratara de una comedia grotesca, no habría problema, el problema es que se supone que estamos viendo una gran tragedia, la de la fama engañosa y el arte corrompido. Del personaje de Margot Robbie, vemos dos escenas de rodaje interesantes, la primera en la época muda y la segunda en los comienzos del sonoro, con todas las dificultades de la nueva tecnología. Pero cuando vemos la historia de la mujer fuera de los estudios, no presenciamos más que un alboroto de “perreo” vintage y vómito. Al final, después de tanto despliegue visual, la historia y los conflictos de los personajes nos los tienen que contar con palabras, en aburridos diálogos explicativos.

Ahora bien, todos los defectos narrativos quedarían compensados si la estética de la película fuera verdaderamente sobresaliente, como en el Satyricon (1969) de Fellini y su representación de la antigua Roma, muy alejada de los péplum de Hollywood. En realidad, aquí estamos más cerca de Calígula (Caligola, Tinto Brass, 1979), la célebre y pésima cinta de orgías de la antigüedad, en versión con o sin porno, y en el mejor de los casos, de El aviador (The Aviator, 2004) o El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), es decir, del Scorsese más pedestre. De hecho, Demien Chazelle trata de hacer montajes parecidos a los de Scorsese, sin lograr superar el nivel de la copia.

Al final, el personaje de Manuel Torres, productor caído en desgracia, después de muchos años alejado del cine, vuelve a Los Ángeles, y mientras ve en un teatro Cantando bajo la lluvia, (Singing in the Rain, Gene Kelly, Stanley Donen, 1952) tiene una especie de alucinación, donde se proyecta en la pantalla un montaje con fragmentos de películas de toda la historia del cine, desde los primeros dispositivos experimentales hasta Terminator. Esta secuencia onírica, que supuestamente es muy conmovedora, en realidad no supera el nivel de innumerables videos nostálgicos que se pueden ver en redes sociales o en YouTube, o los que a veces presentan en las ceremonias de entrega de premios, como los Oscar.

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Tár: Tragedia y chiste en el mundo de la cultura

Tár (Todd Field, 2022)

Tár le pone las cosas muy difíciles al espectador. La dificultad no reside en la complejidad de la trama o en la multiplicidad de los personajes. A decir verdad hay solo un personaje, Lydia Tár, los demás no alcanzan a desarrollarse, y en realidad son solo elementos que cumplen diferentes funciones en la ruta de la protagonista hacia el Olimpo, o hacia el infierno: obstáculos, distractores, ayudantes. El problema es que la película se plantea como una tragedia y termina, no como una comedia, sino simplemente como un chiste.

Al comienzo se detalla la increíble hoja de vida de la artista, en medio de una entrevista frente a un numeroso público, con todos los títulos y éxitos imaginables. Luego se la ve en una clase con estudiantes de música a la que asisten cuatro gatos y donde sus méritos no tienen, al parecer, ningún valor, pues se enzarza en una discusión ideológica con un alumno woke, de la que no sale bien parada, pero que sirve para demostrar su aparente solidez intelectual. También la vemos comportarse de modo muy profesional y disciplinado en el cumplimiento de su apretada agenda, y gestionar sus dramas familiares con mano de hierro o guante de seda, según el caso. Según esto, se puede decir que la directora de orquesta, compositora, autora y filántropa es una especie de “padrino”, como si fuera un don Corleone del mundo de la música (aquí no funciona el femenino madrina, del mismo modo que el personaje dice que deben llamarla maestro, en inglés, y no maestra). Y como “capo” mafioso que se respete, tiene enemigos, pero que en este caso no usan las balas o las bombas, sino la difamación, arma predilecta en los ambientes artísticos, sobre todo en tiempos de internet.

Y aquí es donde está el problema y donde el drama del poder se convierte en desastroso, pero al fin y al cabo vulgar chismorreo: el elemento que genera tensión desde el comienzo, y que termina por desatar la tormenta sobre el personaje, es el abuso (¿sexual?) de que es acusada por una antigua discípula. Sin embargo, los hechos criminales o inmorales nunca los vemos, y a la víctima ni se la ve ni se la oye. A la tiránica semidiosa artística no la vemos ejerciendo la violencia. No presiona el gatillo del revólver ni baja la cremallera del vestido de la subordinada sin consentimiento.

Si Tár fuera una especie de falso documental, donde se mostrara la vida de una famosa a partir de fragmentos de reportajes, fotos privadas y entrevistas con expertos y amigos, resultaría interesante que las graves acusaciones en su contra quedaran sin clarificar, como testimonios sin confirmar. Pero en esta película vemos a la mujer en su intimidad, con su familia, con sus subordinados y colegas, vemos su insomnio y hasta sus sueños. Lo que no presenciamos son los actos criminales contra su asistente. Semejante omisión argumental hace que el drama se vuelva demasiado abstracto. Es más, el enredo adquiere tintes sobrenaturales, pues la supuesta víctima acecha a la protagonista como si fuera un alma en pena. Viva o muerta, la acusada es un fantasma. Y el caso es que el rollo de espectros y aparecidos desentona con esta historia realista sobre la pedantería de las instituciones culturales, su politiquería, su doble moral, envidia, arribismo, etc.

Una película tan dura y tan descarnada deja en el aire el delito fundamental, que por su crueldad e injusticia desencadena el desastre para la protagonista. Entonces Lydia Tár no es un monstruo ni un ángel caído, es una política que pierde las elecciones porque revelaron unas conversaciones de WhatsApp donde le decía maricón a un empleado. Para eso no hacía falta tanto despliegue cinematográfico ni tanta expresividad de la actriz principal. Por eso el final, donde dirige una orquesta para una masa de cosplayers de un videojuego, muy lejos de Mahler y Beethoven, no es triste ni reflexivo, es simplemente chistoso.

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Burla melancólica

Los espíritus de la isla (Almas en pena de Inisherin, The Banshees of Inisherin, Martin McDonagh, 2022)

En los subtítulos y en la versión doblada al español de Hispanoamérica de la película Los espíritus de la isla, la palabra ‘despair’ se traduce como depresión. En el doblaje ibérico a veces se traduce como depresión y a veces como desesperación. Sin embargo, en la versión original en inglés solo se usa la palabra ‘depressed’ (deprimido) en una escena, cuando hermano y hermana están comiendo y hablan acerca del motivo por el cual su amigo se ha distanciado sin haber reñido ni tenido ningún inconveniente. No recuerdo que se usara nunca la palabra ‘depression’ (depresión), en cambio la palabra ‘despair’ es pronunciada muchas veces por varios personajes, incluido el cura, que en el confesionario le pregunta al músico Colm (el amigo que rompe relaciones sin razón aparente) sobre sus pecados, entre los cuales el peor es precisamente el denominado ‘despair’, que viene a ser un casi sinónimo de ‘sloth’, uno de los siete pecados capitales: la pereza.

En el diccionario Cambridge se define ‘despair’ (sustantivo) como “the feeling that there is no hope and that you can do nothing to improve a difficult or worrying situation” (el sentimiento de que no hay esperanza y que no puedes hacer nada para mejorar una situación difícil o preocupante). Entre los ejemplos se dice: “A feeling of despair descended on us as we realized that we were completely lost” (un sentimiento de desesperación descendió sobre nosotros cuando nos dimos cuenta que estábamos completamente perdidos). “He sank into deep despair when he lost his job” (se hundió en una profunda desesperación cuando perdió su trabajo). Estos ejemplos dejan ver que el concepto de ‘despair’ se refiere a una reacción provocada por una circunstancia externa muy negativa de cualquier tipo, que parece no tener solución. De aquí se deriva el hecho que se equipare ‘despair’ con el pecado capital de la pereza, pues este implica que el cristiano cae en desesperación, y por tanto en la inacción, cuando pierde la confianza en Dios, es decir, pierde la esperanza en la salvación.

El mismo diccionario define ‘depressed’ (adjetivo) como “unhappy and without hope” (infeliz y sin esperanza). O sea que estar ‘depressed’ equivale estar ‘in despair’, según la acepción de esta palabra ya mencionada. Por otra parte, el primer significado de ‘depression’ es casi idéntico, “the state of feeling very unhappy and without hope for the future” (un estado que consiste en sentirse muy infeliz y sin esperanza en el futuro), pero el ejemplo de uso de este vocablo se distancia un poco del concepto de ‘despair’: “I was overwhelmed by feelings of depression” (estaba abrumado por sentimientos de depresión), es decir, la depresión aquí parece ser la causa del mal y no la consecuencia de un problema externo. El segundo significado sí se aleja por completo de los conceptos anteriores: “a mental illness in which a person is very unhappy and anxious (= worried and nervous) for long periods and cannot have a normal life during these periods” (una enfermedad mental en al cual una persona es muy infeliz y ansiosa [= preocupada y nerviosa] por largos periodos de tiempo y no puede tener una vida normal durante estos periodos). Los ejemplos lo dejan claro: “Tiredness, loss of appetite, and sleeping problems are all classic symptoms of depression” (cansancio, pérdida del apetito y problemas de sueño son todos síntomas clásicos de depresión). “If you suffer from depression, it’s best to get professional help” (si tú sufres de depresión, es mejor conseguir ayuda profesional). Como se ve, la depresión se caracteriza, según el diccionario, por ser un problema interno del sujeto que le causa sentimientos similares a los que se producen por circunstancias difíciles en el mundo que rodea al individuo. La depresión causa síntomas parecidos a los que se producen en el desesperado por dificultades de la existencia, pero no parece que fueran lo mismo.

Todo esto viene al caso porque he oído decir que el tema de Los espíritus de la isla es la depresión. Que es una especie de parábola sobre la depresión. No creo que la película sea sobre enfermos mentales, por muchas locuras que se vean en pantalla. De hecho, la psiquiatría y la psicología brillan por su ausencia. A nadie le recetan el manicomio como cura o le recomiendan ir donde el médico.  La película sucede en los años veinte del siglo pasado. En esa época existían hospitales mentales, y por ejemplo, Freud ya era famoso. Ahora bien, ni de psicoanálisis ni de ninguna otra terapia se habla en ningún momento.

No pretendo dictar doctrina sobre asuntos tan complicados, pero creo que el concepto de ‘despair’ se refiere a algo que rodea a los personajes, como si fuera una atmósfera malsana, o hasta un maleficio, no un problema del organismo o de la mente. Y vale la pena pensar en el vocabulario utilizado en los subtítulos y el doblaje, porque el caso es que en esta película las palabras son esenciales. Siendo malvado, se podría decir que es una película no para verse sino para oírse. Y aunque no sea verdad, sí lo es que los diálogos son esenciales, como rara vez lo son en muchos otros filmes. Y es que los personajes hablan arrojándose saetas verbales llenas de humor o de amargura. Nada de expresiones acartonadas, convencionales. Casi siempre se trata de palabras corrientes, incluso monosílabos, pero dichos en el momento justo y con el tono exacto. Entre los personajes se produce algo así como un duelo de trovadores, a veces divertido, a veces triste. Es más, aunque uno no entienda el dialecto irlandés en que se expresan los actores, su mera musicalidad, tan distinta de la que se oye normalmente en Hollywood, es en sí misma un aspecto decisivo de la película.

La historia sucede en una islita idílica, escenario de cuento de hadas. Allí, sin embargo, la pobre gente vive ‘in despair’. Es un paisaje donde sueñan con mudarse los desesperados de las grandes ciudades, pero que con todo y su gracia romántica, los personajes de la película llegan a considerar un infierno. Arroyos cristalinos discurren por entre las verdes colinas y van a dar al tranquilo mar. Mansos animales pastan en los campos cercados con vallados de piedra, como de piedra son las casas de los tranquilos habitantes, con sus techos de paja y sus humeantes chimeneas, signo por el que se puede saber que los honrados campesinos preparan sus rústicos alimentos o buscan refugio de la lluvia y el frío. Este bucolismo de manual sirve de escenario casi fantástico de esta humorística y trágica historia.

En la película de 2008 In Bruges (Escondidos en Brujas), también del guionista y director Martin McDonagh, y con los mismos protagonistas (Colin Farrell y Brendan Gleeson), se partía de una historia estereotipada de gánsteres para, a partir de este esquema convencional, ahondar en el problema de la redención, no en términos trascendentales, sino aquí mismo, en este mundo pecador. En Los espíritus de la isla, en el escenario rural superidealizado de una ficticia isla irlandesa, se habla más bien de la imposibilidad de la redención. La única opción que queda es la huida, opción que no todos pueden tomar, porque abandonar su infernal paraíso tendría en ellos el mismo efecto que sacar a un pez del agua. Los dos examigos, un campesino inocentón y un viejo músico ‘folk’, están atados a su tierra como viejos árboles. El suelo donde crecen sus raíces es la desesperación. No es un estado pasajero ni es una enfermedad, es la única realidad que conocen.

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París, distrito 13. Comedia romántica sin risas

París, distrito 13 (Les Olympiades, Jacques Audiard, 2021)

“Un grupo de jóvenes encuentra el amor en lugares inesperados”. Con esta frase, que parece sacada de la solapa de una novela romántica superventas, se puede resumir la trama de esta película. Implica también, por supuesto, la intención de que el lector se identifique con los personajes, como siempre en esta literatura de enredos amorosos, familiares y laborales de veinteañeros y treintañeros en grandes ciudades. Otra descripción sería que se trata de una comedia romántica donde las risas quedan apagadas, no tanto por los hechos desgraciados o violentos, sino por la melancolía de los personajes y lo sombrío del ambiente en que viven. Se trata de un sector de París no apto para turistas. Enormes edificios de apartamentos donde residen muchos migrantes, aunque no se vean ni indigentes ni criminales, solo gente que no vive como los personajes de Emily en París (Emily in Paris, Darren Star, 2020). En un momento, una de las protagonistas, una provinciana que llega a estudiar a la capital, describe por teléfono su apartamento y dice que desde la ventana se ve el Sena, pero nosotros no vemos el río. Es decir, no hay ni torre Eiffel ni campos Elíseos ni puentes sobre el Sena ni nada de lo que uno esperaría ver en París. Sí, en cambio, se ven apps de citas, matoneo misógino, OnlyFans, y telemarketing como único trabajo disponible, aunque ninguna de estas realidades tiene nada de francés ni de parisino, se trata de fenómenos globales. Es curioso, porque una película que tiene el título en español de París, distrito 13, y en el original se llama Les Olympiades, el nombre de un conjunto habitacional realmente existente, tenga tan poco color local. Al menos eso es lo que me parece a mí, que no conozco París, y que quizás por esto no pueda entender muchas de las referencias de la película, en cuanto al lenguaje de los personajes, o sobre lo que significan ciertos lugares que se ven en pantalla. Es sabido que las ciudades tienen una geografía de sentimientos, hecha de prejuicios, positivos o negativos, que ciertos edificios, calles o plazas inspiran en quien conoce la urbe por propia experiencia. Digo, el típico pueblo de una sola calle polvorienta de los westerns es un lugar abstracto, lo mismo que la aldea medieval con su sombrío o mágico castillo al fondo sobre una colina. En cambio, una cinta que se desarrolla en una ciudad contemporánea es probable que aproveche los significados concretos que los barrios y avenidas tengan para los transeúntes que la recorren. Pero como yo no puedo percibir tales peculiaridades, lo que veo es una historia que podría suceder en cualquier parte, o al menos en cualquier mega urbe moderna. Y así se puede decir que esta París es una especie de ciudad Gótica o Metrópolis, en cualquier caso una ciudad genérica, un poco de cartón paja, filmada en un precioso blanco y negro, como si fuera Sin City (Frank Miller y Robert Rodríguez, 2005). El resultado es que el drama realista queda subsumido en un esteticismo que termina por aplacar su crudeza.

El tema principal que se plantea es el del sexo, real o virtual, que se usa como compensación frente a las frustraciones económicas, familiares, sentimentales o de cualquier otro tipo. De hecho, un personaje lo dice literalmente muy al comienzo. El sexo casual ha perdido cualquier misterio y se ha integrado a la cotidianidad, tanto que se ha convertido en una especie de rutina, casi un trabajo. De ahí que sea uno de los aspectos estéticamente más interesantes la realización de las escenas eróticas, pues carecen de espectacularidad, pero destacan por la belleza de los cuerpos fotografiados en blanco y negro. Por eso, sin necesidad de las risas de la comedia romántica, se compensa la tristeza de los personajes con la belleza visual y la música electrónica minimalista. Creo que esta gracia estética (fotografía, edición, banda sonora), además del buen ritmo narrativo, es lo que hace tan fácil de ver una historia tan amarga y tan frustrante, como lo es la de estos tres parisinos contemporáneos. Es más, ni siquiera el final esperanzador, con su apuesta por el amor romántico, llega a iluminar totalmente la dureza de las vidas de los protagonistas. Vidas difíciles, aunque aquí no haya sangre ni muerte, como en la excelente Un profeta (Un prophète, 2009), la obra más conocida del director Jacques Audiard, y que no creo que sea superada por esta melancólica tragicomedia millennial.

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Fragmentos fílmicos

Es curioso el modo como nos relacionamos con el cine hoy en día. Se parece en algo a lo que sucede desde hace mucho tiempo con la ópera. Muchas personas conocen arias de melodramas famosos, y hasta puede que las sepan tararear, pero nunca en su vida han visto una ópera completa, así sea en un registro de video. Lo mismo se puede decir de algunas oberturas, o incluso de fragmentos de oberturas, popularizadas por series, películas o comerciales de perfumes. Del mismo modo, hoy en día podemos ver en internet multitud de clips de películas o series famosas. A veces modifican la edición o la música, o agregan efectos visuales. Aunque también ocurre que los fragmentos no son ni siquiera tomados de obras canónicas o muy recordadas, sino que salen de producciones que casi nadie conoce, pero que han conseguido retornar del reino del olvido, en la forma de un segmento de baja calidad que recorre la web, desteñido y mugroso, como una momia que arrastra su podredumbre fílmica por el desierto de las redes. Los highlights de fútbol, es decir, los goles, las gambetas, las faltas, y demás, no parecen que le hagan sombra al espectáculo del balompié, aunque sea el que se ve por televisión, pero esto es porque es un show en vivo, donde la emoción de lo inesperado es el elemento esencial. Pero el cine (incluyendo series, por supuesto), puede verse, y de hecho disfrutarse, reducido a pequeños trozos emocionantes, por lo chistosos o por lo dramáticos, o por motivos estéticos (movimientos de cámara, iluminación, vestuario, etc.). Las películas completas tenderían a convertirse en menjurjes pesados y hostigantes, como lo son las óperas de Verdi o Wagner para tantas personas. El consumo de fragmentos no serviría como promoción y propaganda de las obras, sino más bien como un sustituto. Algo así como las pastillitas alimenticias que comían en las viejas cintas futuristas: “una deliciosa píldora de pollo frito…”.

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La amargura

Una experiencia significativa en la vida de cualquier persona consiste en aprender a disfrutar comidas y bebidas amargas. Superar la repulsión que generan la cerveza, o el café y el té (sin azúcar), y otros brebajes por el estilo, es esencial en la formación de un ser humano. La dulzura es atractiva de modo natural, como lo es la horizontalidad para quien tiene sueño. Quien hace ascos a un líquido de sabor fuerte se asemeja a un bebé con el tamaño de un adulto, un verdadero fenómeno sobrenatural, una criatura donde la ternura se ha transformado en monstruosidad.

También el agua fría es terrible. El líquido helado sobre la piel es una especie de penitencia; por el contrario, el agua tibia es un gozo. Para quien se baña con agua fría, el líquido es sinónimo de aseo, si es caliente, la higiene se convierte en vicio. El frío es inhumano, es cruel, pero es necesario. Es bueno someterse voluntariamente a tratamientos justos, aunque sean ásperos, y así soportar más fácilmente los dolores impuestos por el destino. Por eso se debe tomar cerveza. Su amargura en la boca nos entrena en el arte de aguantar las miserias inevitables de la existencia.

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Mia Goth y poco más

Pearl (Ti West, 2022)

La actriz protagonista es una prima dona que escribió un papel para ella misma. Labró el personaje a la medida de sus capacidades y ambiciones y lo desarrolló a plenitud ante las cámaras. Aparte de esta escritura-actuación de Mia Goth, hay una historia basada fundamentalmente en citas irónicas de géneros y películas famosas. La producción es barata y se nota. La creatividad del ahorro es evidente y no deja de ser simpática, como lo es siempre la pobreza llevada con buen humor. Por ejemplo, el pueblo o ciudad donde queda el teatro solo se muestra una vez, y consiste en una calle, el resto del tiempo solo se ve el callejón al lado del cine. Todos  los demás exteriores son praderas y maizales, entes intemporales, al menos para el ojo inexperto, donde no es necesario escurrir el escaso presupuesto para escenografías. La gente se viste de época, según la moda de los tiempos de la Primera Guerra Mundial (Pearl tiene a su marido en el ejército), pero sin concentrarse en los detalles; en verdad, todo el mundo parece estar estrenando, ya que no hubo modo de envejecer las prendas. Al parecer el dinero se gastó en el maquillaje aterrador de las víctimas de la psicopática granjera, sobre todo en el de su cruel madre, una especie de “madre de Carrie”, pero peor.

Lo curioso y hasta extravagante es que la actuación de la protagonista no es que opaque al resto de la película, sino que viene a ser lo único que vale la pena. Pearl alimenta un cocodrilo con un pato: no importa el animal feroz, importa ella. Pearl pelea con la madre: el motivo de la discusión es irrelevante, lo decisivo son los gestos dramáticos de la atormentada muchacha. Pearl tiene un affaire con un proyeccionista de cine, pionero del porno: lo fundamental es la actitud, lúbrica o feroz, de la extraña campesina. Pearl hace una audición para ser bailarina en una compañía ambulante: todos sabemos que no la van a escoger, lo que sí sorprende es la atroz reacción ante la derrota. Pearl tiene una conversación demasiado honesta con su cuñada: el contenido de sus declaraciones no es motivo para tomar notas, lo que sí impacta son sus muecas doloridas.

Tampoco es significativo que Pearl sea una “precuela” de X (Ti West, 2022), del mismo director y con la misma actriz, ni que se mencione la pandemia de gripe española de aquellos años (la película se filmó durante la pandemia de covid). Toda esta información se puede leer en Wikipedia o en su fuente preferida de conocimientos varios.

El sentimiento al terminar Pearl es desconcertante. Normalmente se consideraría inadecuado ver solo fragmentos de una película, en vez de la obra en su totalidad. Pero Pearl invita a disfrutar de la actuación de Mia Goth sin perder tiempo con una cinta irrelevante, tanto en el fondo como en la forma. El trozo de película con la performance de la actriz que se puede ver en YouTube o tiktok casi casi que es mejor que la obra completa. En cualquier caso, pocas veces es real aquello de que una película merece verse únicamente por la actuación de una intérprete. He aquí un ejemplo claro.

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Propuesta de creación de una asociación de artistas y prostitutas, basada en la solidaridad y el amor, para prevenir la exclusión social y la pobreza en ambos gremios

En tiempos de tantas dificultades para nuestro país y para el mundo, debemos ser propositivos y dar luces para ayudar a superar las duras pruebas a que estamos sometidos como sociedad. Es necesario que cada quien dé lo mejor de sí en orden a abrir caminos en medio de la maraña de problemas que agobian a la contemporaneidad. No son suficientes, sin embargo, las iniciativas individuales por muy bien intencionadas que sean. Las tentativas de reforma social solo tienen éxito si se asientan en el seno de las comunidades por medio de organizaciones que real y simbólicamente ayuden a generar cambios permanentes. Es decisivo crear instituciones que funcionen con fuerzas propias más allá de los intereses cambiantes de los particulares. Entes autónomos respecto al Estado pero sujetos a las leyes, defensores de la democracia, y que tengan capacidad de influir en el desarrollo de las comunidades dentro del marco de la ley, en diálogo respetuoso con las más diversas instancias sociales. En este sentido, uno de los instrumentos tradicionales de acción participativa son las agremiaciones de profesionales, dadas la comunidad de intereses y la cercanía de los miembros en sus respectivos ejercicios laborales.

Dentro del amplio espectro de las ocupaciones y oficios, existen sectores muy distantes por sus intereses particulares, o por las condiciones cotidianas en que se desarrolla su labor. En tales casos, es comprensible que se asocien en sindicatos o gremios separados, como, por ejemplo, puede ocurrir con los guardianes de cárceles y los docentes de educación básica. Pero en otros casos, la compartimentación de las esferas profesionales puede resultar en un debilitamiento catastrófico, sobre todo cuando son sectores poco numerosos o no muy apreciados socialmente. Cabe aclarar, en este punto, que la valoración social de una actividad no está directamente relacionada con su utilidad, sino que depende de concepciones ideológicas que no tienen otro sustento que la tradición inveterada o la imposición por parte del poder. Este problema de la consideración de las diversas ocupaciones en la sociedad es importante para nuestra propuesta, porque el objetivo de esta es ayudar a mejorar las condiciones materiales y morales de dos actividades, o mejor, dos conglomerados de ocupaciones que han sido objeto de tratos injustos por mucho tiempo y que se han visto particularmente afectadas en la situación actual. Nos referimos a las actividades artísticas y a la prostitución.

La lista de las llamadas artes es amplia y variada, y en el desarrollo reglamentario de la propuesta se enumerarán de manera exhaustiva; aunque a modo de ejemplo, señalaremos a las conocidas como bellas artes y a la literatura. Como se ve, estos nombres hacen referencia a un conjunto muy vasto de ocupaciones, y en este punto, creemos que es suficiente con la idea general que se tenga acerca de ellas. En cuanto a la prostitución, nos referimos a la labor comúnmente conocida con este nombre, pero además a todas las formas de pornografía donde aparecen cuerpos humanos reales, es decir, no dibujos y animaciones, que en realidad vendrían a ser parte (los autores de dichas obras) del gremio de las bellas artes. Se incluyen, por supuesto, los espectáculos sexuales en vivo o a través de pantallas. Es decir, todo lo que se conoce como comercio sexual; solo que este nombre no es muy adecuado, pues podría entenderse también que se refiere a la venta de juguetes y utensilios sexuales de cualquier tipo. Pues es claro que tal negocio pertenece al sector comercial minorista o mayorista, y no tiene con la prostitución más que una relación circunstancial. Todo lo contrario que la relación esencial entre las prostitutas y los artistas, aun cuando tales profesionales podrían no interactuar nunca en la vida cotidiana. Es probable que se considere una broma o insulto contra cualquiera de los dos gremios mencionados el desarrollo de la presente propuesta, pero solo la ignorancia y los prejuicios llevarían a alguien a semejante conclusión.

La unión gremial del arte y la prostitución solo parecerá inapropiada y hasta ridícula a quienes no conozcan las condiciones concretas de la vida laboral en la actualidad. Si se observa con atención y sin restricciones ideológicas caducas, se descubre la relación esencial de los campos profesionales que hemos agrupado en las denominaciones de arte y prostitución. No es necesario remontarnos a la historia para encontrar los nexos intrínsecos entre la situación social de la meretriz y el poeta o el pintor. No es necesario, aunque sería de sumo interés, rastrear tal unión aun en la misma Biblia. Creemos que es suficiente detenernos a mirar la situación presente para demostrar la necesidad de una agremiación entre sectores profesionales solo aparentemente dispares, pero que comparten rasgos esenciales y padecen problemas similares en su desenvolvimiento social.

Propiedades de los oficios en cuestión

Dos propiedades fundamentales, a nuestro parecer, definen la relación indiscutible y esencial entre prostitución y arte. La primera es que son actividades supuestamente placenteras, producto del despliegue de inclinaciones naturales, consideradas pasiones, pero que en el contexto profesional de las artes y la prostitución se convierten en objeto de lucro, en comercio y, por tanto, en trabajo. De aquí se desprende un aspecto no menor que también tienen en común las dos ocupaciones: es parte del oficio el hacer ver que el dinero no es importante y que el único premio es la satisfacción propia. La sinceridad de tal sentimiento es irrelevante, lo decisivo es que parezca auténtico frente al público o clientela.

La segunda propiedad común es la de ser actividades despreciadas por la mayoría de la sociedad. Las características de este desprecio son diferentes, pero tienen el efecto en ambos casos de hacer sentir vergüenza a quienes ejercen las respectivas profesiones. Muchos los consideran oficios inmorales e inútiles, y tales señalamientos repercuten en los propios trabajadores del arte y la prostitución, que se ven obligados a dar enrevesadas explicaciones siempre que alguien les pregunta por su trabajo, con un uso excesivo de eufemismos y casi pidiendo disculpas, aunque nadie las exija, o directamente ocultando su labor a sus familiares y amigos. Otros asumen su condición de marginales y despliegan un triste resentimiento contra la sociedad, que a veces lleva a problemas mentales o al consumo de drogas, o estalla en actos de violencia. Precisamente, uno de los objetivos de la futura asociación de artistas y prostitutas será prevenir los casos de comportamiento antisocial que podrían presentarse entre sus miembros.

De la segunda propiedad se desprende un aspecto curioso, que puede resultar confuso para quien no sea cercano a las peculiaridades de los sectores profesionales de artistas y prostitutas. Se ha evidenciado que los miembros de estos colectivos manifiestan en sus discursos públicos, o en declaraciones que tengan algún carácter oficial, un énfasis en su condición de seres humanos, en el hecho de pertenecer a la humanidad. Lo curioso es que no parece que en el momento histórico actual sea necesario que nadie haga énfasis en su pertenencia a la misma especie que los demás, pues tales debates acerca de si una persona o grupo es igual o no al resto del género humano fueron superados hace siglos. Por tanto, no es el concepto biológico de humanidad el que defienden para sí mismos. Esto sería casi una locura. Quizás lo que pretenden decir es que la humanidad es una cierta condición superior que solo es alcanzada por algunos, merced a su esfuerzo personal, al cultivo de ciertas disciplinas y a un determinado estilo de vida, que los harían conquistar la dignidad de humanos. Sin embargo, tal concepto enrevesado sería esperable de los artistas, pero no de las prostitutas que, y esto hay que reconocerlo a favor de ellas, no suelen tener ideas sublimes acerca de su ser. Es probable, por tanto, que cuando se insiste en la propia humanidad, lo que se quiere decir es que son personas iguales a los demás, que merecen el mismo trato. También este punto se podría considerar un llamado innecesario en tiempos de la igualdad ante la ley, pero la realidad es que el desprecio generalizado ha convertido en parias a muchos artistas y prostitutas. La dificultad del tema es que ellos quisieran ser integrados en la generalidad de los seres humanos, pero sin perder su lugar especial, como si pertenecieran a una categoría diferente, no sometida a las mismas leyes y a la misma moral. Acerca de este aspecto, y a pesar de que no queremos recurrir a la historia, es importante recordar que en otras épocas muchos artistas y prostitutas eran esclavos o pertenecían a alguna categoría social marginada. Aquí se observa muy claramente la importancia de una asociación que, entre otras cosas, defienda el derecho de artistas y prostitutas a ser iguales a los demás, pero sin perder lo que podríamos llamar «derecho a la rareza», que no es lo mismo que el derecho a la «diferencia». La rareza implica el seguir siendo extraño, el no ser mirado como normal, pero sin salir de la categoría de los seres humanos, ya que la rareza o el exotismo son insumos de las artes y de la prostitución. Es claro que si se considerara a las prostitutas (en este plural se incluyen a los varones o de otros géneros que ejerzan el oficio) como personas enteramente iguales, nadie podría hacer uso de sus servicios, pues no es común que se sostengan relaciones sexuales con personas que se acaban de conocer, ya sea por temor o por respeto o por pudor, es decir, porque se supone que la otra persona siente igual que nosotros y podría reaccionar de manera negativa a propuestas de índole sexual. La prostituta adopta una postura, unos gestos y hasta un traje que la sacan de la normalidad, de la normalidad humana. La prostituta se transforma, de este modo, en una máquina que fabrica fantasías sexuales. Si se observa el caso de los artistas, obviamente, viven de crear un personaje que venden al público. El cliente compra al personaje artista más que a su obra, como compra al personaje prostituta, y no a la mujer u hombre que vive bajo el disfraz de meretriz. Ambos gremios deben disfrazarse para vivir.

Aspectos económicos

Ya se ha mencionado como propiedad esencial de los artistas y las prostitutas su particular relación con el dinero, que consiste en hacer como si no lo quisieran. Sin embargo, es conocido por todos, que los miembros más exitosos de ambos oficios siempre son muy cercanos al poder político y económico. Los millonarios, o los aspirantes a serlo, demuestran un gran interés en las artes y viven rodeados de ciertos artistas a quienes llaman amigos. La posesión de obras y la compañía de los artistas es un acabado indispensable en el edificio del éxito personal. Algo muy similar se puede afirmar de las prostitutas de alto nivel, solo que la cercanía de estas tiene un carácter mucho más práctico. Es imposible hacer negocios de gran alcance sin la presencia de «acompañantes», que funcionan como una especie de lubricante en los ásperos engranajes financieros. La prostitución sirve de reposo y solaz al alto ejecutivo, lo mismo que al estadista, igual que el arte, pero además le ayuda a culminar con éxito las más complicadas operaciones. Y por supuesto que las obras de arte pueden llegar a ser una buena inversión. No obstante, el comercio de arte no es un tema que importe en la presente propuesta. Nos interesan los artistas, no los comerciantes de arte, así como no nos importan, por ahora, los proxenetas o las madames.

Naturaleza común de las obras de arte y del sexo

Las dos propiedades mencionadas se refieren a la situación social de los trabajadores del arte y de la prostitución, en su relación con el dinero y en su carácter de marginados sociales. No hemos hablado de la naturaleza similar de las obras que ambos realizan. Basta con reflexionar un minuto para ver con toda evidencia la relación. Tanto el sexo como las obras de arte son materializaciones de objetos imaginarios. El sexo, en su realidad esencial, consiste en practicar ciertos actos en el cuerpo de otros, y en el propio, que la imaginación ha determinado como placenteros. Un acto sexual es la concreción de un deseo, o lo que es lo mismo, de un proyecto de placer, o de la imaginación de la felicidad. Los mecanismos orgánicos son necesarios pero no suficientes para el sexo. El resultado que se obtenga depende de la maestría de los implicados, de las condiciones ambientales y de la calidad del deseo, es decir, del tipo de proyecto erótico. Es evidente que todo lo anterior se puede aplicar a la práctica artística, con la única diferencia de que en el arte el cuerpo no siempre es el principal instrumento, sino que se manipulan otros materiales con herramientas diversas. En el sexo, el cuerpo es a la vez material e instrumento, si no único, sí principal.

Si esta definición del sexo, como si fuera un arte, parece extravagante, se debe a que no se ha reflexionado sobre la diferencia entre el sexo como fin y el sexo como medio; diferencia que, por cierto, se puede hacer también en el caso del arte. El arte se puede usar con fines políticos o publicitarios, pero el arte no es ni política ni comercio. También el sexo se ha vinculado a la reproducción. Sin embargo, esto es más bien una consecuencia del sexo, que no el sexo mismo. De hecho hoy en día se pueden engendrar seres vivientes sin que ningún animal practique el coito. Se habla de otros fines para las prácticas sexuales, de tipo metafísico o espiritualista: una forma de comunicación entre la pareja, como recurso para afianzar las relaciones amorosas; también algo así como un deber moral en el matrimonio, y otras muchas finalidades más vagas todavía, relacionadas con energías, almas en éxtasis y quién sabe qué más. El caso es que el sexo en toda su pureza, o impureza, solo se puede llevar a cabo, casi siempre, por medio de la prostitución. Del mismo modo, las obras de arte son creación de los artistas. Fuera del gremio, el arte únicamente existe por casualidad, de manera excepcional, como de manera excepcional se puede practicar el sexo, simplemente sexo, con alguien que no sea del gremio de la prostitución.

Naturaleza y fines de la asociación

La exposición de las relaciones innegables entre los sectores profesionales de las artes y de la prostitución nos lleva a plantear la propuesta de asociación. Más que las relaciones con el Estado, el propósito de la unión será la colaboración entre ambos estamentos de cara a la sociedad en su conjunto.

Es una realidad que la mayoría de los artistas ganan muy poco con su trabajo. Las prostitutas, en cambio, siempre ganan algo, y el hecho de que la mayoría sea cabeza de hogar es prueba de que los réditos del negocio al menos alcanzan para suplir las necesidades básicas. En cualquier caso, y como ocurre en el arte, solo una pequeña minoría obtiene altos ingresos, y este grupo privilegiado es el llamado a colaborar con una porción mayor. El intercambio será así: el gremio de las prostitutas ayudará económicamente al gremio de los artistas, al menos para que estos puedan vivir sin avergonzarse frente a sus conocidos y familiares; en contraprestación, los artistas les donarán a las meretrices su legitimación cultural. Es sabido que la cultura (los conocimientos y aficiones que hacen a una persona «culta») no es muy apreciada en nuestra época. Sin embargo, en el caso de las prostitutas, una inyección de capital cultural las ayudará a salir de las sombras en que habitan. La prostituta ingresará al medio artístico y podrá desde allí continuar su actividad sin ser discriminada. Por su parte, el artista, con el subsidio de sus colegas meretrices, dejará de ser un estorbo o parásito social. Por otro lado, el creador de éxito podrá presumir, sin mentir, de su compromiso con la ayuda a un sector desfavorecido, el de las trabajadoras sexuales, sin tener que hacer falsa ostentación de sensibilidad social por otros medios. El traspaso del aura espiritual de los artistas a las prostitutas se realizará simplemente por la participación en actos públicos en común y por la convivencia cotidiana en eventos de todo tipo, de ahí que un punto decisivo será la instalación de la asociación en edificios en varias ciudades.

El nombre de tal institución tendrá que ser escogido democráticamente por los propios miembros, pero respetuosamente nos permitimos sugerir el lema de su escudo o emblema: «POR AMOR». Se trata de una expresión confusa, pero así suelen ser este tipo de textos. La claridad no es su mérito. Lo importante es que despierte en los miembros el deseo de combatir por una idea. La gloria y el honor de los dos gremios es el actuar por amor: amor al arte y amor al sexo. El hecho de que muchos nieguen la realidad de tales amores y los hechos parezcan confirmar esta sospecha, no va en contra de la utilidad del lema. Es precisamente la lucha común contra los incrédulos en la sinceridad de los artistas y las prostitutas, el corazón de la empresa que proponemos, ya que es también un llamado de atención frente a los peligros que acechan a ambos gremios.

Como es bien sabido, algunos recomiendan, desde diferentes orillas ideológicas, la abolición de la prostitución, haciendo una analogía con la abolición de la esclavitud, ya que consideran a la venta de servicios sexuales una servidumbre brutal que de ninguna manera puede realizarse por placer o como cumplimiento de una sincera vocación. Pues para nosotros es evidente que el próximo objetivo de este movimiento destructor son los artistas. So pretexto de evitar que las personas vivan en la pobreza y en la infelicidad, al dedicar su vida al arte y convertirse en parásitos sociales, acabarán promoviendo la desaparición de las artes. Quizás se les permitirá a millonarios jubilados ocupar sus ocios en la literatura o la música, pero nada más. Los robots o la inteligencia artificial podrán, acaso en poco tiempo, realizar cualquier función considerada artística que sea imprescindible. Sin embargo, dejemos esta perspectiva apocalíptica y pongamos nuestra esperanza en una futura asociación de artistas y prostitutas, unidos en la defensa de los derechos sagrados de los obreros de la felicidad en todas sus formas.

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Sangre falsa

X (Ti West, 2022)

Se dice que las nuevas generaciones son muy ignorantes. La afirmación, así en general, es por lo menos problemática. Lo que sí se puede asegurar es que mientras algunos conocimientos se han convertido en patrimonio de unos cuantos expertos, otros son una riqueza compartida por muchos o al menos por apreciables masas de sabiondos. Es así que, mientras la métrica española es un misterio o una absoluta nulidad para la mayoría, y casi nadie sabe distinguir entre un alejandrino y un endecasílabo, ni les incomoda su ignorancia, en cambio, un número considerable de individuos, sobre todo masculinos, en muchos lugares y ambientes, tiene una razonable erudición acerca del slasher o cualquier otro subgénero del terror surgido en los años sesenta. Tampoco faltan los expertos en el porno setentero, época que algunos consideran la edad dorada del cine X, o al menos su edad heroica, por haber alcanzado sus mayores conquistas en cuanto a prestigio. Y aquí no hay solo los que se saben las vidas y hazañas de actores y actrices, sino que distinguen tipos de guiones y escenarios, y las trayectorias de los directores y productores, en sus diversas etapas, por ejemplo antes y después del home video. La verdad es que la mayoría no llegan a tanto, y si acaso habrán visto La masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974), madre nutricia del terror de las últimas décadas, y  quizás alguna escena de Garganta profunda (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972) o algo por el estilo. En cualquier caso, internet subsana las lagunas del agobiado cinéfilo, no solo a nivel de datos sino de imágenes, ya que si no tenía las cosas claras, Google le mostrará la ruinosa casa en medio de la pradera polvorienta con un cielo azul de fondo, así como la ominosa gasolinera atendida por gañanes de mala figura, y sobre todo las protagonistas femeninas, jóvenes con más pelos que ropa, y que podrían pasar del porno al terror sin cambiar el vestuario, y casi nada de los diálogos. Pero sobre todo, lo que el aficionado a la sangre o al semen fílmicos encontrará en la red será a otros como él, pero más entusiastas, que publican videos llenos de sapiencia sobre los pobres jóvenes desollados por psicópatas, lo mismo que sobre zombis, vampiros, extraterrestres y todo lo que se aparezca. Resulta que es un buen tema de conversación saber cuántos infelices ha matado Jason, cuántos Michael y cuántos Freddy. Y hablando y hablando sobre estas cosas, o similares, se va creando una simpática comunidad de seudo entendidos en el género. Tal comunidad agradecería con entusiasmo si le hicieran una película a propósito de sus gustos. Esta película sería la realización audiovisual de la docta charla entre varios amantes del terror y del porno de los setenta. Sería la película que ellos harían si tuvieran los medios y el talento. Tal cosa es X, la película de Ti West.

No se puede negar la calidad de la producción, y también del reparto, en particular la protagonista (Mia Goth), una actriz que por sus dotes actorales no parece que se pudiera encontrar en una de aquellas viejas películas de explotación. Pero este es precisamente el detalle: si ver porno del viejo, o alguna cinta de terror de bajo presupuesto, es una especie de placer culposo, la contemplación de la película de Ti West es un evento de cierto nivel. Se trata de uno de los buenos lanzamientos de la temporada, fuera de los grandes blockbusters, y los comentarios han sido casi siempre positivos. No es una película para ver con condescendencia, en busca del humor involuntario. En todo caso, no nos reímos de ella sino con ella, y si no hay lugar a sustos, por lo menos si se puede disfrutar de la estética sanguinolenta. En lo que sí es igual esta producción a sus referentes setenteros es en la simpleza de la historia y en la convencionalidad de los personajes. Las secuencias picantes o violentas resultan ser lo único relevante, si es que se puede decir algo así en este caso, lo demás es un sainete trillado con diálogos altisonantes sobre la vejez o la doble moral, todo con una muy cuidada fotografía, por supuesto.

Lo peor es que a veces parece que la cinta tratara de buscar cierta autenticidad en los conflictos de los personajes, más allá del juego cinéfilo, como cuando el cineasta se escandaliza porque su novia quiere hacer porno, y no quedarse pura e inocente detrás de cámaras, pero en realidad esto hace que la convencionalidad general quede más en evidencia. En últimas, la película se trata de un conteo de muertes raras, que no resultan ser para tanto, y que francamente no creo que impresionen a nadie. A menos, claro, que alguien quiera hacerse el sorprendido frente a sus amigos, amantes de la sangre falsa y de los senos reales. ¡Qué tiempos aquellos!

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Nosferatu: La luz que mata

Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922)

Nosferatu es una película que fluctúa entre cine y literatura, de modo similar a como el protagonista, el vampiro conde Orlok, anda entre la vida y la muerte. Como se sabe, Nosferatu es probablemente la primera adaptación de la novela Drácula (1897) de Bram Stoker, obra fundamental en la construcción del mito vampírico moderno. La obra del alemán Murnau sigue, a grandes rasgos, el libro del irlandés Stoker, solo que se cambian los nombres de los protagonistas y la acción se traslada de Londres a una pequeña (y ficticia) ciudad alemana, así como también se cambia el periodo histórico de la novela,  de la Belle Époque (finales del siglo XIX) a los años 1830, o algo por el estilo, como sugieren el vestuario y los peinados. Esta historia del aristócrata vampiro que sale de su misterioso castillo para buscar la sangre inocente de una pálida joven, y en el proceso deja un reguero de muertos, nos es contada sobre todo por los intertítulos, escritos en una prosa rebuscada, que a su vez son ilustrados por imágenes que recuerdan cuadros románticos, con sus callejuelas tortuosas, torres ruinosas, bosques sombríos y melancólicos cementerios. Hasta aquí, Nosferatu es otra adaptación, más o menos libre, de una pieza literaria, que reemplaza la imaginación del lector con elementos visuales tomados de la historia del arte, como en una lujosa serie de Netflix o de la BBC, pero con los recursos de los años veinte.

Pero la cinta de Murnau es también otra cosa. A medida que avanza la narración, y sin interrumpirla, se intercalan poemas de naturaleza visual, propiamente cinematográficos, que usan los recursos de la imagen en movimiento para plantear ideas y causar sensaciones. En este caso es preferible un ejemplo para explicar esta característica de la película. En un momento, se muestra a un profesor que explica a sus estudiantes la alimentación de plantas carnívoras, y vemos al vegetal, en efecto, devorando pequeños animales; también muestra a un pólipo en el microscopio alimentándose, del cual dice que está hecho de tan escasa materia que es «casi un fantasma». Luego vemos a un demente encarcelado, poseído a distancia por el vampiro, que observa una araña que atrapa un insecto en su red, y él mismo se alimenta de los bichos que coge al vuelo. Y por último, se nos muestra a la pobre Ellen, solitaria y frágil, atrapada en las redes invisibles tendidas por el monstruo chupasangre.

El montaje paralelo de estas secuencias las hace parecer iguales en valor. Es como si dijera que los insectos y la mujer son víctimas de quienes están sobre ellos en la cadena alimenticia. El vampiro es un cazador más, junto con la araña y el lobo, que también aparece acechando al ganado, durante el viaje del simpático agente inmobiliario a negociar con el excéntrico noble de Europa oriental. Se sugiere, con imágenes, no con palabras, que Nosferatu es un depredador como tantos otros en la naturaleza, que cumple su misión destructora impulsado por un instinto incontrolable.

De igual forma, cuando se desata la plaga en el barco que traslada la tierra maldita donde debe reposar el monstruo en su nueva casa de la ciudad alemana, se ven ratas salir de las cajas que contienen el infame material. Nunca queda claro si las ratas son compañeras del vampiro o el propio Orlok metamorfoseado, al que vemos surgir de la nada para acechar a los tripulantes, entre las sombras del interior del navío o de su solitaria cubierta. De ahí que Nosferatu sea un agente transmisor de la peste, como los roedores, no un sobrenatural hijo del diablo. Así como no son muy propias de un satánico amo de las tinieblas, las escenas donde vemos al escuálido vampiro recorrer las calles desiertas con el ataúd debajo del brazo, como si fuera un repartidor de domicilios. La negra figura que camina sin elegancia por el empedrado con su estorbosa caja, parece un perro con un hueso entre los dientes, que busca donde enterrarlo.

Aunque, sin duda, es en la forma en que ataca el vampiro a sus víctimas y en la destrucción final del monstruo, donde se ve con más fuerza el enfoque propiamente cinematográfico, que deja de lado el referente literario. En el primer caso, son las sombras del conde las que devoran y violan a sus presas, no sus manos o sus dientes. La silueta encorvada y los largos brazos se proyectan sobre rostros aterrorizados, y a veces lujuriosos. Las crueldades de los colmillos y las garras del infernal aristócrata se convierten en un efecto de luz y sombras, más que en forcejeos y espasmos. En el segundo caso, la muerte por la luz del amanecer, que convierte a Nosferatu en una llama, es un aporte de esta película a la tradición vampírica. En el original, son las cruces, el agua bendita y las estacas de madera las que liquidan a la bestia. Murnau prefirió matar a su criatura con luz, por medio de una superposición de planos (truco usado desde los comienzos del cine, por ejemplo por George Méliès). Esta muerte a causa de la luz evita la sangre y el histrionismo, cosa que no hace la versión de Werner Herzog de 1979, donde vemos a Klaus Kinski, con un maquillaje parecido al de Max Schreck en la cinta de los años veinte, pero que no se volatiliza al contacto de los rayos del sol, sino que convulsiona patético en el suelo, como un drogadicto con síndrome de abstinencia.

Al final, el monstruo es vencido por el sacrificio de la inocente mujer, y la peste se detiene en la ciudad. Y sin embargo no hay celebración. La realidad es que no hay euforia al final de la catástrofe, ni siquiera un suspiro de alivio. La razón es que Nosferatu es solo una plaga entre otras. La muerte no puede ser vencida y tampoco eliminada la supremacía de los fuertes sobre los débiles. Al fin y al cabo, el monstruo muere, como cualquier otro organismo, cuando se le expone a un elemento al que no está adaptado. Todo de acuerdo al pesimismo de la película, porque la presencia de la muerte, y de la enfermedad y el dolor, llenan cada escena desde el idilio inicial de la joven pareja de esposos. En realidad, ni el diablo puede doblegar a las fuerzas destructivas de la naturaleza.

La amargura de la película no proviene de la narración literaria truculenta de la que parte, sino de las ideas planteadas a través de los encuadres, la iluminación, el montaje y los efectos visuales, es decir, del despliegue cinematográfico de esta famosa «sinfonía de terror».

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El hada deprimida

Gerda (Natalya Kudryashova, 2021)

Ni una película ni ninguna otra obra se hacen a partir de la realidad. La realidad es inabarcable. En verdad se parte de mitos que corren entre la gente, y que igual que las ideas de Platón, se terminan encarnando en múltiples objetos y de diversos modos. Uno de esos mitos (no se entienda mito por mentira) es aquel que dice que los seres humanos explotan en espiritualidad a causa del sufrimiento. El dolor es el catalizador de la reacción que transforma la materia en espíritu. En el cine y en la literatura, así como en las historias que van de boca en boca, los lugares característicos del sufrimiento son los barrios pobres o las áreas marginales de cualquier tipo. Son las comunas de Medellín, las favelas de Río, los slums de la India, los pueblos destartalados de los white trash gringos o los guetos de negros y latinos, y también, los grisáceos edificios de apartamentos en las afueras de las grandes ciudades de Rusia y Europa. En tales territorios se muele el fruto humano con el molino de las estrecheces y las humillaciones para extraer el más fino aceite espiritual. Otro mito, relacionado en parte con el anterior, es el de la prostituta que en verdad es un ángel o cosa parecida. Comúnmente conocido como “la prostituta de buen corazón”, esta idea se encuentra en realizaciones tan disímiles como Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) de Fellini o Mujer bonita (Pretty Woman, Garry Marshall, 1990) con Julia Roberts. También se encuentra en Gerda, película rusa que muestra la sufrida existencia de una joven, habitante de uno de esos complejos residenciales de Europa del este, mustios y mugrosos, llenos de borrachos y desesperanza. Estudiante de día, stripper de noche, por encargo de la universidad hace encuestas al vecindario sobre sus vidas y sus opiniones. Los vecinos están aún peor que ella, que vive con una madre loca y aguanta las visitas de un padre adicto, probablemente un policía no muy ejemplar. La muchacha se llama Lera, pero Gerda es su nombre de bailarina toples, y es el nombre de un personaje de cuento de hadas. Cuando la joven cierra los ojos se ve a sí misma transformada en una criatura translúcida en medio de un bosque mágico, en unas secuencias estéticamente problemáticas, que recuerdan a Disney y a Tarkovski, sin lograr ser lo uno ni lo otro. El contraste entre el triste mundo real y el maravilloso de la fantasía, o de los recuerdos de infancia, es demasiado obvio, y da la impresión de que se quisiera endulzar un drama social con espiritualismo barato. Al final se ven talados los árboles de la plazuela del barrio, y esto es ya una metáfora demasiado fácil del desespero de la protagonista, que pierde real e imaginariamente cualquier ilusión de belleza y bondad en este mundo. Con todo, la película resulta conmovedora por momentos, y es precisamente en los instantes de mayor crueldad, por ser los más reales. Los momentos “mágicos” resultan extrañamente fríos e intrascendentes. La deprimida stripper o la ineficiente encuestadora valen más que el hada blancuzca de las nieves.

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Los libros y los mosquetes

La literatura es una cosa muy anticuada. No es que sea algo sempiterno e invariable, como las ganas de orinar después de tomar café. Es una antigüedad que tiene fecha no tan lejana, como los automóviles tienen modelo. El día que Gutenberg publicó su Biblia en 1456, ese fue el día del nacimiento de la literatura (modelo 1456), y también de la filosofía, y de las ciencias. Quizás sobre esta última haya polémica. Porque el caso es que cuando pensamos en literatura o filosofía o historia, de inmediato nos vienen a la mente imágenes de libros y libros. Sin embargo, la palabra ciencia nos remite a probetas, mecheros, microscopios, gente de bata blanca que mira con cuidado con una lupa y escribe a toda velocidad en un teclado. Probablemente, también imaginaremos que los científicos trabajan sobre mesas metálicas o de un blanco marmóreo, iluminadas desde abajo con luces de neón, como los estilosos investigadores en la serie CSI.

Antes de Gutenberg también había libros, se dirá, pero eran tan caros como un Ferrari. Quién se iba a imaginar en esos tiempos que un poema o un romance eran algo que existía necesariamente impreso entre dos tapas. Ostentar un montón de papel encuadernado era en aquellas épocas como sacar la ametralladora M60 en una guerra de pandillas en un barrio. No cualquier vicioso podría operarla, tendría que ser el sicario que consumiera droga siquiátrica, pastillitas, un producto más elaborado de la química industrial, no solo bazuco. No es muy probable que la existencia de la poesía dependiera de semejantes monstruos de tinta y celulosa. El verso y la prosa corrían de aquí para allá, esclavos o fugitivos de la memoria, o si acaso consignados en algún papel arrugado. El códice era un lujo estrafalario, como el poder de fuego en las batallas entre combos.

La existencia de internet ha hecho que los libros se conviertan en una tecnología anticuada, aunque no obsoleta, y por ello, la literatura es un romántico trasto viejo, semejante a las vitrolas o a los mosquetes.  La música no es cosa de discos de setenta y ocho revoluciones ni la guerra algo que dependa de los fusiles de avancarga, cebados con pólvora negra, que cubría de humo el campo de batalla; pero la literatura si es cosa de libros, o al menos eso es lo que parece.

Hablar de literatura y pensar en mamotretos de tapa de cartón es una puerilidad evidente, aunque, extrañamente, muy común. Recuerda la historia de un niño que, hace muchas décadas, preguntaba al padre: «apá, apá, ese señor con el carriel, ¿ese es el gobierno?». El niño señalaba a un pobre tipo encargado de pagar a los peones que arreglaban un camino. La ingenuidad tierna y risible del infante es muy similar a la de los que imaginan bibliotecas con estanterías interminables cuando tratan de figurarse lo que es la literatura. Millones de libros arrumados en mágicos anaqueles contienen la literatura o, inclusive, son la literatura, de la misma forma que para el niño del cuento, un sudoroso funcionario de carriel encarnaba todo el aparato administrativo del Estado.

La peor propaganda que se puede hacer a la literatura es identificarla con los libros. El amor al impreso equivaldría al amor a la poesía. Tal estrategia de promoción convierte a la lectura en un nicho nostálgico de adoradores del papel y adictos a la tinta. La literatura para tales aficionados sería como la guerra para los participantes en recreaciones históricas de batallas. Oficinistas y nerds, vestidos como soldados, avanzan colina abajo a encontrar a sus enemigos, disfrazados con otros uniformes, igual de limpios y relucientes. Se disparan fusiles y hasta cañones, y algún viejo se cuelga una casaca llena de charreteras y hace los gestos y adopta las maneras de Robert E. Lee, Helmuth von Moltke, Ulysses S. Grant, el mismísimo Napoleón Bonaparte o cualquier otro general de los tiempos de antaño, cuando los comandantes andaban a caballo y asistían a los combates, con un brillante sable prendido al cinto. Y con todo, que pasaría si se oyera un solo tiro real, si una verdadera bala de cañón atravesara silbando el aire entre las ordenadas filas de frikis que juegan a pelear la batalla de Sedan o de Gettysburg. Sin duda, si le llega a dar a algún húsar o lancero de utilería, el susto sería mayúsculo; pero si este auténtico, aunque impreciso proyectil, va a caer en algún arrume de paja, la reacción será al comienzo de curiosidad, con toda razón, luego de indignación, y después se buscará al responsable para expulsarlo de la asociación de historical reenactment. Si en el mundo de los adoradores de los libros apareciera de pronto la literatura, haría el efecto de una bala real en una fingida guerra de enamorados de la nostalgia militar. El que ama las fantasías de la nostalgia se ama a sí mismo, no a los objetos recordados, porque estos ya no existen más que en su memoria. El que ama a los libros y los agarra por el lomo y hunde sus narices para oler los aromas del canto, acariciar la cubierta y contemplar extasiado las solapas, no ama la literatura. En realidad, añora los tiempos en que los libros contenían con frecuencia las obras que hoy atraviesan el aire, no como balas, pero sí como ondas.

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El sudor y la historia

Consejo de guerra (‘Breaker’ Morant, Bruce Beresford, 1980)

Calor, polvo, sudor, esto es ‘Breaker’ Morant. También es la historia del consejo de guerra a que fueron sometidos tres soldados australianos, miembros del ejército británico, durante la guerra de los Bóeres (1899-1902) en Sudáfrica. Es, por tanto, una obra que gira alrededor de un juicio, con sus interrogatorios, apelaciones, alegatos, testigos sorpresa, etc.; y también es una película de guerra, es decir, balaceras y vida de cuartel y campamento. Todo muy bien. Las actuaciones excelentes y el drama en el tribunal muy bien llevado, ya que además del suspenso, propone reflexiones muy pertinentes sobre la justicia en tiempos de conflicto armado, sobre la lealtad a los amigos y a la patria y, algo curioso, lo que podría denominarse el lado positivo del machismo. Pero lo que distingue ‘Breaker’ Morant es la sensación de realidad que produce. Aparte de cualquier otra cualidad o defecto, la película cumple con aquello que decía André Bazin del cine, en oposición a la pintura: “Los límites de la pantalla no son, como el vocabulario técnico podría a veces hacer creer, el marco de la imagen, sino una mirilla que solo deja al descubierto una parte de la realidad”. El filme es una mirilla, algo así como una ventana para ver el mundo. Confieso que no entiendo bien esta idea del crítico francés, pero se podría reducir la cosa, y en vez de decir mirilla para ver la realidad, decir, mejor, mirilla para ver una realidad o un mundo. El artificio cinematográfico serviría para hacernos ver con nuestros propios ojos, realidades que de otro modo permanecerían ocultas a nuestros sentidos. Se oyen los pasos de los prisioneros al caminar en la sombría oficina del cuartel y también se siente la incomodidad de los sudorosos mostachos que lucían los señores en aquellos tiempos. ‘Breaker’ Morant logra, de algún modo, escapar del marco acartonado y pomposo del viejo óleo histórico, y eso siempre será un gran logro en una película de época.

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El caballo más feo

En los concursos literarios debería premiarse al peor texto, después del mejor, naturalmente. Esta medida viene inspirada por las ferias de pueblo, donde se celebra al “caballo mejor presentao y al caballo peor presentao”. Es más, el premio debería recibir el nombre genérico de Rocinante (el caballo más feo), para que todo quede aún más literariamente arreglado. Además de aumentar el morbo del público, podría construirse un corpus de obras pésimas que, al ser estudiado con cuidado, por medio de softwares poderosos, produciría como resultado la esencia misma de la mala literatura.

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El «docudrama» Mattei

El caso Mattei (Il Caso Mattei, Francesco Rosi, 1972)

El docudrama es uno de los géneros más desgraciados que existen. Desde el punto de vista narrativo y visual ocupa el lugar más bajo. Formato habitual en producciones con pretensiones educativas que no quieren conformarse con la exposición de contenidos por parte de expertos. Las viñetas dramáticas sirven para amenizar el desarrollo del tema, que en su núcleo principal corre a cargo de los entrevistados y de la infaltable voz en off. Si se trata de la bomba atómica, vemos a hombres engominados y de bigotico en tonos sepia o blanco y negro, vestidos de bata blanca entre probetas y mecheros, mientras alguien nos cuenta de la competencia entre las potencias beligerantes para conseguir desintegrar el átomo. En otro programa, el tema son los Evangelios, y mientras teólogos y arqueólogos revelan sus descubrimientos y elucubraciones, se nos presenta a un viejo de barba blanca, cubierto con una túnica, sosteniendo un cálamo en la mano, inclinado sobre lo que parece ser un pergamino. Como se ve, la humildad del docudrama es verdaderamente chocante. Por eso es tan notable una película como El caso Mattei.

La muerte de Enrico Mattei es un misterio italiano, al mismo nivel del asesinato de Kennedy en Estados Unidos. Sin embargo, la película de Francesco Rosi no es una cinta de misterio que juegue con la curiosidad del espectador, ni una pieza de impacto que intente indignar al público como el JFK (1991) de Oliver Stone. En realidad es un poco pesada de ver, por el exceso de información y por la huida de las explicaciones psicológicas. Mattei no es un personaje que se ame o se odie, sino un punto de vista. La vida personal del hombre queda desatendida, porque no es la chismografía lo que interesa, sino una situación histórica representada por un individuo peculiar. En cambio, se puede sentir de modo directo el drama político y económico que confluía en el industrial italiano y no solo recibir información histórica como en una docta conferencia sobre la materia. Es aquí donde el pobre género del docudrama encuentra su lugar: distancia respecto a las personas y cercanía a los temas.

Con el género del docudrama se debe hacer lo que con cualquier otro: usarlo, sacarle partido, parodiarlo, y en cualquier caso, irrespetarlo. Los géneros en el cine son estrategias de mercadotecnia o divisiones administrativas de empresas productoras. Carecen de valor intrínseco y solo responden a intereses comerciales o a tradiciones espurias. En El caso Mattei se usa el triste género del docudrama para poner en escena los problemas de la economía mundial, planteando más preguntas que respuestas, como corresponde a cualquier análisis de problemas contemporáneos. Como ya lo había hecho Rosi en Salvatore Giuliano (1962), pero de modo más evidente, se mira una realidad desde la supuesta objetividad que da el presentar una colección de testimonios en diversos formatos: entrevistas, fragmentos de programas de televisión, grabaciones de interrogatorios judiciales. Es notable que casi no se utiliza el material de archivo, más bien se reconstruye con actores el material real. Lo más curioso es la recreación del personaje principal. El Enrico Mattei interpretado por Gian Maria Volonté no es una imitación o una reconstrucción histórica del individuo real, sino que el protagonista es un expositor que presenta a la audiencia las ideas del industrial y político, mientras que otros ‒policías, periodistas, dirigentes de partidos, simples transeúntes‒, expresan otras visiones sobre los problemas de la economía petrolera y la realidad italiana, y sobre todo, comentan las diferentes versiones sobre el accidente o sabotaje en que perdió la vida Mattei.

La distancia de “documental” respecto al tema da como resultado que la comicidad de la farsa politiquera no se esconde tras fachadas trascendentales, al contrario, se acentúa. En un momento, el propio Francesco Rosi, director de la película, comenta con sorna, mientras ve proyectadas las fotos de los dirigentes de la Democracia Cristiana, que no es posible que el público entienda las volteretas ideológicas de los políticos y su variable relación con Mattei.

El increíble resultado es que el sesudo documental no posa de serio y profundo, sino que, sin renunciar a la complejidad, se transforma en una comedia estrafalaria, esta vez no protagonizada por patanes de barrio o amas de casa histéricas, sino por los amos del mundo: los grandes industriales y el alto clero financiero.

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La palabra «película».

Cómo es de fea la palabra “película”. No son mejores los sinónimos: film o filme y cinta. El sonido poco agradable del vocablo no es ningún misterio. Las dos sílabas finales únicamente por una letra no suenan como culo. Al respecto de este inconveniente fonético, hace unos años se fundó una parroquia en Medellín con el nombre de la Porciúncula. El término venía de un lugar relacionado con la vida de san Francisco de Asís, y es claramente una voz latina. Más católico no podía ser el nombre de la capilla, que, por otra parte, llevan muchas iglesias en el mundo. La feligresía era muy camandulera, adoradora del santo, aunque no tanto de la historia, y poquísimo del latín. En resumidas cuentas, la diócesis y el cura determinaron cambiar el nombre de la parroquia, ante la avalancha de chistes y juegos de palabras de mal gusto que hicieron carrera entre la feligresía.

Los devotos del cine han tolerado más de un siglo la existencia de semejante vocablo tan desgraciado. Probablemente, los sustitutos no sean mejores (filme, cinta), aunque no recuerden ninguna parte chistosa de la anatomía. Comparten, sin embargo, con “película”, su origen técnico-científico. Son expresiones con olor a laboratorio, fábrica y taller. Los inicios del cine se enmarcan en la época de las primeras maravillas de la técnica moderna, a fines del siglo XIX. Maravillas que, curiosamente, hoy son piezas de museo, exhibidas junto a las hachas de sílex neolíticas. De hecho, “película”, palabra de aire muy científico, quiere decir algo así como “pellejito”, de rusticidad innegable.

Y es que, a decir verdad, en el presente siglo, en la producción cinematográfica casi no se utilizan dispositivos que propiamente se puedan denominar películas, filmes o cintas. La gran mayoría de los productos se realizan con equipos digitales. Mejor no hablar de la palabra video, lánguida como pocas. El verbo latino del que procede no le concede mucho prestigio ni sonoridad, y es preferible cualquier cosa terminada en cula o culo. Aunque, en verdad, hoy en día la mayor parte de lo que se hace es video.  Ahora todos son videógrafos, gústeles o no, que además es otra palabreja inane. Está bien que el topógrafo y el cartógrafo se llamen así, pues sus oficios se refieren a realidades útiles, serias y aburridoras, pero que el realizador de clips de reguetón se llame videógrafo es una cursilería.

Quizás la razón de la fealdad de las palabras que se refieren a producciones cinematográficas sea que los aparatos que registran y proyectan imágenes en movimiento se inventaron, y se han desarrollado, en épocas en las que los hablantes de español no estaban entre los que diseñaban y fabricaban artilugios técnicos. Así como no hay inventiva científica, tampoco la hay en cuestión de palabras. La lengua recoge lo que dejan caer otros idiomas, y se las arregla como puede. Aunque quizás en inglés film y movie tampoco tengan mucho encanto; picture, en este contexto, parece mejor, quién sabe.  En cualquier caso, el resultado es que en español le tenemos que decir “películas” (pellejitos) a las obras de Tarkovski, Huston o Buñuel.

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La tristeza del macho

Un pobre muchacho cabizbajo, de mirada perdida. Dice solo palabras irónicas o directamente ofensivas, a veces misteriosas. Tiene todos los síntomas que se atribuyen a los enamorados desafortunados, a los despechados y a los cornudos. Lo único es que este señor no tiene problemas sentimentales. Ni siquiera aparecen intereses románticos en el panorama. Tampoco es que haya discutido con un pariente o amigo. Por ejemplo, una imprudencia en medio de una conversación llevó a que se enfriara la relación de años que tantas alegrías les trajera. Nada de eso. Él únicamente tiene amigos de ocasión. Son verdaderos amigotes que se usan según la necesidad: rumba, fútbol, trámites… crímenes. En ocasiones el personal amistoso se halla clasificado y separado de acuerdo a su función; por tanto, no se conocen entre ellos, como debe ser con las amantes, según dicen. La pérdida de las gafas o de las llaves es un suceso mucho más grave que el rompimiento de una amistad de este tipo. Tampoco ninguna desgracia inesperada, ‒muerte o enfermedad‒, es el motivo de la tristeza de nuestro hombre.

Si nos atrevemos a preguntarle, y se abre un resquicio en la muralla de su mal genio, descubriremos que su malestar no proviene ni de líos de amores ni de ninguna otra disfunción de las relaciones interpersonales. Lo que verdaderamente tiene acongojado al muchacho es un billetico que le debe un colega. Quizás el tema es más grave. Un negocio que tiene en compañía de un camarada no da los resultados esperados, muy probablemente por su propia torpeza. La situación mundial no ayuda mucho, y los índices de no sé dónde y los precios de no sé qué… Bien es verdad que las cantidades que él maneja no son de las que se mueven en los grandes centros financieros, pero valen un Potosí en su corazón, porque se imagina ser un millonario, un emperador financiero. Se figura en un lejano porvenir, refugiado en una habitación de un hotel de lujo o en una glamurosa casa en la playa. Allá escribe sus memorias. De joven tomo decisiones arriesgadas que no fueron comprendidas por sus contemporáneos. Enfrentó las envidias de los competidores. Sorteó los obstáculos que los gobiernos torpes o criminales le atravesaron en su camino al éxito. También empleados marrulleros, alegando injusticias, lo calumniaron con fiereza. Nada pudo detenerlo. Ya en su vejez, ninguna persona decente se atreve a cuestionarlo. Solo los malvados murmuran a sus espaldas y a veces hasta se atreven a desafiarlo en público. Él responde con altura, y sin perder los estribos, deja callado al resentido agresor.

El macho verdaderamente alcanza su potencial al contacto con el dinero. El egoísmo y el afán de dominio no son vicios en el mundo de los negocios, al contrario, son las máximas virtudes, pues aseguran el triunfo, o al menos proporcionan alguna ventaja en la guerra de pandillas financieras. Los negocios son el campo de acción del machismo. Ocurre que en nuestro tiempo el centro  gravitacional de la existencia es el dinero. Siempre fue muy importante, pero hoy en día es la única realidad que sostiene el engranaje de la vida. Nada es más significativo. Los amores y los odios más intensos en verdad vienen de cuentas, deudas, ganancias y pérdidas. De ahí que los negocios y las empresas sean el terreno predilecto de la imaginación. Las más delirantes ilusiones viven entre hojas y hojas de Excel, así como en reportes bancarios. Ni en los desordenados papeles, escritos con plumas de aves y llenos de tachones, de un poeta romántico, se encontrarían tantos delirios como en los archivos de un empresario, o inclusive de uno que aspira a serlo.

Y es que en el dinero vivimos, nos movemos y existimos. En el caso del macho, el gusto por el metálico está siempre delante y detrás del pobre hombre. Hasta la más insignificante acción de su existencia está determinada por el deseo de conseguir o preservar alguna ventaja. Nunca llamó a nadie solo para charlar. Un propósito estratégico latía detrás de cada llamada y aun de cada mensajito a algún conocido, o hasta a su propia madre. Aplica sin pudor a su vida personal, las doctrinas que Maquiavelo instituyó para los príncipes. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a cuestionar el proceder cauteloso del macho en su búsqueda de fortuna? Si los motivos fueran de orden sentimental o por el cumplimiento de un deber, más de uno censuraría el comportamiento taimado del hombre. Pero la búsqueda de ganancias no se puede criticar sin caer en el ridículo, o incluso ser considerado injusto.

Si los crímenes más notorios de origen pasional son los cometidos por celos o por envidia, se debe a que los delitos pasionales perpetrados en el mundo de la economía no son considerados tales por la mayoría. Mentir, robar y hasta matar, en determinadas circunstancias, no son conductas perversas si se hacen en medio de tejemanejes financieros, si son movidos por el deseo de triunfo empresarial. Por la consolidación de una explotación, cualquier vileza es permitida. La ley a veces actúa, pero con mucha dificultad. La razón de semejante impunidad está en el tácito apoyo social de que disfruta el bandido económico. Aun si no gustan sus métodos, se valoran sus resultados. Porque nadie rechaza el dinero, aunque haga aspavientos.

El machismo no es causa del afán de acumulación y ganancia, pero sí vive y prospera en el ambiente de los negocios. Si los gestos del macho pueden ser motivo de burla en el contexto de las relaciones de pareja, de amistad o familiares, en los negocios pasan inadvertidos, ya que la ética del dinero es muy similar a la que vive y proclama el macho en toda su existencia.

La tristeza que arrastra el macho tantas veces a lo largo de su vida le viene de su fracaso en los negocios. Casi nadie logra el triunfo en sus empresas. Las lágrimas que no corren por amores ni odios, fluyen a borbotones por las ilusiones perdidas que producen las cuentas bancarias vacías, o no tan llenas como la fantasía recalentada del varón emprendedor se imaginaba.

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No hay drama

El hombre del norte (The Northman, Robert Eggers, 2022)

Según dicen, la historia de El hombre del norte se basa en textos medievales escandinavos que también sirvieron de inspiración para el Hamlet de Shakespeare. La trama, en rasgos generales, es la misma, y el protagonista de la cinta de Eggers se llama Amleth, palabreja que, al menos en español, suena casi igual al nombre del personaje del drama isabelino. Hasta se puede ver en escena el cráneo de un bufón, pero no se llama Yorick, sino Heimir. En cualquier caso, que nadie se asuste, o se entusiasme, por las posibles referencias shakespearianas en la película. La relación entre la obra del bardo inglés y la cinta de Robert Eggers es un asunto erudito, que francamente no vendría al caso, si no fuera por la insistencia en este punto entre algunos miembros de la prensa y los comentaristas aficionados de internet. Porque el héroe de la superproducción vikinga no tiene nada de melancólico ni dubitativo, tampoco es aficionado al teatro ni se explaya en largos soliloquios. El príncipe fugitivo y renegado se parece más a la protagonista de la película gore Escupiré sobre tu tumba (I Spit on Your Grave, Meir Zarchi, 1978), que tuvo remakes en los dos mil, con el título en español de Dulce Venganza (Steven R. Monroe, 2010 y 2012), u otra cinta de culto de Wes Craven, La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972), que también tuvo versión en el siglo XXI (Dennis Iliadis, 2009). En realidad, las historias de venganza son incontables, pero estas cintas menores de los setenta del llamado “cine de explotación” (Exploitation Films) vienen a la mente al ver la violencia sanguinolenta de las batallas y asesinatos, y hasta de los partidos de hockey sobre césped.

Dos características distinguen a esta gesta nórdica de las películas sobre violación y revancha de bajo presupuesto: la gran calidad técnica, con enorme cuidado de toda la estética del film, y el hecho de que es imposible identificarse con el protagonista justiciero. Es muy difícil no compartir la ira de la mujer brutalmente agredida y no sentir satisfacción con su meticulosa venganza, aunque den un poco de vergüenza las actuaciones, y la fealdad general de las producciones hagan que brinque el sensor de buen gusto a cada momento. Aquí las motivaciones del protagonista son una especie de pretexto para engranar una brillante colección de ritos mágicos, delirios místicos, combates terribles, duelos a espada y cabalgatas a través de paisajes espectaculares. El destronado príncipe Amleth es un dispositivo que se ocupa de venganzas, así como otros se ocupan de lavar ropa. Aún Terminator, el sicario robótico por excelencia, tiene más encanto humano que el guerrero nórdico. Al menos dice líneas chistosas, como la famosa “hasta la vista, baby”. El rudo mercenario medieval es incapaz de articular nada distinto a frases grandilocuentes donde declara sus tétricas intenciones.

Será que se supone que el héroe y los demás hablan como los personajes de las crónicas y poemas medievales en que se inspira la película. En La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015) también se usaban expresiones sacadas de textos del siglo XVII en Norteamérica, pero el desamparo de la joven puritana y su familia frente a las fuerzas del Diablo, aunque también frente a la pobreza, no era una referencia literaria o arqueológica.

Este drama vikingo tiene mucho de vikingo y poco de drama. El legendario Ragnar Lodbrok de la serie de History Channel (Michael Hirst, 2013-2020) es mucho más interesante que el príncipe Amleth. Al menos es un animal astuto e irónico. El tal “hombre del norte” se parece más a una piedra que rueda por un barranco: llamativo, atronador, incluso bello, pero, en últimas, intrascendente.

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Los ritos y los muñequitos

The Batman, Avengers, Justice League, Morbius…

Dicen que los espectáculos en la antigüedad tenían un carácter religioso. La gente veía las actuaciones cómicas o trágicas como parte de una festividad sacra, no solo como pasatiempo. En la actualidad es difícil pensar en religión y entretenimiento al mismo tiempo, o por lo menos no es lo más habitual. Las celebraciones religiosas son obligaciones más o menos penosas, no muy excitantes y casi siempre aburridas. Hay que mantener en presencia de los ritos una actitud seria y reservada, como la que se tiene en los velorios cuando el muerto no es muy cercano. Hay que mantener las formas para no molestar a los deudos y no quedar como un tarado. En cualquier caso, la asistencia a celebraciones religiosas públicas hoy en día no se parece en nada a una fiesta. Es más, tiene más relación con asistir a clase o cumplir una jornada laboral. Se trata de un deber social, algo que representa un sacrificio, aunque sea por nuestro propio bien, pero que no produce un entusiasmo auténtico.

La asistencia a películas de superhéroes es una especie de melancólico rito que se cumple para compartir con el prójimo, con el objetivo de no quedarse relegado en las conversaciones y no sufrir el escarnio de ser “el único que no se ha visto…”. De ahí que sea común el aire irónico que adoptan algunos espectadores respecto a las películas basadas en cómics. Se dan el lujo de no tomarse en serio los dramas de los enmascarados y de hacer chistes, a veces groseros, respecto a la superproducción que llevaban meses o años esperando. Es la misma actitud extraña de quien nunca falta a misa, pero afirma que en el templo no hace otra cosa que luchar contra el sueño, y se complace en hablar de lo desafinado que es el cura cuando canta.

Tal vez sí existan quienes de verdad acuden con entusiasmo y fervor a ver los héroes de Marvel o DC. Son los alumnos que en serio leen los textos para la clase y hacen resúmenes, o los fieles católicos que conocen a fondo los ritos, se saben los cantos y leen la Biblia. En el caso de las películas, son los lectores de cómics y comentaristas de internet. Sofisticados individuos que quieren ver en pantalla lo que han aprendido en años de paciente vagancia, entregados al coleccionismo y la datofagia. Son como científicos que observan un experimento y cualquier cosa que se salga de sus expectativas es un error. Son un público exigente que evalúa la cinta con aire profesoral, atentos a cada detalle. El problema es que no hay espacio para disfrutar los valores de la obra, más allá de la comparación con algún modelo, sobre todo literario, pero tampoco para la interpretación del sentido de la película de acuerdo a sus propias características. Cualquier búsqueda de sentido está prohibida, pues todas las respuestas están dadas en los legendarios textos sagrados de las historietas.

Así pues, unos van a ver superhéroes como parte de un destartalado ritual de sociabilidad, y otros van como expertos peritos, empeñados en juzgar la fineza de una determinada producción de acuerdo a muy precisos estándares. Los réprobos y los ignorantes no son bienvenidos a la exhibición de una cinta de Marvel o DC.

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Porno metafísico: El hombre duplicado

El hombre duplicado (Enemy, Denis Villeneuve, 2013)

El título en español de esta película es engañoso. Un espectador crédulo podría imaginar que se trata de una historia sobre la clonación o cualquier rollo parecido de ciencia ficción. El título original, Enemy (enemigo), podría hacer pensar en una cinta de acción, como por ejemplo la famosa Contra/Cara (Face/Off, John Woo, 1997) con John Travolta y Nicolas Cage, intercambiando rostros y roles, además de muchos balazos. Pero nada de esto, El hombre duplicado más que la emoción de las peleas o el impacto del futurismo cientificista, lo que propone es un reto para aficionados a resolver enigmas. La película protagonizada por Jake Gyllenhaal pertenece a un género que podría denominarse drama filosófico. Algo que define este tipo de obras es que los personajes carecen de individualidad y son más bien fichas en un juego. Los protagonistas de El hombre duplicado son parientes del “gato de Schrödinger” y del “asno de Buridán”. Están más cerca de las figuras geométricas y del número π que de seres de carne y hueso, y aún de personajes ficticios como Ulises o Don Quijote. Del mismo modo que no nos interesa saber de qué color era el gato del experimento, tampoco es relevante la historia personal o la barba del protagonista de la cinta de Villeneuve. No es importante, aunque se mencionen la barba y otras partes del cuerpo de los personajes, porque estos supuestos seres humanos no son más que miembros en el planteamiento de una complicada ecuación filosófica que, al parecer, el público debe resolver. De ahí que resulte contradictorio que la puesta en escena sea tan llamativa estéticamente, porque la seducción visual hace perder el hilo del enredo metafísico planteado.

La ciudad de Toronto es fotografiada como una pulcra, aunque desapacible mole de concreto, sin las típicas casitas de suburbio norteamericano con jardín y porche. Solo bloques de cemento y vidrio que transmiten una frialdad aterradora, donde, curiosamente, habitan seres humanos muy atractivos y bastante candentes. Este contraste entre la sordidez del escenario y la belleza de las figuras humanas produce la extraña sensación de estar viendo un comercial de perfume. Como es sabido, un truco muy socorrido en ciertas producciones publicitarias consiste en hacer posar a modelos despampanantes con poca ropa en medio de fábricas ruinosas o bodegas vacías. Suena extraño, pero los hierros oxidados y las paredes con humedades combinan con los senos turgentes y los tacones de veinte centímetros. En resumen, los gatos y los asnos de este experimento mental titulado El hombre duplicado parecen los protagonistas de una telenovela turca o de un comercial de Dolce & Gabbana.

Quizás se trate de una película de doble propósito, como ciertas razas de ganado. Por un lado, busca que el espectador se satisfaga mientras resuelve el intrincado acertijo del pobre señor que se encuentra a otro exactamente igual a él, pero no tan buena gente, con todos los problemas lógicos y sicológicos que se crean; mientras que, por otro lado, el público puede deleitarse con el más humilde placer de contemplar a gente bonita y sensual, con cuerpos bastante “normativos”, como se dice hoy en día, que a veces se ponen cariñosos, aunque se incluye el fetiche de la embarazada, que puede que no sea del agrado de algunas personas. De ahí que se logren dos objetivos, de una parte, se promueve la masturbación propiamente dicha, a partir de la gracia natural de los actores, pero además se busca que el espectador se restriegue el cerebro resolviendo el rompecabezas de la trama, con sus giros inesperados y sus imágenes extrañas, lo cual equivale a lo que vulgarmente se llama masturbación mental. Así que probablemente el nombre del género al que pertenece El hombre duplicado no sea el de drama filosófico, sino más bien porno metafísico.

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Blow-up

Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966)

El fotógrafo protagonista es un tirano melancólico –como suelen serlo- cuando está en su estudio rodeado de modelos suplicantes y ayudantes serviles. Tiene un dominio técnico y carismático a la vez sobre su entorno. El amanerado desorden de su casa-taller es un paisaje que domina como un señor feudal.

Sin embargo, fuera del estudio se convierte en una especie de viajero perdido en una ciudad desconocida. Aunque no es diferente, en apariencia, a los demás, parece un visitante de otro mundo. Quiere imponer su autoridad con su mirada desdeñosa y su voz grave, pero el resultado es casi siempre desconcertante. Es curioso lo tímido que es con las mujeres en el mundo exterior. El macho dominador da paso al acomplejado colegial. Ni siquiera el dependiente de un negocio de antigüedades o el mesero de un bar lo tratan con respeto. Su jefe lo trata con indiferencia. No es que sufra graves percances, lo que sucede es que su única posición posible es la de observador. Cualquier intervención que realice resulta incómoda para los presentes, pero sobre todo para los espectadores.

Cuando toma las fotos en el parque de una pareja que parece estar actuando de manera demasiado cariñosa, y la mujer en cuestión va a recamarle los rollos, parece un momento más de incomodidad en la vida del fotógrafo. Luego va a su estudio –fortaleza de superioridad- y descubre algo sospechoso en las fotos. En el estudio es un dios que todo lo ve. Sin embargo, cuando trata de llevar esa información al exterior, sus acciones vuelven a ser torpes y carentes de efectividad. Este pobre hombre debería quedarse encerrado en su taller para siempre. Aunque sea un tirano en sus dominios, su desamparo es excesivo en el mundo exterior. Lo irónico es que su impotencia resulta conmovedora, a pesar de ser un sujeto repelente.

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El macho y el problema de la imaginación

Tener una imagen del mundo y de sí mismo es propio de los seres humanos. Tenemos ideas como tenemos órganos, y de estos como de aquellos no podemos prescindir si queremos seguir vivos, sobre todo para actuar con alguna soltura en el mundo. Es como si dijéramos que un pobre ser, además de cargar con el peso acumulado a lo largo de los años de sus propias carnes, tiene que echarse al hombro las ideas que sobre él y todo lo demás se ha formado en el transcurso de su vida. De este fardo de fantasías va sacando lo que necesita para sostenerse en la existencia, como si fuera un almacén de provisiones o un arsenal. Aunque no todo lo que guarda sea útil y quizás en algún momento de desespero desearía tirar a la basura más de una idea que no sirve, pero sí estorba. Pero todo, lo bueno y lo defectuoso, pesa enormemente, y no hay manera de liberarse de la carga imaginaria, pues es un esqueleto y una musculatura tan necesarias como las del cuerpo.

La importancia de la imaginación en la existencia se puede ver con evidencia en las relaciones interpersonales. Tener fantasías en común es lo que une a los hombres a un nivel íntimo. Dos individuos pueden estar cerca día y noche, y aun compartir intereses y, sin embargo, carecer de verdaderos lazos de unión. Si dos son aficionados al futbol con igual pasión, lo cual quiere decir que se imaginan que su vida depende del resultado de un partido, estarán unidos por una cadena fortísima hecha de las comunes ilusiones. En cambio, puede que dos miembros de una familia se hayan criado juntos y, sin embargo, sostener una relación meramente oficial, unidos por intereses, podría decirse, únicamente políticos: sentido de la responsabilidad, agradecimiento o, en última instancia, la necesidad económica.

Por otra parte, las más grandes enemistades se generan por efecto de la inoportuna imaginación de agravios recibidos. Los problemas reales son más susceptibles de resolverse apelando a la razón, o simplemente por la acción sanadora del tiempo. Pero el insulto producto de la fantasía del agraviado se niega a borrarse de la mente, precisamente por ser obra del propio ofendido. Cuida y cultiva la maldad que cree haber padecido como si fuera una planta de su jardín.

En verdad, se podría decir mucho de los efectos de la imaginación en la vida, buenos y malos. Se dice, por ejemplo, que la imaginación es la base de la actividad literaria, lo que hace que algunos poetas vivan en otro mundo, alejados de la realidad. Es posible que tal cosa sea una leyenda, probablemente alentada por algunos poetas. Quizás no sea cierto que la principal cualidad de los poetas es una imaginación poderosa. La poesía es una actividad que tiene una dimensión técnica, digamos que artesanal, muy importante, además de un componente de estudio y lectura, que hace que la imaginación sea más bien un insumo, entre otros, para la producción literaria. Pero este es un tema complicado. Mejor dejarlo de lado y observar un tipo humano en el que la imaginación sí es predominante, sí es el elemento central. Este espécimen, esclavo de su fantasía, es el macho. Y esto aun en los aspectos más cotidianos de su existencia.

Ninguna ley escrita en un código le dice al macho que él es el guardián de las mujeres de su entorno, o incluso de todas las mujeres. Pero él vive en la fantasía de ser inspector de las hembras, y cree que la naturaleza le ha dado esta misión, lo mismo que le dio testículos y barba. La actitud agresiva y controladora de los machos con las mujeres no se debe a que sean misóginos. No es el odio lo que los mueve. La verdadera razón está en que han cosido para sí un traje de héroe protector, tan pegado al propio cuerpo que es casi una piel. Este papel de defensor es tan importante que supera incluso al deseo sexual. Quizás el macho sea en realidad más bien frío, y en todo caso su comportamiento posesivo incluye también a hombres, por ejemplo sus propios padres. Quizás no se ve a sí mismo como una figura violenta, como un gendarme o un soldado. Es probable que su autoimagen sea la de un ángel guardián, con sus alas blancas y tez sonrosada.

Pero no solo el papel de guardia perpetuo y obsesivo mantiene ocupada la mente del macho. El macho es también un competidor, que ve un retador en cuantas personas se encuentra. Todos serán sus enemigos. La vida es un brumoso campo de batalla donde solo logra ver las lanzas amenazantes sin ningún rostro humano detrás. Parece un despropósito hablar en términos épicos o legendarios acerca de un tipo tan vulgar como el macho, pero es en este mundo de figurones fantásticos, lleno de ángeles y guerreros donde vive en verdad el pobre hombre.

Estas imágenes que crea en su mente son lo más preciado para él. Siempre que encontremos un macho lo veremos amar u odiar con furor ciertas cosas. En principio juzgaríamos que los objetos de sus sentimientos son realidades. Nada de esto. El macho gasta su caudal sentimental en puras creaciones de su fantasía. Tal vez todo el problema del machismo sea una enfermedad de la imaginación. Una especie de relación poco higiénica con ciertas creaciones de la mente. Puede que tales absurdos fantásticos sean inevitables, pues son fabricados por el cerebro machista con materiales extraídos del medio social, pero al menos pueden ponerse a una respetable distancia que permita verlos separados de los objetos reales. De ahí que sea la disciplina realista la única que puede salvar al macho. El combate al machismo no debe darse en el terreno moral sino en el filosófico. Si pudiera tomar conciencia de los límites de su cuerpo, por ejemplo de sus limitadas capacidades físicas e intelectuales, se detendría un momento antes de asumir como ciertas las creaciones de su mente machista. En últimas, la situación del macho y de su salvación es un problema ontológico: qué es y qué no es.

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Un error

Uno de los pecados veniales más tontos, o si se quiere, de los errores más disculpables que puede alguien cometer, es volver a ver una gran película después de muchos años. Parece una inocuidad, pero tiene consecuencias lamentables en la vida del aficionado. No tiene caso citar ejemplos de filmes específicos, pues se suscitarían las inevitables controversias acerca de si tal obra es tan importante como dicen o es un bodrio sobrevalorado. Que cada quien ponga el título que prefiera. El punto es que el nuevo visionado de la antigua película, que recordamos como una sensación agradable, aunque hayamos olvidado gran parte del argumento y apenas si vislumbramos alguna imagen, quizás más que nada por el bombardeo de fotogramas, clips y  carteles que traen las redes sociales; digo que volver a ver la tal obra nos deja un extraño malestar, que proviene, cosa rara, de que la encontramos magnífica. El problema no es con la gran película, el problema es con las otras, especialmente con las nuevas. La riqueza de la obra revisitada nos hace caer en cuenta de la pobreza del resto. Y no podemos caer en la obviedad de pensar que la solución es ver únicamente películas viejas. A la larga se convertirían en vomitivos. El problema es muy hondo y exige un remedio radical. La solución es dejar de ver cualquier tipo de películas. Abstenerse hasta de los videos musicales de YouTube. Renunciar como un penitente a la pecaminosa vida de cinéfilo y aun de vulgar espectador ocasional. Solo quedará el recuerdo de algunas películas y se evitará la pena de la mayoría.

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Filología y analfabetismo

La lectura filológica de un texto es una invitación al analfabetismo. Cierto día leemos una investigación alrededor de una obra que trata de explicar cómo se construyó y por qué: qué estrategias retóricas utiliza para lograr lo que supuestamente se propone, qué recursos, qué descubrimientos formales, qué fuentes o influencias se encuentran en el texto en cuestión; o bien, quién lo escribió, contra quién, a favor de quién, dirigido a quién. Ahí es cuando descubrimos cómo se debe leer correctamente una obra. El resultado de tan detallado trabajo deja al descubierto lo inadecuados que somos para leer casi cualquier cosa. Tan imbécil es el que lee a un novelista o un filósofo sin haberlo estudiado al derecho y al revés, como quien cree comprender la Biblia con solo saber juntar letras en su lengua materna. Solo los expertos, que leen en hebreo y en griego, pueden sacarle el jugo a esa colección de historias rarísimas y de doctrinas delirantes. En definitiva, leer es, para el ignorante, una conchudez. El que lee sin conocimientos especializados y profundos sobre la obra es como un niño de cinco años que bebe whiskey. El organismo no le da para eso y lo justo sería que se alejara del licor como de la peste. Sin embargo, leer solo cosas que se adapten a nuestro pobre nivel intelectual y escasa formación sería una gran desgracia. Para leer textos iguales a nosotros en mediocridad e insensatez bastan y sobran las redes sociales. Por eso quizás lo mejor sea el analfabetismo.

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Sangre sabia

Sangre sabia (Wise Blood, John Huston, 1979)

Es curioso, pero se dice que los basureros, los hierros oxidados y la madera podrida son muy fotogénicos. Los fotógrafos aficionados, y aun los profesionales, aprovechan siempre la oportunidad de sacar una instantánea cuando se encuentran con alguna casa en ruinas o un carro destartalado, y ni qué decir de una puerta vieja y rota; esto ya es una maravilla para la cámara. Instagram está lleno de tales retratos de la decadencia. En el mismo sentido, se encuentran los rostros arrugados de las pobres gentes, ya sea en las redes sociales o en los reportajes de prensa.

En la película Sangre sabia aparecen todas las cosas feas imaginables. La pobreza, la ignorancia y la mezquindad reinan sin límite. Sin embargo, no es posible ver el encanto estético que se suele atribuir a las cosas destruidas (incluidos los cuerpos humanos) cuando se fotografían o se pintan. Este amor a las ruinas y a la decadencia parece que es de origen romántico, y sin duda tiene su mérito y su importancia, pero, por lo mismo, es muy valioso, por lo arriesgado y raro, mostrar la fealdad y la pobreza con todo su carácter negativo, que es el que tienen en la realidad cotidiana. Un buque abandonado, oxidándose en una playa, lleno de porquerías de origen orgánico o químico, funciona muy bien como parte de una escenografía apocalíptica, pero es una desgracia para el puerto donde tristemente se encuentra varado. En plan más cotidiano, un viejo televisor, gordo y pesado, que ni siquiera enciende, es un estorbo, un contenedor de polvo, y hasta un peligro, si a alguien le cae en un pie, aunque se vería de maravilla en una publicación de Instagram, si a la foto se agrega un desteñido cuadro de un santo y un gato que duerme encima del aparato.

En esta decisión de mostrar lo feo, tal y como se presenta en la vida de todos los días, es donde quizás está el secreto de esta película tan extraña, tan difícil de interpretar, si se atiende solo a sus personajes, individuos irracionales, sujetos de comportamientos extremos, siempre negativos, que fluctúan entre la locura, la tontería y la maldad. Todo en un contexto movedizo entre la charlatanería y el fanatismo religioso. La historia sigue a un veterano de guerra convertido en predicador del ateísmo, que luego se transforma en el más triste y patético asceta imaginable. Pero no es en la desventurada trayectoria de este hombrecito y sus acompañantes donde aparece la esencia religiosa, específicamente cristiana de la película. Es en la vulgaridad y miseria del escenario en que viven. Pues en ese mundo de ciudad provinciana fea, triste, y sobre todo pobre, no parece haber más salida que la que promete Dios. Uno se puede sentir tentado a gritarles a los personajes que cambien la dirección de su vida, que intenten un camino más razonable, pero la verdad es que no se ve cómo podrían hacerlo. En esa tierra que parece el infierno (el infierno de la vulgaridad cotidiana) contemplamos a sus delirantes habitantes con espanto, pero sin poder juzgarlos. No hay esperanza aquí abajo, pues todo está mal, lo mismo personas que cosas. Solo en Dios hay salvación. Aunque, en la película, Dios tampoco se vea en el horizonte.

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El llanto del macho

Se oye decir que los machos y machistas sufren por no poder expresar sus sentimientos. Su frialdad y dureza se vuelven contra ellos. El macho se guarda el malestar y esta acumulación de miseria se infecta en el interior del pobre hombre. Si no callara sus conflictos y dejara correr las lágrimas, el macho ganaría en bienestar y pondría en cuestión su retorcida actitud dominadora y cruel. Vería que igual que él los demás también sufren, y adquiriría la virtud de la empatía, fundamental en una justa convivencia humana. Sin embargo, todo este razonamiento parte del error de creer que el macho real no es llorón.

Toda dominación se ejerce sobre el cuerpo y desde el cuerpo. Dentro de los elementos corporales más agresivos, y por ello más útiles como armas, están los fluidos. La sangre es la primera en violencia. Ya sea para amenazar con hacerla correr o para exhibirla y causar impresión. Pero las lágrimas también tienen lo suyo como munición. El macho sabe usar el llanto para hacer valer su voluntad. No solo los niños utilizan este arsenal líquido para ganar posiciones. Al hombre chillón hay que prestarle atención, y la verdad de su opinión está demostrada de modo irrefutable por los ojos rojizos a causa de la sal de las lágrimas. La idea de que los machos no lloran es un cliché cinematográfico, propagado por duros de Hollywood como Charles Bronson y Clint Eastwood. Pero el macho inexpresivo en todo momento es tan fantasioso como el arma cuyas balas son infinitas o como lo automóviles que siempre explotan al chocar. En realidad, la exhibición o no de los sentimientos es un asunto secundario a la hora de entender el machismo. Lo decisivo es el egoísmo. El macho llora, y mucho, por lo que a él le interesa, por defender su causa. Las lágrimas son una forma de chantaje que genera conmiseración, pero también miedo. Y todo este exhibicionismo es probablemente sincero, pues para él solo importa su propia voluntad.

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El autor como milagro

Benedetta (Paul Verhoeven, 2021)

En la película Benedetta, una monja recibe los estigmas que aparecieron en el cuerpo de San Francisco de Asís. En la piadosa mujer se reproducen las heridas que sufrió Jesucristo durante la pasión. Algunos dudan de la autenticidad de tal milagro y creen que se trata de un astuto simulacro para ganar reconocimiento y poder. Sin embargo, otros consideran que, reales o falsos, los estigmas de sor Benedetta son útiles para atraer peregrinos y, por tanto, dinero. Esta búsqueda de santos, la pasión por la santidad, ya sea por fe, novelería o interés, es muy parecida a la obsesión de los medios, las redes, y algunos espectadores, con la figura del autor cinematográfico.

El común denominador entre quienes alaban la última película de Paul Verhoeven es celebrar el reverdecimiento creativo en plena vejez de un misterioso autor despreciado en el pasado por realizar películas de género en Hollywood. Descubrimos que este viejo director holandés que hizo su fortuna en California vuelve al viejo mundo para darle un revolcón al aburrido cine europeo. Lo hace con una historia de monjas cachondas, anticlericalismo, ambiente de época, con caballos y disfraces a todo dar, y autoparodia. Si en el pasado hizo sus obras al modo de thrillers eróticos noventeros (Basic Instinct, 1992) y robots justicieros ochenteros (RoboCop, 1987), injustamente despreciadas, ahora realiza telefilmes de tema histórico con toques ideológicos muy en onda, salvo que ahora sí será recompensado. La crítica reconoce sus méritos presentes y corrige los errores al juzgar su obra en el pasado.

La pregunta interesante es por qué es tan necesario que existan autores cinematográficos. Genios que impregnan con su alma cada plano. Todo ese rollo autoral tiene mucho de fantasioso, tanto como los estigmas de Benedetta. A una parte del público, como a muchos críticos, periodistas y publicistas les encanta hacer aparecer estos seres sobrenaturales llamados autores, más si son malditos o marginados o poco apreciados en el pasado. Toda esa tramoya romántica del genio mártir sirve para hacer crecer sus figuras ante el devoto creyente en la “magia” del arte cinematográfico, y por ese medio aumentar el valor de obritas irregulares y olvidables, que se venden como extraños testamentos de almas torturadas.

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El misterio de Soho

El misterio de Soho (Last Night in Soho, Edgar Wright, 2021)

Varios comentaristas han mencionado las referencias a Polanski en El misterio de Soho. Puede ser que un experto en el cine del director polaco sea capaz de encontrar muchas referencias a Repulsión (Repulsion, 1965) o a El bebé de Rosemary (Rosemary´s Baby, 1968), por ejemplo. En lo que sí no hay mayor similitud es en el espíritu de la película de Edgar Wright y el de las obras de Polanski. En el cine de Roman Polanski el mal está siempre presente aunque no se vea en la superficie. Es como si a través de  la fresca apariencia de la fruta se entreviera el gusano que carcome el interior. En cambio, en El misterio de Soho el bien y el mal están siempre separados. Los castigos y los premios terminan por repartirse con justicia, aunque sea tarde, y la salvación aparece, al final, a la vuelta de la esquina de la peor de las desventuras. Quizás por esto, un drama con tintes sobrenaturales centrado en la explotación sexual acaba por ser una especie de cinta juvenil sobre el amanecer de la vida adulta. La gracia de las coreografías, los decorados característicos de la Londres bohemia y la simpatía de los intérpretes hacen que valga la pena ver esta película, aunque el intento de hacer un drama tétrico hace que se extrañe la vena cómica del director.

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La nueva Torre de Babel

La crítica más común a los contenidos de las redes sociales es que son repetitivos. Se trata de productos tales como memes, videos de trends o las fotos hechas con la misma pose y la misma luz, y hasta en los mismos lugares. En muchos casos el ejercicio consiste en hacer exactamente lo mismo, con la única variación del ejecutante. No solo se denigra el contenido sino la intención con que se realiza: conseguir seguidores, tener éxito. Por tanto, los pecados de las redes sociales son el convencionalismo y el afán desmedido de fama. El “creador de contenido” quiere complacer al mayor número y para lograrlo tiene que reproducir el mismo tipo de imágenes, videos y textos. Este desgraciado mundo masificado y uniformado sería consecuencia del desarrollo de internet, y sobre todo de la mala fe de los dueños globales de la red. Puede ser que todo esto sea verdad, pero también es cierto que internet únicamente ha generalizado lo que ya era habitual en la literatura y las artes en épocas pasadas. Hoy en día todos podemos ser “creadores”, mientras en el pasado solo los artistas y los llamados “hombres de letras” recibían este extraño título de resonancias teológicas. Sin embargo, los mismos vicios que se achacan hoy a los fabricantes de posts en internet, esto es, acartonamiento y deseo de complacer a la mayoría, se encontraban ya a finales del siglo XIX, y puede que en otras épocas. Basta recordar lo que decía Baldomero Sanín Cano en un artículo de 1888 sobre la poesía del presidente y literato Rafael Núñez: “Para los hombres de letras, son los lugares comunes las gradas de la popularidad”. Frase muy expresiva que se puede usar hoy, con solo cambiar “hombres de letras” por el más genérico “creadores de contenido”. Lo que sí ha hecho internet es llevar la uniformidad a escala planetaria, porque la diferencia de las lenguas ya no es un limitante. Las lenguas siguen existiendo, pero se han hecho irrelevantes. Todo el mundo produce y comparte las mismas fotos y videos desde Camboya hasta Alaska, como si toda la humanidad hablara el mismo idioma y viviéramos antes de la confusión de la Torre de Babel.

“Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad”.

Ahora podremos terminar la obra interrumpida y culminar por fin la torre que llegue hasta el cielo. Después habrá tiempo para averiguar para qué sirve semejante cosa.

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El juego de la culpa

El contador de cartas (The Card Counter, Paul Schrader, 2021)

Como en First Reformed (Paul Schrader, 2017) o en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), ambas con guion de Schrader, el protagonista de El contador de cartas es un alma en pena que busca purgar su pecado para escapar al cielo, o a donde sea. El jugador profesional de póker vaga de casino en casino para desplumar a viciosos o a incautos de cualquier clase. Evita los grandes torneos que convierten en estrellas a los ganadores en este extraño deporte donde se vacían las botellas y se llenan las barrigas. Nuestro hombre solo quiere sobrevivir. Solo necesita el dinero suficiente para sostener su vida nómada, sin contactos personales y llena de silencio y hábitos extraños. Pero no se trata de un demente. La regularidad ritual de su existencia hace parte de una especie de peregrinación en busca de salvación. Como un devoto que cumple su promesa al santo, se mueve entre vulgares cuartos de hotel, que somete a una peculiar redecoración, y registra sus reflexiones en un diario, como en un examen espiritual que, sin embargo, no conduce a nada. Este ir y venir repetitivo, entre ambientes fríos y tristes, es seductor, a pesar de todo, porque es similar al funcionamiento de una máquina, o mejor, de una línea de ensamblaje. Quién no se ha entretenido observando la eficiencia y la precisión de un grupo de aparatos alineados, que casi por arte de magia, convierten una materia cualquiera en un producto terminado. Es la gélida belleza del maquinismo lo que admiramos en este jugador profesional de póker, como podría ser con cualquier otra persona que realiza alguna actividad con rigurosidad y decoro. Lo malo es que el espejismo de limpieza ritual se desvanece cuando se descubre el origen de la culpa del personaje. Es un exmilitar acusado de torturas en Irak que pasó varios años en la cárcel. Y la cosa se complica por el encuentro con el hijo traumado de otro soldado, también condenado por los mismos crímenes, que lo obliga a cambiar su rutina y embarcarse en una montaña rusa de acontecimientos que lo harán abandonar la higiene de su estilo de vida. Encontrará alegría y contento, pero también se enfrentará en sentido real y simbólico con su pasado, lo cual no resulta tan bueno como parece.

Aquí está el problema de la película. Al meter el tema de los crímenes de Estados Unidos en la “guerra contra el terrorismo” la cinta se colorea de política, pero lo hace de un modo un tanto panfletario y simplista. El enredo moral y psicológico del protagonista se ve de repente enmarcado en un lío jurídico y político de talla global. La realidad de las crueldades de la guerra se presenta con imágenes de archivo o con unas tomas filmadas con lentes deformantes. El cambio estético resulta chocante, por la limpieza casi minimalista del resto del metraje. No obstante, lo peor es la superficialidad del enfoque. Frente a la mirada detallista y precisa del drama del personaje, el tratamiento del problema de la guerra es de nivel periodístico, en el mejor de los casos. Como pasaba en First Reformed, donde el sufrimiento del pastor protestante (también veterano de guerra) se mezclaba con la crisis climática, en El contador de cartas la guerra de Irak se siente como una forma de darle trascendencia política a un drama individual.

La película se salva por la exposición de la aséptica miseria del personaje. La denuncia de la injusticia se queda en una especie de condimento que quiere agregar trascendencia al plato, pero termina siendo inadecuado para la receta en su conjunto.

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Dune. Fiesta de tacaños

Duna (Dune:Part One, Denis Villeneuve, 2021)

Dune es una película donde se cuentan dos historias. Una grande y pomposa, de luchas políticas interplanetarias, llena de intrigas y misterios, pero que no vemos en la pantalla, ya que solo la adivinamos (o no) a partir de unos diálogos sosos y casi siempre incomprensibles. Y otra pequeña, compuesta de escenas desconectadas entre sí, aunque realizadas de modo lujoso, y no solo las de acción, sino en las que nada más charlan los personajes. Como lo que pasa en esta pequeña historia (la que vemos en verdad) solo se comprende a partir de la otra (la grande y desconocida), resulta que es imposible sentir interés por el destino de los héroes y los villanos. Nunca se llega a conocer a los personajes, que en realidad no son individuos, sino más bien títulos o cargos: el jefe, el hijo del jefe, la mujer del jefe, el jefe de todos, la bruja, el otro jefe (el de los “bárbaros”), el traidor, el esbirro N° 1, el esbirro N° 2, etc. Se entiende que con un repertorio de estereotipos así es muy difícil conectar, y el resultado es el inevitable desinterés. Y eso a pesar de todo el despliegue técnico y del cuidado de cada aspecto de la producción. Dune es convencionalismo estilo Hollywood, pero bañado en oro; algo así como Kubrick, al menos en algunas de sus películas.

Quizás haya que conocer la historia del universo de Dune para disfrutar, o al menos entender, la película de Villeneuve (leer el libro, o encontrar un sabio que nos lo resuma y comente). Pero, entonces, el filme se parecería a una de esas fiestas a las que hay que llegar borracho y lleno, porque los anfitriones o son muy pobres o muy tacaños, o ambas cosas, para atender culinaria y etílicamente a los invitados. Puede que inclusive todo el mundo se vista elegante, y que cuelguen papelitos brillantes para adornar el salón de la quinceañera o del matrimonio en cuestión. Pero al final, los asistentes tendrán que salir a buscar verdadera parranda en cualquier garito, aunque huela a orines y los virus también hagan fiesta.

Mítico aburrimiento

Frankenstein (Guillermo del Toro, 2025)

Este Frankenstein es una de esas obras que se supone que tienen muchos elementos para el análisis y la polémica. Problemas históricos, religiosos, morales, y por supuesto, literarios y cinematográficos, se encuentran en esta película de un modo abundante. Es verdadero pasto para analistas. Y, sin embargo, francamente, yo no encuentro nada para decir. Lo único que podría hacer sería encomiar el vestuario y el diseño de algunos objetos, pero este es un asunto en el que soy completamente ignorante, y por tanto, insensible. Para mí, esta cinta es un desfile de modas. Solo que debido a mi incompetencia en indumentaria y textiles, un desfile de modas es lo más parecido al desfile de ovejas del insomne, aunque las ovejas midan un metro ochenta y usen tacones.

Guillermo del Toro siempre ha sido un gran diseñador de muñecos, si es que de verdad es él quien los diseña. Alguien que sabía del tema (dibujo, escultura, etc.), me dijo una vez que él se había aguantado El Laberinto del Fauno (2006) solo porque soñaba con comprar el muñeco coleccionable del tal fauno. Supongo que lo mismo se podrá decir del monstruo acuático de La forma del agua (The Shape of Water, 2017). En todo caso, si no es en este aspecto del diseño de figuras tridimensionales con movimiento incorporado, dudo mucho que el cine de Guillermo del Toro se destaque del resto. El convencionalismo de la narración, de los personajes, y sobre todo de la producción, en cuanto a cámara, montaje, y también de las actuaciones, hace que el prestigio de del Toro me parezca excesivo.

Un ejemplo es el tono de las actuaciones en este Frankenstein. Los intérpretes recitan sus anticuadas líneas como si estuvieran en una parodia de una película vieja. De ahí la frialdad de una historia tan dramática, tan dura, tan llena de resonancias religiosas y míticas.

Porque es válida la pregunta: ¿Es esto la nueva exploración de un mito, a la vez antiguo y moderno, o es una chupada más a la teta de unos personajes y una historia archiconocidos? O dicho de otra manera: La misma perra con distinta guasca.

Anora. Jesucristo es un portero de discoteca

Anora (Sean Baker, 2024)

La escena final le da sentido a toda la película, lo cual no siempre sucede, ya sea en el cine o en la literatura. En el caso de Anora, la importancia decisiva del desenlace, de la conclusión de la historia, se debe a que toda la cinta es una fábula, o sería mejor decir, una parábola, porque los protagonistas no son animales parlantes, y, además, el asunto es serio y dramático, sobre todo en el final. Es un relato evangélico en el que Jesucristo redime a la pecadora con un gesto, así como en otros momentos curó ciegos con solo tocarlos. Un humilde acto de generosidad convierte a la joven prostituta, una especie de juguete roto del sistema, en una persona valiosa, al menos a ojos del esbirro mafioso con pinta de portero de discoteca. Es cierto que la escena incluye un incómodo acto sexual que termina entre lágrimas, lo cual no parece muy evangélico, pero se trata de un evangelio apócrifo, y no es necesario que el salvador sea casto. No recuerdo en cuál texto apócrifo cristiano, hay una escena donde alguien intenta revisar las partes íntimas de la madre del Señor para comprobar si de verdad sigue siendo virgen, y como castigo por su incredulidad e impertinencia, se le quema la mano cuando trataba de revisar la sagrada vagina. Esto para que se vea que historias un tanto subidas de tono, también hacen parte de la tradición acerca de la redención cristiana.

Igual este momento final es el único verdaderamente dramático y un poco difícil de ver, en el sentido emocional, y el efecto está muy bien conseguido, con la pareja abrazada dentro del carro cubierto de nieve. Porque el resto de la película tiene un tono extremadamente ligero, con escenas de comedia disparatada, que a veces son chistosas y otras no tanto, y sobre todo con mucha rumba, como si dijéramos, sexo, drogas y música electrónica y pop del más corriente, porque son veinteañeros, que probablemente creen que el rock and roll es para ancianos.

La parábola es muy sencilla: un joven, hijo de un millonario ruso, contrata a una prostituta neoyorkina (Anora) y termina encaprichándose con ella. En un momento dado le pide matrimonio y la parejita se casa en Las Vegas. Cuando la familia se entera del suceso, comienza una loca carrera de sandeces para anular la unión y para hacer retornar al sinvergüenza a su patria. La chica se había ilusionado con el súbito cambio de vida, de cuento de hadas, para luego ser desechada por todos, incluido el temporal esposo. Solo un guardaespaldas de la familia rusa parece tener compasión por la muchacha, que, sin embargo, no expresa más que desprecio por él, por ser parte de la banda que arruinó su felicidad monetaria, y por ser un hombre pobre y sin poder. Al final, es este gorila el que redime a la adúltera apedreada, al mirarla con generosidad y respeto.

Estéticamente, es muy difícil juzgar historias de este tipo, porque de lo que se trata es del mensaje, de la moraleja que se quiere enseñar. Aparte de la excelente escena final y, en general, de la actuación de la protagonista, Anora es una cinta excesivamente directa, simple, sin misterio, como parábola que es, y que por lo mismo, cansa un poco, ya que no es en sí misma un espectáculo muy interesante.

Folclor cinéfilo

Nosferatu (Robert Eggers, 2024)

Nosferatu no pertenece al folclor de Rumania o de ningún otro país, por muy gótico o exótico que sea. El único lugar donde existe este personaje es en la tradición del pálido y hediondo pueblo cinéfilo. También es una tradición literaria, pero hay que decir que en cuanto a vampiros, el cine manda sobre la literatura. No es en viejas canciones de aldeanos maniáticos, o en empolvados manuscritos escritos en lenguas muertas donde hay que buscar pruebas de la existencia del monstruo, ni siquiera hay que ir a cinematecas o archivos, basta con acceder a YouTube, para encontrar, no solo al Nosferatu de 1922 (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau), sino a otras de las numerosas versiones del chupasangre aristocrático. El vampiro es folclor de internet, más que cualquier otra cosa.

De ahí que la película de Eggers sea una revisión del mito de Drácula, pero, entendiendo que se trata de un mito cinematográfico. Y hay que decir que la cinta es conservadora respecto a esta religión de luces, cámara y crispetas, tanto que el público fiel ha acudido a al ritual consumista en números importantes. Por eso, las discusiones sobre la cinta actual se reducen, en muchos casos, a pelear acerca de si el bigote del conde es adecuado, o, para seguir con los pelos, si tiene sentido que el vampiro tenga sus partes privadas depiladas, cual actor porno. Se ha mencionado el cambio en la personalidad de la protagonista, que de ser una doncella indefensa, pasa a convertirse en una especie de médium, que con sus deseos impuros atrae al monstruo, y de este modo, hace caer la muerte sobre sus amigos y sobre toda la ciudad. También se alaba el histrionismo de Lily-Rose Depp, con su gran capacidad para contorsionar cuerpo y cara, lo cual es verdad, y, curiosamente, en la versión de 1979 de Herzog (Nosferatu: Phantom der Nacht), Klaus Kinski también se revolcaba en el piso a la hora de morir, como si fuera un adicto con síndrome de abstinencia, y era bueno verlo, porque Kinski tenía habilidades para ese tipo de actuación, lo mismo que la joven actriz contemporánea. Pero es una admiración por el trabajo del actor, no por el personaje en sí mismo. La joven Hellen no deja de ser una figura plana, inofensiva para el espectador, como una muñequita de porcelana, así como el Drácula de Kinski no era más que una máscara de Halloween, porque el personaje sigue siendo únicamente una pieza que sirve para que la máquina narrativa avance. Esta narración consiste en que una fuerza diabólica enterrada en un lugar oscuro y remoto, de repente surge para destruir todo a su paso, hasta que dicho poder infernal es a su vez derrotado. Se necesitaba un elemento que despertara al destructor (la muchacha), otro que sirviera de enlace (el marido de la muchacha), otro que diera luz sobre el cómo derrotar al mal (el científico-brujo), y así todos los demás. Se supone que los personajes de una historia cumplen funciones narrativas, pero, también, se espera que sean valiosos en sí mismos, que tengan interés, más allá de su lugar en el juego de la trama. Esta película avanza muy rápido, por fortuna, pero de ese modo no podemos conocer a nadie, si es que de verdad hay alguien a quien conocer. Por eso las muertes no importan. La historia tiene que avanzar y sobre todo tiene que concluir. Es a lo que vinimos; a que nos cuenten un cuento, y si tiene imágenes bacanas, mucho mejor. Hasta los aldeanos piojosos son bonitos, como pastorcitos de pesebre navideño.

La bruja (2015), del mismo director,es una película de fantasía, donde aparece nada menos que el mismísimo Diablo, pero es también una agobiante obra realista. La trascendencia demoniaca de la protagonista, al final, tiene mucho sentido y es más impactante, porque la desesperación de la joven abandonada y en la absoluta miseria es totalmente comprensible. Nosferatu se ve con facilidad, sin agobio, y, creo yo, se olvidará fácilmente también.

Cien años de soledad de Netflix

Parece que la serie de Netflix basada en Cien años de soledad quiere ser una traducción realista de la obra. No es una mala idea, porque la novela tiene un fondo realista; es una crónica familiar donde los personajes sufren los embates de la historia. Claro que la fuerte voz del narrador hace que este realismo se convierta en otra cosa, pero no deja de estar presente, como tampoco faltan ni el sexo ni la violencia, que tampoco vienen mal para cualquier formato audiovisual de entretenimiento. En este sentido, recuerdo que una persona, no muy leída, pero con buen ojo para ciertas cosas, me dijo que entendía el éxito de la obra de García Márquez: “Es como Game of Thrones. Violencia, política y sobre todo sexo, incluido el incestuoso”. Algo de cierto hay en esta apreciación, aunque por supuesto, la obra no es solo eso, y más que nada, es la imperante y magnífica voz del narrador. Pero bueno, por lo que he visto, el realismo de la adaptación, que sacrifica un tanto el tono mítico, no se lleva a fondo. Solamente un detalle. Muy al comienzo del primer episodio, una voz en off nos cuenta que José Arcadio y Úrsula eran primos pero estaban enamorados y se querían casar, a pesar de la oposición de los padres de ella, que temían que los niños producto de esa unión salieran deformes. Muy bien, una historia que podría haber sucedido en un pueblo de Colombia en el siglo XIX. Pero el problema es que nos muestran a la joven pareja besuqueándose en público, con los padres de la muchacha observando, en medio de una fiesta popular, alumbrada por antorchas, como si fueran unos noviecitos de hoy en día. Por qué no pusieron reguetón de una vez. No recuerdo besitos en la calle en el libro, pero la tentación del convencionalismo es muy fuerte en una serie de Netflix, y la convención de toda la vida para mostrar el amor juvenil es el beso con lengua en el baile de graduación. Esto es “Macondo High School”.

«El extranjero» es una película

El extranjero (Lo straniero, L’Étranger, Luchino Visconti, 1967)

Se suele hablar de las adaptaciones de libros famosos como si se tratara de homenajes. Se dice que la película “respeta”, o no, la obra original. Como si la obra fuera un testamento dictado por un moribundo, o más bien un “nuevo testamento”, la palabra divina por excelencia. No creo que esta idea de que una adaptación cinematográfica debe ser fiel al material literario aguante mayor análisis.

Una de las razones por las que las películas bíblicas son tan insulsas es porque los realizadores creen que deben respetar la palabra de Dios. ¿Acaso Dios tiene una viuda maniática que quiere defender a toda costa la integridad de la obra de su difunto marido?

Curiosamente, la película El extranjero de Visconti sigue casi al pie de la letra el libro de Camus, pero esto se debe a que es un texto tan escueto, tan escaso en hechos, que casi es un guion en sí mismo. Lo único que ha cambiado es que se han convertido en diálogos algunos pasajes del discurso del narrador. Sin embargo, no creo que esta película viva únicamente del prestigio de la novela. Hay valores cinematográficos, referentes sobre todo a la ambientación, que causan gran impresión, con su lujosa exposición de la pobreza. Por ejemplo, el detalle de las cacerolas desgastadas y quemadas donde cocina el protagonista, o la asfixiante humareda de los fogones del restaurante donde almuerza con su amigo, el crápula.

La fotografía también produce efectos interesantes. Por un lado, la ciudad y la playa, siempre con un sol agobiante, y luego la oscuridad del velorio de la madre del protagonista, con los ancianos adormilados. O también el vecino, dueño de un perro sarnoso, que cuenta su drama con el animal en medio de la oscuridad del pasillo del edificio, donde se ve que él también tiene la cara manchada por alguna enfermedad de la piel.

El hecho de que el libro de Camus tenga estatus de mito, no se sabe si literario o escolar, pues es un libro de lectura adolescente, con o sin orientación del profesor de lengua castellana, hace que cada quien tenga su película en la cabeza y además tenga una posición sobre el personaje, sobre si merecía morir, o no, por su frialdad y supuesta falta de empatía, o por carecer de valores y vivir una vida centrada en los sentidos y no en la moral. Todos debates de club de lectura que no deberían impedir ver la película por sí misma, con sus propios méritos y defectos. El recuerdo colegial de la lectura de El extranjero de Camus no debería interferir en la visión de la película de Visconti.

Extraña comedia

Buffalo´66 (Vincent Gallo, 1998)

Buffalo´66 es una cinta pálida por los colores de la fotografía, pero también por el tono de la narración y de los personajes. Lo colorido y chillón se compensa constantemente, lo cual da como resultado una tonalidad mediana, pues no alcanza a ser tampoco totalmente oscura ni fría. En la película se parodian varios géneros populares, y es precisamente la parodia lo que hace que nunca se alcancen los peores extremos en el trágico destino de los personajes. Porque es una película de gánsteres de una artificialidad tal que es imposible sentir miedo o admiración por los personajes; es un drama familiar en el que la madre ama más al fútbol americano que a su hijo; y, como no, es una comedia romántica donde el galán es el peor novio imaginable. Todo tiene un aire al cine de David Lynch, pero sin elementos fantásticos.

Si se hace la sinopsis de esta película, es posible que quien no la haya visto crea que se trata de un melodrama espantoso, como la peor de las telenovelas. Pero quien la ve, se da cuenta desde el comienzo de que no es así. Por ejemplo, la primera secuencia: Un tipo sale de la cárcel. Nadie lo espera. El día es frío y nublado. Aguarda sentado en un banco frente a la horrible mole carcelaria. La escena no puede ser más deprimente. Sin embargo, en un momento, dice al propio guardia de la portería de la prisión, que necesita usar el baño. En un giro kafkiano, el guardia le niega la entrada. Sale a buscar un sanitario y todo está cerrado. Toma el bus, se baja en un lugar que parece ser una escuela de baile y trata de entrar al baño. Resulta que era el número uno y no el dos lo que lo agobiaba. En todo caso, tiene un altercado con un tipo que parece estar mirándolo mientras orina y tampoco puede hacerlo. Después, secuestra de una manera completamente ridícula a una de las bailarinas, para hacerla pasar por su esposa frente a sus padres, y comienza la trama propiamente dicha. Resulta que, más tarde, orina al lado de la carretera. Sin embargo, el gag de la orinada no alcanza a ser completamente cómico, no es como una película de Scary Movie o de las de Leslie Nielsen. La verdad es que es difícil no identificarse con el drama del exconvicto, o al menos con su vejiga. Y así es todo el tiempo, cuando la cosa está a punto de ponerse muy cómica, hay algo que corta la risa; y viceversa, cuando el drama se recrudece, algo hace que baje la intensidad.

Obviamente que semejantes cambios de tono conducen a la inverosimilitud, pero no se trata de un defecto. Esta película no está basada en la realidad sino en otras películas, en otras historias. La historia marco es la del presidiario que busca venganza, después de pasar años en la cárcel por un crimen que no cometió. En estas narraciones el objetivo suele ser la redención del protagonista, solo que en Buffalo´66 el camino a la salvación está tan plagado de absurdos que la apoteosis vital del personaje se reduce a la compra de unas galleticas con forma de corazón para su enamorada. Sin embargo, nada de esto es solo un chiste, y no se trata de burlarse cruelmente de los personajes.

Ojalá que esta película se viera por sus valores propios, por ejemplo, como una comedia un poco rara, pero interesante, y no solo como un cliché nostálgico de la cinefilia noventera, sobre todo porque fue protagonizada, escrita y dirigida por una estrella “indi”, Vincent Gallo. Porque Buffalo ´66 es una de esas obras que se enmarca dentro de lo que en los noventa y los primeros dos mil se llamaba “cine independiente”, un tipo de producciones que pretendían ser una alternativa estética, política y hasta económica al cine de los estudios, de grandes presupuestos y pobres ideas. Tal cine alternativo se sigue haciendo, pero ha perdido su encanto, entre otras razones, porque no ha sido tan memorable como se pensaba. El cine “indi”, al parecer, sirve, como otras empresas artísticas, sobre todo para el lavado de dólares y la evasión de impuestos.

La humanidad bárbara

Capitán Conan (Capitaine Conan, Bertrand Tavernier, 1996)

En un frente desconocido de la Primera Guerra Mundial, en Bulgaria y Rumania, el ejército francés combate una guerra de trincheras. Es una guerra estática, donde, sin embargo, todos los días hay muertos y heridos, a causa de la artillería, pero también de las acciones intrépidas de pequeños grupos de comando, que se escabullen en las líneas enemigas para causar todo el daño que puedan, por lo general, armados de cuchillos. En aquella guerra de material, donde la artillería, a grandes distancias, volatilizaba los cuerpos de los soldados, Conan y sus hombres combaten como salvajes, astutos y brutales, apuñalando al enemigo como asesinos callejeros. Estas antimodernas tácticas resultan esenciales en el éxito de las crueles operaciones. Pero estos héroes lo único que desean es irse a comer sopa a su casita, o combatir de nuevo, pero a su modo, cosa cada vez más improbable. Estas victorias son amargas, y ni los estruendosos affaires con meseras y cocineras resultan suficientes para alegrar la historia.

Es lo curioso de esta película. Es una cinta de aventuras, donde los personajes realizan más hazañas que todos los piratas y salteadores de caminos, y pelean con más brutalidad que todos los héroes griegos y romanos, así como cualquiera de los caballeros medievales, y todos los violentos aventureros del mundo, pero no se siente la euforia del triunfo ni la gloria de la victoria. Este capitán Conan podría ser Rambo, por su eficacia, así como por su falta de escrúpulos, pero sus actos no emocionan del mismo modo que los del héroe gringo. La sensación general es de estupor, atenuado por algunas risas, que nunca llegan a ser carcajadas. Las escenas de combate no son acompañadas de música dramática o épica, más bien hay cierta distancia en el modo como se presenta la violencia, sin eludir la brutalidad. A pesar de la simpatía que el guion siente por los protagonistas, la impresión general es ambigua. Toda guerra es cruel, pero esta es inhumana, hasta para los bárbaros, como el capitán Conan.

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