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Fragmentos fílmicos

Es curioso el modo como nos relacionamos con el cine hoy en día. Se parece en algo a lo que sucede desde hace mucho tiempo con la ópera. Muchas personas conocen arias de melodramas famosos, y hasta puede que las sepan tararear, pero nunca en su vida han visto una ópera completa, así sea en un registro de video. Lo mismo se puede decir de algunas oberturas, o incluso de fragmentos de oberturas, popularizadas por series, películas o comerciales de perfumes. Del mismo modo, hoy en día podemos ver en internet multitud de clips de películas o series famosas. A veces modifican la edición o la música, o agregan efectos visuales. Aunque también ocurre que los fragmentos no son ni siquiera tomados de obras canónicas o muy recordadas, sino que salen de producciones que casi nadie conoce, pero que han conseguido retornar del reino del olvido, en la forma de un segmento de baja calidad que recorre la web, desteñido y mugroso, como una momia que arrastra su podredumbre fílmica por el desierto de las redes. Los highlights de fútbol, es decir, los goles, las gambetas, las faltas, y demás, no parecen que le hagan sombra al espectáculo del balompié, aunque sea el que se ve por televisión, pero esto es porque es un show en vivo, donde la emoción de lo inesperado es el elemento esencial. Pero el cine (incluyendo series, por supuesto), puede verse, y de hecho disfrutarse, reducido a pequeños trozos emocionantes, por lo chistosos o por lo dramáticos, o por motivos estéticos (movimientos de cámara, iluminación, vestuario, etc.). Las películas completas tenderían a convertirse en menjurjes pesados y hostigantes, como lo son las óperas de Verdi o Wagner para tantas personas. El consumo de fragmentos no serviría como promoción y propaganda de las obras, sino más bien como un sustituto. Algo así como las pastillitas alimenticias que comían en las viejas cintas futuristas: “una deliciosa píldora de pollo frito…”.

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La amargura

Una experiencia significativa en la vida de cualquier persona consiste en aprender a disfrutar comidas y bebidas amargas. Superar la repulsión que generan la cerveza, o el café y el té (sin azúcar), y otros brebajes por el estilo, es esencial en la formación de un ser humano. La dulzura es atractiva de modo natural, como lo es la horizontalidad para quien tiene sueño. Quien hace ascos a un líquido de sabor fuerte se asemeja a un bebé con el tamaño de un adulto, un verdadero fenómeno sobrenatural, una criatura donde la ternura se ha transformado en monstruosidad.

También el agua fría es terrible. El líquido helado sobre la piel es una especie de penitencia; por el contrario, el agua tibia es un gozo. Para quien se baña con agua fría, el líquido es sinónimo de aseo, si es caliente, la higiene se convierte en vicio. El frío es inhumano, es cruel, pero es necesario. Es bueno someterse voluntariamente a tratamientos justos, aunque sean ásperos, y así soportar más fácilmente los dolores impuestos por el destino. Por eso se debe tomar cerveza. Su amargura en la boca nos entrena en el arte de aguantar las miserias inevitables de la existencia.

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Mia Goth y poco más

Pearl (Ti West, 2022)

La actriz protagonista es una prima dona que escribió un papel para ella misma. Labró el personaje a la medida de sus capacidades y ambiciones y lo desarrolló a plenitud ante las cámaras. Aparte de esta escritura-actuación de Mia Goth, hay una historia basada fundamentalmente en citas irónicas de géneros y películas famosas. La producción es barata y se nota. La creatividad del ahorro es evidente y no deja de ser simpática, como lo es siempre la pobreza llevada con buen humor. Por ejemplo, el pueblo o ciudad donde queda el teatro solo se muestra una vez, y consiste en una calle, el resto del tiempo solo se ve el callejón al lado del cine. Todos  los demás exteriores son praderas y maizales, entes intemporales, al menos para el ojo inexperto, donde no es necesario escurrir el escaso presupuesto para escenografías. La gente se viste de época, según la moda de los tiempos de la Primera Guerra Mundial (Pearl tiene a su marido en el ejército), pero sin concentrarse en los detalles; en verdad, todo el mundo parece estar estrenando, ya que no hubo modo de envejecer las prendas. Al parecer el dinero se gastó en el maquillaje aterrador de las víctimas de la psicopática granjera, sobre todo en el de su cruel madre, una especie de “madre de Carrie”, pero peor.

Lo curioso y hasta extravagante es que la actuación de la protagonista no es que opaque al resto de la película, sino que viene a ser lo único que vale la pena. Pearl alimenta un cocodrilo con un pato: no importa el animal feroz, importa ella. Pearl pelea con la madre: el motivo de la discusión es irrelevante, lo decisivo son los gestos dramáticos de la atormentada muchacha. Pearl tiene un affaire con un proyeccionista de cine, pionero del porno: lo fundamental es la actitud, lúbrica o feroz, de la extraña campesina. Pearl hace una audición para ser bailarina en una compañía ambulante: todos sabemos que no la van a escoger, lo que sí sorprende es la atroz reacción ante la derrota. Pearl tiene una conversación demasiado honesta con su cuñada: el contenido de sus declaraciones no es motivo para tomar notas, lo que sí impacta son sus muecas doloridas.

Tampoco es significativo que Pearl sea una “precuela” de X (Ti West, 2022), del mismo director y con la misma actriz, ni que se mencione la pandemia de gripe española de aquellos años (la película se filmó durante la pandemia de covid). Toda esta información se puede leer en Wikipedia o en su fuente preferida de conocimientos varios.

El sentimiento al terminar Pearl es desconcertante. Normalmente se consideraría inadecuado ver solo fragmentos de una película, en vez de la obra en su totalidad. Pero Pearl invita a disfrutar de la actuación de Mia Goth sin perder tiempo con una cinta irrelevante, tanto en el fondo como en la forma. El trozo de película con la performance de la actriz que se puede ver en YouTube o tiktok casi casi que es mejor que la obra completa. En cualquier caso, pocas veces es real aquello de que una película merece verse únicamente por la actuación de una intérprete. He aquí un ejemplo claro.

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Propuesta de creación de una asociación de artistas y prostitutas, basada en la solidaridad y el amor, para prevenir la exclusión social y la pobreza en ambos gremios

En tiempos de tantas dificultades para nuestro país y para el mundo, debemos ser propositivos y dar luces para ayudar a superar las duras pruebas a que estamos sometidos como sociedad. Es necesario que cada quien dé lo mejor de sí en orden a abrir caminos en medio de la maraña de problemas que agobian a la contemporaneidad. No son suficientes, sin embargo, las iniciativas individuales por muy bien intencionadas que sean. Las tentativas de reforma social solo tienen éxito si se asientan en el seno de las comunidades por medio de organizaciones que real y simbólicamente ayuden a generar cambios permanentes. Es decisivo crear instituciones que funcionen con fuerzas propias más allá de los intereses cambiantes de los particulares. Entes autónomos respecto al Estado pero sujetos a las leyes, defensores de la democracia, y que tengan capacidad de influir en el desarrollo de las comunidades dentro del marco de la ley, en diálogo respetuoso con las más diversas instancias sociales. En este sentido, uno de los instrumentos tradicionales de acción participativa son las agremiaciones de profesionales, dadas la comunidad de intereses y la cercanía de los miembros en sus respectivos ejercicios laborales.

Dentro del amplio espectro de las ocupaciones y oficios, existen sectores muy distantes por sus intereses particulares, o por las condiciones cotidianas en que se desarrolla su labor. En tales casos, es comprensible que se asocien en sindicatos o gremios separados, como, por ejemplo, puede ocurrir con los guardianes de cárceles y los docentes de educación básica. Pero en otros casos, la compartimentación de las esferas profesionales puede resultar en un debilitamiento catastrófico, sobre todo cuando son sectores poco numerosos o no muy apreciados socialmente. Cabe aclarar, en este punto, que la valoración social de una actividad no está directamente relacionada con su utilidad, sino que depende de concepciones ideológicas que no tienen otro sustento que la tradición inveterada o la imposición por parte del poder. Este problema de la consideración de las diversas ocupaciones en la sociedad es importante para nuestra propuesta, porque el objetivo de esta es ayudar a mejorar las condiciones materiales y morales de dos actividades, o mejor, dos conglomerados de ocupaciones que han sido objeto de tratos injustos por mucho tiempo y que se han visto particularmente afectadas en la situación actual. Nos referimos a las actividades artísticas y a la prostitución.

La lista de las llamadas artes es amplia y variada, y en el desarrollo reglamentario de la propuesta se enumerarán de manera exhaustiva; aunque a modo de ejemplo, señalaremos a las conocidas como bellas artes y a la literatura. Como se ve, estos nombres hacen referencia a un conjunto muy vasto de ocupaciones, y en este punto, creemos que es suficiente con la idea general que se tenga acerca de ellas. En cuanto a la prostitución, nos referimos a la labor comúnmente conocida con este nombre, pero además a todas las formas de pornografía donde aparecen cuerpos humanos reales, es decir, no dibujos y animaciones, que en realidad vendrían a ser parte (los autores de dichas obras) del gremio de las bellas artes. Se incluyen, por supuesto, los espectáculos sexuales en vivo o a través de pantallas. Es decir, todo lo que se conoce como comercio sexual; solo que este nombre no es muy adecuado, pues podría entenderse también que se refiere a la venta de juguetes y utensilios sexuales de cualquier tipo. Pues es claro que tal negocio pertenece al sector comercial minorista o mayorista, y no tiene con la prostitución más que una relación circunstancial. Todo lo contrario que la relación esencial entre las prostitutas y los artistas, aun cuando tales profesionales podrían no interactuar nunca en la vida cotidiana. Es probable que se considere una broma o insulto contra cualquiera de los dos gremios mencionados el desarrollo de la presente propuesta, pero solo la ignorancia y los prejuicios llevarían a alguien a semejante conclusión.

La unión gremial del arte y la prostitución solo parecerá inapropiada y hasta ridícula a quienes no conozcan las condiciones concretas de la vida laboral en la actualidad. Si se observa con atención y sin restricciones ideológicas caducas, se descubre la relación esencial de los campos profesionales que hemos agrupado en las denominaciones de arte y prostitución. No es necesario remontarnos a la historia para encontrar los nexos intrínsecos entre la situación social de la meretriz y el poeta o el pintor. No es necesario, aunque sería de sumo interés, rastrear tal unión aun en la misma Biblia. Creemos que es suficiente detenernos a mirar la situación presente para demostrar la necesidad de una agremiación entre sectores profesionales solo aparentemente dispares, pero que comparten rasgos esenciales y padecen problemas similares en su desenvolvimiento social.

Propiedades de los oficios en cuestión

Dos propiedades fundamentales, a nuestro parecer, definen la relación indiscutible y esencial entre prostitución y arte. La primera es que son actividades supuestamente placenteras, producto del despliegue de inclinaciones naturales, consideradas pasiones, pero que en el contexto profesional de las artes y la prostitución se convierten en objeto de lucro, en comercio y, por tanto, en trabajo. De aquí se desprende un aspecto no menor que también tienen en común las dos ocupaciones: es parte del oficio el hacer ver que el dinero no es importante y que el único premio es la satisfacción propia. La sinceridad de tal sentimiento es irrelevante, lo decisivo es que parezca auténtico frente al público o clientela.

La segunda propiedad común es la de ser actividades despreciadas por la mayoría de la sociedad. Las características de este desprecio son diferentes, pero tienen el efecto en ambos casos de hacer sentir vergüenza a quienes ejercen las respectivas profesiones. Muchos los consideran oficios inmorales e inútiles, y tales señalamientos repercuten en los propios trabajadores del arte y la prostitución, que se ven obligados a dar enrevesadas explicaciones siempre que alguien les pregunta por su trabajo, con un uso excesivo de eufemismos y casi pidiendo disculpas, aunque nadie las exija, o directamente ocultando su labor a sus familiares y amigos. Otros asumen su condición de marginales y despliegan un triste resentimiento contra la sociedad, que a veces lleva a problemas mentales o al consumo de drogas, o estalla en actos de violencia. Precisamente, uno de los objetivos de la futura asociación de artistas y prostitutas será prevenir los casos de comportamiento antisocial que podrían presentarse entre sus miembros.

De la segunda propiedad se desprende un aspecto curioso, que puede resultar confuso para quien no sea cercano a las peculiaridades de los sectores profesionales de artistas y prostitutas. Se ha evidenciado que los miembros de estos colectivos manifiestan en sus discursos públicos, o en declaraciones que tengan algún carácter oficial, un énfasis en su condición de seres humanos, en el hecho de pertenecer a la humanidad. Lo curioso es que no parece que en el momento histórico actual sea necesario que nadie haga énfasis en su pertenencia a la misma especie que los demás, pues tales debates acerca de si una persona o grupo es igual o no al resto del género humano fueron superados hace siglos. Por tanto, no es el concepto biológico de humanidad el que defienden para sí mismos. Esto sería casi una locura. Quizás lo que pretenden decir es que la humanidad es una cierta condición superior que solo es alcanzada por algunos, merced a su esfuerzo personal, al cultivo de ciertas disciplinas y a un determinado estilo de vida, que los harían conquistar la dignidad de humanos. Sin embargo, tal concepto enrevesado sería esperable de los artistas, pero no de las prostitutas que, y esto hay que reconocerlo a favor de ellas, no suelen tener ideas sublimes acerca de su ser. Es probable, por tanto, que cuando se insiste en la propia humanidad, lo que se quiere decir es que son personas iguales a los demás, que merecen el mismo trato. También este punto se podría considerar un llamado innecesario en tiempos de la igualdad ante la ley, pero la realidad es que el desprecio generalizado ha convertido en parias a muchos artistas y prostitutas. La dificultad del tema es que ellos quisieran ser integrados en la generalidad de los seres humanos, pero sin perder su lugar especial, como si pertenecieran a una categoría diferente, no sometida a las mismas leyes y a la misma moral. Acerca de este aspecto, y a pesar de que no queremos recurrir a la historia, es importante recordar que en otras épocas muchos artistas y prostitutas eran esclavos o pertenecían a alguna categoría social marginada. Aquí se observa muy claramente la importancia de una asociación que, entre otras cosas, defienda el derecho de artistas y prostitutas a ser iguales a los demás, pero sin perder lo que podríamos llamar «derecho a la rareza», que no es lo mismo que el derecho a la «diferencia». La rareza implica el seguir siendo extraño, el no ser mirado como normal, pero sin salir de la categoría de los seres humanos, ya que la rareza o el exotismo son insumos de las artes y de la prostitución. Es claro que si se considerara a las prostitutas (en este plural se incluyen a los varones o de otros géneros que ejerzan el oficio) como personas enteramente iguales, nadie podría hacer uso de sus servicios, pues no es común que se sostengan relaciones sexuales con personas que se acaban de conocer, ya sea por temor o por respeto o por pudor, es decir, porque se supone que la otra persona siente igual que nosotros y podría reaccionar de manera negativa a propuestas de índole sexual. La prostituta adopta una postura, unos gestos y hasta un traje que la sacan de la normalidad, de la normalidad humana. La prostituta se transforma, de este modo, en una máquina que fabrica fantasías sexuales. Si se observa el caso de los artistas, obviamente, viven de crear un personaje que venden al público. El cliente compra al personaje artista más que a su obra, como compra al personaje prostituta, y no a la mujer u hombre que vive bajo el disfraz de meretriz. Ambos gremios deben disfrazarse para vivir.

Aspectos económicos

Ya se ha mencionado como propiedad esencial de los artistas y las prostitutas su particular relación con el dinero, que consiste en hacer como si no lo quisieran. Sin embargo, es conocido por todos, que los miembros más exitosos de ambos oficios siempre son muy cercanos al poder político y económico. Los millonarios, o los aspirantes a serlo, demuestran un gran interés en las artes y viven rodeados de ciertos artistas a quienes llaman amigos. La posesión de obras y la compañía de los artistas es un acabado indispensable en el edificio del éxito personal. Algo muy similar se puede afirmar de las prostitutas de alto nivel, solo que la cercanía de estas tiene un carácter mucho más práctico. Es imposible hacer negocios de gran alcance sin la presencia de «acompañantes», que funcionan como una especie de lubricante en los ásperos engranajes financieros. La prostitución sirve de reposo y solaz al alto ejecutivo, lo mismo que al estadista, igual que el arte, pero además le ayuda a culminar con éxito las más complicadas operaciones. Y por supuesto que las obras de arte pueden llegar a ser una buena inversión. No obstante, el comercio de arte no es un tema que importe en la presente propuesta. Nos interesan los artistas, no los comerciantes de arte, así como no nos importan, por ahora, los proxenetas o las madames.

Naturaleza común de las obras de arte y del sexo

Las dos propiedades mencionadas se refieren a la situación social de los trabajadores del arte y de la prostitución, en su relación con el dinero y en su carácter de marginados sociales. No hemos hablado de la naturaleza similar de las obras que ambos realizan. Basta con reflexionar un minuto para ver con toda evidencia la relación. Tanto el sexo como las obras de arte son materializaciones de objetos imaginarios. El sexo, en su realidad esencial, consiste en practicar ciertos actos en el cuerpo de otros, y en el propio, que la imaginación ha determinado como placenteros. Un acto sexual es la concreción de un deseo, o lo que es lo mismo, de un proyecto de placer, o de la imaginación de la felicidad. Los mecanismos orgánicos son necesarios pero no suficientes para el sexo. El resultado que se obtenga depende de la maestría de los implicados, de las condiciones ambientales y de la calidad del deseo, es decir, del tipo de proyecto erótico. Es evidente que todo lo anterior se puede aplicar a la práctica artística, con la única diferencia de que en el arte el cuerpo no siempre es el principal instrumento, sino que se manipulan otros materiales con herramientas diversas. En el sexo, el cuerpo es a la vez material e instrumento, si no único, sí principal.

Si esta definición del sexo, como si fuera un arte, parece extravagante, se debe a que no se ha reflexionado sobre la diferencia entre el sexo como fin y el sexo como medio; diferencia que, por cierto, se puede hacer también en el caso del arte. El arte se puede usar con fines políticos o publicitarios, pero el arte no es ni política ni comercio. También el sexo se ha vinculado a la reproducción. Sin embargo, esto es más bien una consecuencia del sexo, que no el sexo mismo. De hecho hoy en día se pueden engendrar seres vivientes sin que ningún animal practique el coito. Se habla de otros fines para las prácticas sexuales, de tipo metafísico o espiritualista: una forma de comunicación entre la pareja, como recurso para afianzar las relaciones amorosas; también algo así como un deber moral en el matrimonio, y otras muchas finalidades más vagas todavía, relacionadas con energías, almas en éxtasis y quién sabe qué más. El caso es que el sexo en toda su pureza, o impureza, solo se puede llevar a cabo, casi siempre, por medio de la prostitución. Del mismo modo, las obras de arte son creación de los artistas. Fuera del gremio, el arte únicamente existe por casualidad, de manera excepcional, como de manera excepcional se puede practicar el sexo, simplemente sexo, con alguien que no sea del gremio de la prostitución.

Naturaleza y fines de la asociación

La exposición de las relaciones innegables entre los sectores profesionales de las artes y de la prostitución nos lleva a plantear la propuesta de asociación. Más que las relaciones con el Estado, el propósito de la unión será la colaboración entre ambos estamentos de cara a la sociedad en su conjunto.

Es una realidad que la mayoría de los artistas ganan muy poco con su trabajo. Las prostitutas, en cambio, siempre ganan algo, y el hecho de que la mayoría sea cabeza de hogar es prueba de que los réditos del negocio al menos alcanzan para suplir las necesidades básicas. En cualquier caso, y como ocurre en el arte, solo una pequeña minoría obtiene altos ingresos, y este grupo privilegiado es el llamado a colaborar con una porción mayor. El intercambio será así: el gremio de las prostitutas ayudará económicamente al gremio de los artistas, al menos para que estos puedan vivir sin avergonzarse frente a sus conocidos y familiares; en contraprestación, los artistas les donarán a las meretrices su legitimación cultural. Es sabido que la cultura (los conocimientos y aficiones que hacen a una persona «culta») no es muy apreciada en nuestra época. Sin embargo, en el caso de las prostitutas, una inyección de capital cultural las ayudará a salir de las sombras en que habitan. La prostituta ingresará al medio artístico y podrá desde allí continuar su actividad sin ser discriminada. Por su parte, el artista, con el subsidio de sus colegas meretrices, dejará de ser un estorbo o parásito social. Por otro lado, el creador de éxito podrá presumir, sin mentir, de su compromiso con la ayuda a un sector desfavorecido, el de las trabajadoras sexuales, sin tener que hacer falsa ostentación de sensibilidad social por otros medios. El traspaso del aura espiritual de los artistas a las prostitutas se realizará simplemente por la participación en actos públicos en común y por la convivencia cotidiana en eventos de todo tipo, de ahí que un punto decisivo será la instalación de la asociación en edificios en varias ciudades.

El nombre de tal institución tendrá que ser escogido democráticamente por los propios miembros, pero respetuosamente nos permitimos sugerir el lema de su escudo o emblema: «POR AMOR». Se trata de una expresión confusa, pero así suelen ser este tipo de textos. La claridad no es su mérito. Lo importante es que despierte en los miembros el deseo de combatir por una idea. La gloria y el honor de los dos gremios es el actuar por amor: amor al arte y amor al sexo. El hecho de que muchos nieguen la realidad de tales amores y los hechos parezcan confirmar esta sospecha, no va en contra de la utilidad del lema. Es precisamente la lucha común contra los incrédulos en la sinceridad de los artistas y las prostitutas, el corazón de la empresa que proponemos, ya que es también un llamado de atención frente a los peligros que acechan a ambos gremios.

Como es bien sabido, algunos recomiendan, desde diferentes orillas ideológicas, la abolición de la prostitución, haciendo una analogía con la abolición de la esclavitud, ya que consideran a la venta de servicios sexuales una servidumbre brutal que de ninguna manera puede realizarse por placer o como cumplimiento de una sincera vocación. Pues para nosotros es evidente que el próximo objetivo de este movimiento destructor son los artistas. So pretexto de evitar que las personas vivan en la pobreza y en la infelicidad, al dedicar su vida al arte y convertirse en parásitos sociales, acabarán promoviendo la desaparición de las artes. Quizás se les permitirá a millonarios jubilados ocupar sus ocios en la literatura o la música, pero nada más. Los robots o la inteligencia artificial podrán, acaso en poco tiempo, realizar cualquier función considerada artística que sea imprescindible. Sin embargo, dejemos esta perspectiva apocalíptica y pongamos nuestra esperanza en una futura asociación de artistas y prostitutas, unidos en la defensa de los derechos sagrados de los obreros de la felicidad en todas sus formas.

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Sangre falsa

X (Ti West, 2022)

Se dice que las nuevas generaciones son muy ignorantes. La afirmación, así en general, es por lo menos problemática. Lo que sí se puede asegurar es que mientras algunos conocimientos se han convertido en patrimonio de unos cuantos expertos, otros son una riqueza compartida por muchos o al menos por apreciables masas de sabiondos. Es así que, mientras la métrica española es un misterio o una absoluta nulidad para la mayoría, y casi nadie sabe distinguir entre un alejandrino y un endecasílabo, ni les incomoda su ignorancia, en cambio, un número considerable de individuos, sobre todo masculinos, en muchos lugares y ambientes, tiene una razonable erudición acerca del slasher o cualquier otro subgénero del terror surgido en los años sesenta. Tampoco faltan los expertos en el porno setentero, época que algunos consideran la edad dorada del cine X, o al menos su edad heroica, por haber alcanzado sus mayores conquistas en cuanto a prestigio. Y aquí no hay solo los que se saben las vidas y hazañas de actores y actrices, sino que distinguen tipos de guiones y escenarios, y las trayectorias de los directores y productores, en sus diversas etapas, por ejemplo antes y después del home video. La verdad es que la mayoría no llegan a tanto, y si acaso habrán visto La masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974), madre nutricia del terror de las últimas décadas, y  quizás alguna escena de Garganta profunda (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972) o algo por el estilo. En cualquier caso, internet subsana las lagunas del agobiado cinéfilo, no solo a nivel de datos sino de imágenes, ya que si no tenía las cosas claras, Google le mostrará la ruinosa casa en medio de la pradera polvorienta con un cielo azul de fondo, así como la ominosa gasolinera atendida por gañanes de mala figura, y sobre todo las protagonistas femeninas, jóvenes con más pelos que ropa, y que podrían pasar del porno al terror sin cambiar el vestuario, y casi nada de los diálogos. Pero sobre todo, lo que el aficionado a la sangre o al semen fílmicos encontrará en la red será a otros como él, pero más entusiastas, que publican videos llenos de sapiencia sobre los pobres jóvenes desollados por psicópatas, lo mismo que sobre zombis, vampiros, extraterrestres y todo lo que se aparezca. Resulta que es un buen tema de conversación saber cuántos infelices ha matado Jason, cuántos Michael y cuántos Freddy. Y hablando y hablando sobre estas cosas, o similares, se va creando una simpática comunidad de seudo entendidos en el género. Tal comunidad agradecería con entusiasmo si le hicieran una película a propósito de sus gustos. Esta película sería la realización audiovisual de la docta charla entre varios amantes del terror y del porno de los setenta. Sería la película que ellos harían si tuvieran los medios y el talento. Tal cosa es X, la película de Ti West.

No se puede negar la calidad de la producción, y también del reparto, en particular la protagonista (Mia Goth), una actriz que por sus dotes actorales no parece que se pudiera encontrar en una de aquellas viejas películas de explotación. Pero este es precisamente el detalle: si ver porno del viejo, o alguna cinta de terror de bajo presupuesto, es una especie de placer culposo, la contemplación de la película de Ti West es un evento de cierto nivel. Se trata de uno de los buenos lanzamientos de la temporada, fuera de los grandes blockbusters, y los comentarios han sido casi siempre positivos. No es una película para ver con condescendencia, en busca del humor involuntario. En todo caso, no nos reímos de ella sino con ella, y si no hay lugar a sustos, por lo menos si se puede disfrutar de la estética sanguinolenta. En lo que sí es igual esta producción a sus referentes setenteros es en la simpleza de la historia y en la convencionalidad de los personajes. Las secuencias picantes o violentas resultan ser lo único relevante, si es que se puede decir algo así en este caso, lo demás es un sainete trillado con diálogos altisonantes sobre la vejez o la doble moral, todo con una muy cuidada fotografía, por supuesto.

Lo peor es que a veces parece que la cinta tratara de buscar cierta autenticidad en los conflictos de los personajes, más allá del juego cinéfilo, como cuando el cineasta se escandaliza porque su novia quiere hacer porno, y no quedarse pura e inocente detrás de cámaras, pero en realidad esto hace que la convencionalidad general quede más en evidencia. En últimas, la película se trata de un conteo de muertes raras, que no resultan ser para tanto, y que francamente no creo que impresionen a nadie. A menos, claro, que alguien quiera hacerse el sorprendido frente a sus amigos, amantes de la sangre falsa y de los senos reales. ¡Qué tiempos aquellos!

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Nosferatu: La luz que mata

Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922)

Nosferatu es una película que fluctúa entre cine y literatura, de modo similar a como el protagonista, el vampiro conde Orlok, anda entre la vida y la muerte. Como se sabe, Nosferatu es probablemente la primera adaptación de la novela Drácula (1897) de Bram Stoker, obra fundamental en la construcción del mito vampírico moderno. La obra del alemán Murnau sigue, a grandes rasgos, el libro del irlandés Stoker, solo que se cambian los nombres de los protagonistas y la acción se traslada de Londres a una pequeña (y ficticia) ciudad alemana, así como también se cambia el periodo histórico de la novela,  de la Belle Époque (finales del siglo XIX) a los años 1830, o algo por el estilo, como sugieren el vestuario y los peinados. Esta historia del aristócrata vampiro que sale de su misterioso castillo para buscar la sangre inocente de una pálida joven, y en el proceso deja un reguero de muertos, nos es contada sobre todo por los intertítulos, escritos en una prosa rebuscada, que a su vez son ilustrados por imágenes que recuerdan cuadros románticos, con sus callejuelas tortuosas, torres ruinosas, bosques sombríos y melancólicos cementerios. Hasta aquí, Nosferatu es otra adaptación, más o menos libre, de una pieza literaria, que reemplaza la imaginación del lector con elementos visuales tomados de la historia del arte, como en una lujosa serie de Netflix o de la BBC, pero con los recursos de los años veinte.

Pero la cinta de Murnau es también otra cosa. A medida que avanza la narración, y sin interrumpirla, se intercalan poemas de naturaleza visual, propiamente cinematográficos, que usan los recursos de la imagen en movimiento para plantear ideas y causar sensaciones. En este caso es preferible un ejemplo para explicar esta característica de la película. En un momento, se muestra a un profesor que explica a sus estudiantes la alimentación de plantas carnívoras, y vemos al vegetal, en efecto, devorando pequeños animales; también muestra a un pólipo en el microscopio alimentándose, del cual dice que está hecho de tan escasa materia que es «casi un fantasma». Luego vemos a un demente encarcelado, poseído a distancia por el vampiro, que observa una araña que atrapa un insecto en su red, y él mismo se alimenta de los bichos que coge al vuelo. Y por último, se nos muestra a la pobre Ellen, solitaria y frágil, atrapada en las redes invisibles tendidas por el monstruo chupasangre.

El montaje paralelo de estas secuencias las hace parecer iguales en valor. Es como si dijera que los insectos y la mujer son víctimas de quienes están sobre ellos en la cadena alimenticia. El vampiro es un cazador más, junto con la araña y el lobo, que también aparece acechando al ganado, durante el viaje del simpático agente inmobiliario a negociar con el excéntrico noble de Europa oriental. Se sugiere, con imágenes, no con palabras, que Nosferatu es un depredador como tantos otros en la naturaleza, que cumple su misión destructora impulsado por un instinto incontrolable.

De igual forma, cuando se desata la plaga en el barco que traslada la tierra maldita donde debe reposar el monstruo en su nueva casa de la ciudad alemana, se ven ratas salir de las cajas que contienen el infame material. Nunca queda claro si las ratas son compañeras del vampiro o el propio Orlok metamorfoseado, al que vemos surgir de la nada para acechar a los tripulantes, entre las sombras del interior del navío o de su solitaria cubierta. De ahí que Nosferatu sea un agente transmisor de la peste, como los roedores, no un sobrenatural hijo del diablo. Así como no son muy propias de un satánico amo de las tinieblas, las escenas donde vemos al escuálido vampiro recorrer las calles desiertas con el ataúd debajo del brazo, como si fuera un repartidor de domicilios. La negra figura que camina sin elegancia por el empedrado con su estorbosa caja, parece un perro con un hueso entre los dientes, que busca donde enterrarlo.

Aunque, sin duda, es en la forma en que ataca el vampiro a sus víctimas y en la destrucción final del monstruo, donde se ve con más fuerza el enfoque propiamente cinematográfico, que deja de lado el referente literario. En el primer caso, son las sombras del conde las que devoran y violan a sus presas, no sus manos o sus dientes. La silueta encorvada y los largos brazos se proyectan sobre rostros aterrorizados, y a veces lujuriosos. Las crueldades de los colmillos y las garras del infernal aristócrata se convierten en un efecto de luz y sombras, más que en forcejeos y espasmos. En el segundo caso, la muerte por la luz del amanecer, que convierte a Nosferatu en una llama, es un aporte de esta película a la tradición vampírica. En el original, son las cruces, el agua bendita y las estacas de madera las que liquidan a la bestia. Murnau prefirió matar a su criatura con luz, por medio de una superposición de planos (truco usado desde los comienzos del cine, por ejemplo por George Méliès). Esta muerte a causa de la luz evita la sangre y el histrionismo, cosa que no hace la versión de Werner Herzog de 1979, donde vemos a Klaus Kinski, con un maquillaje parecido al de Max Schreck en la cinta de los años veinte, pero que no se volatiliza al contacto de los rayos del sol, sino que convulsiona patético en el suelo, como un drogadicto con síndrome de abstinencia.

Al final, el monstruo es vencido por el sacrificio de la inocente mujer, y la peste se detiene en la ciudad. Y sin embargo no hay celebración. La realidad es que no hay euforia al final de la catástrofe, ni siquiera un suspiro de alivio. La razón es que Nosferatu es solo una plaga entre otras. La muerte no puede ser vencida y tampoco eliminada la supremacía de los fuertes sobre los débiles. Al fin y al cabo, el monstruo muere, como cualquier otro organismo, cuando se le expone a un elemento al que no está adaptado. Todo de acuerdo al pesimismo de la película, porque la presencia de la muerte, y de la enfermedad y el dolor, llenan cada escena desde el idilio inicial de la joven pareja de esposos. En realidad, ni el diablo puede doblegar a las fuerzas destructivas de la naturaleza.

La amargura de la película no proviene de la narración literaria truculenta de la que parte, sino de las ideas planteadas a través de los encuadres, la iluminación, el montaje y los efectos visuales, es decir, del despliegue cinematográfico de esta famosa «sinfonía de terror».

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El hada deprimida

Gerda (Natalya Kudryashova, 2021)

Ni una película ni ninguna otra obra se hacen a partir de la realidad. La realidad es inabarcable. En verdad se parte de mitos que corren entre la gente, y que igual que las ideas de Platón, se terminan encarnando en múltiples objetos y de diversos modos. Uno de esos mitos (no se entienda mito por mentira) es aquel que dice que los seres humanos explotan en espiritualidad a causa del sufrimiento. El dolor es el catalizador de la reacción que transforma la materia en espíritu. En el cine y en la literatura, así como en las historias que van de boca en boca, los lugares característicos del sufrimiento son los barrios pobres o las áreas marginales de cualquier tipo. Son las comunas de Medellín, las favelas de Río, los slums de la India, los pueblos destartalados de los white trash gringos o los guetos de negros y latinos, y también, los grisáceos edificios de apartamentos en las afueras de las grandes ciudades de Rusia y Europa. En tales territorios se muele el fruto humano con el molino de las estrecheces y las humillaciones para extraer el más fino aceite espiritual. Otro mito, relacionado en parte con el anterior, es el de la prostituta que en verdad es un ángel o cosa parecida. Comúnmente conocido como “la prostituta de buen corazón”, esta idea se encuentra en realizaciones tan disímiles como Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) de Fellini o Mujer bonita (Pretty Woman, Garry Marshall, 1990) con Julia Roberts. También se encuentra en Gerda, película rusa que muestra la sufrida existencia de una joven, habitante de uno de esos complejos residenciales de Europa del este, mustios y mugrosos, llenos de borrachos y desesperanza. Estudiante de día, stripper de noche, por encargo de la universidad hace encuestas al vecindario sobre sus vidas y sus opiniones. Los vecinos están aún peor que ella, que vive con una madre loca y aguanta las visitas de un padre adicto, probablemente un policía no muy ejemplar. La muchacha se llama Lera, pero Gerda es su nombre de bailarina toples, y es el nombre de un personaje de cuento de hadas. Cuando la joven cierra los ojos se ve a sí misma transformada en una criatura translúcida en medio de un bosque mágico, en unas secuencias estéticamente problemáticas, que recuerdan a Disney y a Tarkovski, sin lograr ser lo uno ni lo otro. El contraste entre el triste mundo real y el maravilloso de la fantasía, o de los recuerdos de infancia, es demasiado obvio, y da la impresión de que se quisiera endulzar un drama social con espiritualismo barato. Al final se ven talados los árboles de la plazuela del barrio, y esto es ya una metáfora demasiado fácil del desespero de la protagonista, que pierde real e imaginariamente cualquier ilusión de belleza y bondad en este mundo. Con todo, la película resulta conmovedora por momentos, y es precisamente en los instantes de mayor crueldad, por ser los más reales. Los momentos “mágicos” resultan extrañamente fríos e intrascendentes. La deprimida stripper o la ineficiente encuestadora valen más que el hada blancuzca de las nieves.

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Los libros y los mosquetes

La literatura es una cosa muy anticuada. No es que sea algo sempiterno e invariable, como las ganas de orinar después de tomar café. Es una antigüedad que tiene fecha no tan lejana, como los automóviles tienen modelo. El día que Gutenberg publicó su Biblia en 1456, ese fue el día del nacimiento de la literatura (modelo 1456), y también de la filosofía, y de las ciencias. Quizás sobre esta última haya polémica. Porque el caso es que cuando pensamos en literatura o filosofía o historia, de inmediato nos vienen a la mente imágenes de libros y libros. Sin embargo, la palabra ciencia nos remite a probetas, mecheros, microscopios, gente de bata blanca que mira con cuidado con una lupa y escribe a toda velocidad en un teclado. Probablemente, también imaginaremos que los científicos trabajan sobre mesas metálicas o de un blanco marmóreo, iluminadas desde abajo con luces de neón, como los estilosos investigadores en la serie CSI.

Antes de Gutenberg también había libros, se dirá, pero eran tan caros como un Ferrari. Quién se iba a imaginar en esos tiempos que un poema o un romance eran algo que existía necesariamente impreso entre dos tapas. Ostentar un montón de papel encuadernado era en aquellas épocas como sacar la ametralladora M60 en una guerra de pandillas en un barrio. No cualquier vicioso podría operarla, tendría que ser el sicario que consumiera droga siquiátrica, pastillitas, un producto más elaborado de la química industrial, no solo bazuco. No es muy probable que la existencia de la poesía dependiera de semejantes monstruos de tinta y celulosa. El verso y la prosa corrían de aquí para allá, esclavos o fugitivos de la memoria, o si acaso consignados en algún papel arrugado. El códice era un lujo estrafalario, como el poder de fuego en las batallas entre combos.

La existencia de internet ha hecho que los libros se conviertan en una tecnología anticuada, aunque no obsoleta, y por ello, la literatura es un romántico trasto viejo, semejante a las vitrolas o a los mosquetes.  La música no es cosa de discos de setenta y ocho revoluciones ni la guerra algo que dependa de los fusiles de avancarga, cebados con pólvora negra, que cubría de humo el campo de batalla; pero la literatura si es cosa de libros, o al menos eso es lo que parece.

Hablar de literatura y pensar en mamotretos de tapa de cartón es una puerilidad evidente, aunque, extrañamente, muy común. Recuerda la historia de un niño que, hace muchas décadas, preguntaba al padre: «apá, apá, ese señor con el carriel, ¿ese es el gobierno?». El niño señalaba a un pobre tipo encargado de pagar a los peones que arreglaban un camino. La ingenuidad tierna y risible del infante es muy similar a la de los que imaginan bibliotecas con estanterías interminables cuando tratan de figurarse lo que es la literatura. Millones de libros arrumados en mágicos anaqueles contienen la literatura o, inclusive, son la literatura, de la misma forma que para el niño del cuento, un sudoroso funcionario de carriel encarnaba todo el aparato administrativo del Estado.

La peor propaganda que se puede hacer a la literatura es identificarla con los libros. El amor al impreso equivaldría al amor a la poesía. Tal estrategia de promoción convierte a la lectura en un nicho nostálgico de adoradores del papel y adictos a la tinta. La literatura para tales aficionados sería como la guerra para los participantes en recreaciones históricas de batallas. Oficinistas y nerds, vestidos como soldados, avanzan colina abajo a encontrar a sus enemigos, disfrazados con otros uniformes, igual de limpios y relucientes. Se disparan fusiles y hasta cañones, y algún viejo se cuelga una casaca llena de charreteras y hace los gestos y adopta las maneras de Robert E. Lee, Helmuth von Moltke, Ulysses S. Grant, el mismísimo Napoleón Bonaparte o cualquier otro general de los tiempos de antaño, cuando los comandantes andaban a caballo y asistían a los combates, con un brillante sable prendido al cinto. Y con todo, que pasaría si se oyera un solo tiro real, si una verdadera bala de cañón atravesara silbando el aire entre las ordenadas filas de frikis que juegan a pelear la batalla de Sedan o de Gettysburg. Sin duda, si le llega a dar a algún húsar o lancero de utilería, el susto sería mayúsculo; pero si este auténtico, aunque impreciso proyectil, va a caer en algún arrume de paja, la reacción será al comienzo de curiosidad, con toda razón, luego de indignación, y después se buscará al responsable para expulsarlo de la asociación de historical reenactment. Si en el mundo de los adoradores de los libros apareciera de pronto la literatura, haría el efecto de una bala real en una fingida guerra de enamorados de la nostalgia militar. El que ama las fantasías de la nostalgia se ama a sí mismo, no a los objetos recordados, porque estos ya no existen más que en su memoria. El que ama a los libros y los agarra por el lomo y hunde sus narices para oler los aromas del canto, acariciar la cubierta y contemplar extasiado las solapas, no ama la literatura. En realidad, añora los tiempos en que los libros contenían con frecuencia las obras que hoy atraviesan el aire, no como balas, pero sí como ondas.

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El sudor y la historia

Consejo de guerra (‘Breaker’ Morant, Bruce Beresford, 1980)

Calor, polvo, sudor, esto es ‘Breaker’ Morant. También es la historia del consejo de guerra a que fueron sometidos tres soldados australianos, miembros del ejército británico, durante la guerra de los Bóeres (1899-1902) en Sudáfrica. Es, por tanto, una obra que gira alrededor de un juicio, con sus interrogatorios, apelaciones, alegatos, testigos sorpresa, etc.; y también es una película de guerra, es decir, balaceras y vida de cuartel y campamento. Todo muy bien. Las actuaciones excelentes y el drama en el tribunal muy bien llevado, ya que además del suspenso, propone reflexiones muy pertinentes sobre la justicia en tiempos de conflicto armado, sobre la lealtad a los amigos y a la patria y, algo curioso, lo que podría denominarse el lado positivo del machismo. Pero lo que distingue ‘Breaker’ Morant es la sensación de realidad que produce. Aparte de cualquier otra cualidad o defecto, la película cumple con aquello que decía André Bazin del cine, en oposición a la pintura: “Los límites de la pantalla no son, como el vocabulario técnico podría a veces hacer creer, el marco de la imagen, sino una mirilla que solo deja al descubierto una parte de la realidad”. El filme es una mirilla, algo así como una ventana para ver el mundo. Confieso que no entiendo bien esta idea del crítico francés, pero se podría reducir la cosa, y en vez de decir mirilla para ver la realidad, decir, mejor, mirilla para ver una realidad o un mundo. El artificio cinematográfico serviría para hacernos ver con nuestros propios ojos, realidades que de otro modo permanecerían ocultas a nuestros sentidos. Se oyen los pasos de los prisioneros al caminar en la sombría oficina del cuartel y también se siente la incomodidad de los sudorosos mostachos que lucían los señores en aquellos tiempos. ‘Breaker’ Morant logra, de algún modo, escapar del marco acartonado y pomposo del viejo óleo histórico, y eso siempre será un gran logro en una película de época.

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El caballo más feo

En los concursos literarios debería premiarse al peor texto, después del mejor, naturalmente. Esta medida viene inspirada por las ferias de pueblo, donde se celebra al “caballo mejor presentao y al caballo peor presentao”. Es más, el premio debería recibir el nombre genérico de Rocinante (el caballo más feo), para que todo quede aún más literariamente arreglado. Además de aumentar el morbo del público, podría construirse un corpus de obras pésimas que, al ser estudiado con cuidado, por medio de softwares poderosos, produciría como resultado la esencia misma de la mala literatura.

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El «docudrama» Mattei

El caso Mattei (Il Caso Mattei, Francesco Rosi, 1972)

El docudrama es uno de los géneros más desgraciados que existen. Desde el punto de vista narrativo y visual ocupa el lugar más bajo. Formato habitual en producciones con pretensiones educativas que no quieren conformarse con la exposición de contenidos por parte de expertos. Las viñetas dramáticas sirven para amenizar el desarrollo del tema, que en su núcleo principal corre a cargo de los entrevistados y de la infaltable voz en off. Si se trata de la bomba atómica, vemos a hombres engominados y de bigotico en tonos sepia o blanco y negro, vestidos de bata blanca entre probetas y mecheros, mientras alguien nos cuenta de la competencia entre las potencias beligerantes para conseguir desintegrar el átomo. En otro programa, el tema son los Evangelios, y mientras teólogos y arqueólogos revelan sus descubrimientos y elucubraciones, se nos presenta a un viejo de barba blanca, cubierto con una túnica, sosteniendo un cálamo en la mano, inclinado sobre lo que parece ser un pergamino. Como se ve, la humildad del docudrama es verdaderamente chocante. Por eso es tan notable una película como El caso Mattei.

La muerte de Enrico Mattei es un misterio italiano, al mismo nivel del asesinato de Kennedy en Estados Unidos. Sin embargo, la película de Francesco Rosi no es una cinta de misterio que juegue con la curiosidad del espectador, ni una pieza de impacto que intente indignar al público como el JFK (1991) de Oliver Stone. En realidad es un poco pesada de ver, por el exceso de información y por la huida de las explicaciones psicológicas. Mattei no es un personaje que se ame o se odie, sino un punto de vista. La vida personal del hombre queda desatendida, porque no es la chismografía lo que interesa, sino una situación histórica representada por un individuo peculiar. En cambio, se puede sentir de modo directo el drama político y económico que confluía en el industrial italiano y no solo recibir información histórica como en una docta conferencia sobre la materia. Es aquí donde el pobre género del docudrama encuentra su lugar: distancia respecto a las personas y cercanía a los temas.

Con el género del docudrama se debe hacer lo que con cualquier otro: usarlo, sacarle partido, parodiarlo, y en cualquier caso, irrespetarlo. Los géneros en el cine son estrategias de mercadotecnia o divisiones administrativas de empresas productoras. Carecen de valor intrínseco y solo responden a intereses comerciales o a tradiciones espurias. En El caso Mattei se usa el triste género del docudrama para poner en escena los problemas de la economía mundial, planteando más preguntas que respuestas, como corresponde a cualquier análisis de problemas contemporáneos. Como ya lo había hecho Rosi en Salvatore Giuliano (1962), pero de modo más evidente, se mira una realidad desde la supuesta objetividad que da el presentar una colección de testimonios en diversos formatos: entrevistas, fragmentos de programas de televisión, grabaciones de interrogatorios judiciales. Es notable que casi no se utiliza el material de archivo, más bien se reconstruye con actores el material real. Lo más curioso es la recreación del personaje principal. El Enrico Mattei interpretado por Gian Maria Volonté no es una imitación o una reconstrucción histórica del individuo real, sino que el protagonista es un expositor que presenta a la audiencia las ideas del industrial y político, mientras que otros ‒policías, periodistas, dirigentes de partidos, simples transeúntes‒, expresan otras visiones sobre los problemas de la economía petrolera y la realidad italiana, y sobre todo, comentan las diferentes versiones sobre el accidente o sabotaje en que perdió la vida Mattei.

La distancia de “documental” respecto al tema da como resultado que la comicidad de la farsa politiquera no se esconde tras fachadas trascendentales, al contrario, se acentúa. En un momento, el propio Francesco Rosi, director de la película, comenta con sorna, mientras ve proyectadas las fotos de los dirigentes de la Democracia Cristiana, que no es posible que el público entienda las volteretas ideológicas de los políticos y su variable relación con Mattei.

El increíble resultado es que el sesudo documental no posa de serio y profundo, sino que, sin renunciar a la complejidad, se transforma en una comedia estrafalaria, esta vez no protagonizada por patanes de barrio o amas de casa histéricas, sino por los amos del mundo: los grandes industriales y el alto clero financiero.

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La palabra «película».

Cómo es de fea la palabra “película”. No son mejores los sinónimos: film o filme y cinta. El sonido poco agradable del vocablo no es ningún misterio. Las dos sílabas finales únicamente por una letra no suenan como culo. Al respecto de este inconveniente fonético, hace unos años se fundó una parroquia en Medellín con el nombre de la Porciúncula. El término venía de un lugar relacionado con la vida de san Francisco de Asís, y es claramente una voz latina. Más católico no podía ser el nombre de la capilla, que, por otra parte, llevan muchas iglesias en el mundo. La feligresía era muy camandulera, adoradora del santo, aunque no tanto de la historia, y poquísimo del latín. En resumidas cuentas, la diócesis y el cura determinaron cambiar el nombre de la parroquia, ante la avalancha de chistes y juegos de palabras de mal gusto que hicieron carrera entre la feligresía.

Los devotos del cine han tolerado más de un siglo la existencia de semejante vocablo tan desgraciado. Probablemente, los sustitutos no sean mejores (filme, cinta), aunque no recuerden ninguna parte chistosa de la anatomía. Comparten, sin embargo, con “película”, su origen técnico-científico. Son expresiones con olor a laboratorio, fábrica y taller. Los inicios del cine se enmarcan en la época de las primeras maravillas de la técnica moderna, a fines del siglo XIX. Maravillas que, curiosamente, hoy son piezas de museo, exhibidas junto a las hachas de sílex neolíticas. De hecho, “película”, palabra de aire muy científico, quiere decir algo así como “pellejito”, de rusticidad innegable.

Y es que, a decir verdad, en el presente siglo, en la producción cinematográfica casi no se utilizan dispositivos que propiamente se puedan denominar películas, filmes o cintas. La gran mayoría de los productos se realizan con equipos digitales. Mejor no hablar de la palabra video, lánguida como pocas. El verbo latino del que procede no le concede mucho prestigio ni sonoridad, y es preferible cualquier cosa terminada en cula o culo. Aunque, en verdad, hoy en día la mayor parte de lo que se hace es video.  Ahora todos son videógrafos, gústeles o no, que además es otra palabreja inane. Está bien que el topógrafo y el cartógrafo se llamen así, pues sus oficios se refieren a realidades útiles, serias y aburridoras, pero que el realizador de clips de reguetón se llame videógrafo es una cursilería.

Quizás la razón de la fealdad de las palabras que se refieren a producciones cinematográficas sea que los aparatos que registran y proyectan imágenes en movimiento se inventaron, y se han desarrollado, en épocas en las que los hablantes de español no estaban entre los que diseñaban y fabricaban artilugios técnicos. Así como no hay inventiva científica, tampoco la hay en cuestión de palabras. La lengua recoge lo que dejan caer otros idiomas, y se las arregla como puede. Aunque quizás en inglés film y movie tampoco tengan mucho encanto; picture, en este contexto, parece mejor, quién sabe.  En cualquier caso, el resultado es que en español le tenemos que decir “películas” (pellejitos) a las obras de Tarkovski, Huston o Buñuel.

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La tristeza del macho

Un pobre muchacho cabizbajo, de mirada perdida. Dice solo palabras irónicas o directamente ofensivas, a veces misteriosas. Tiene todos los síntomas que se atribuyen a los enamorados desafortunados, a los despechados y a los cornudos. Lo único es que este señor no tiene problemas sentimentales. Ni siquiera aparecen intereses románticos en el panorama. Tampoco es que haya discutido con un pariente o amigo. Por ejemplo, una imprudencia en medio de una conversación llevó a que se enfriara la relación de años que tantas alegrías les trajera. Nada de eso. Él únicamente tiene amigos de ocasión. Son verdaderos amigotes que se usan según la necesidad: rumba, fútbol, trámites… crímenes. En ocasiones el personal amistoso se halla clasificado y separado de acuerdo a su función; por tanto, no se conocen entre ellos, como debe ser con las amantes, según dicen. La pérdida de las gafas o de las llaves es un suceso mucho más grave que el rompimiento de una amistad de este tipo. Tampoco ninguna desgracia inesperada, ‒muerte o enfermedad‒, es el motivo de la tristeza de nuestro hombre.

Si nos atrevemos a preguntarle, y se abre un resquicio en la muralla de su mal genio, descubriremos que su malestar no proviene ni de líos de amores ni de ninguna otra disfunción de las relaciones interpersonales. Lo que verdaderamente tiene acongojado al muchacho es un billetico que le debe un colega. Quizás el tema es más grave. Un negocio que tiene en compañía de un camarada no da los resultados esperados, muy probablemente por su propia torpeza. La situación mundial no ayuda mucho, y los índices de no sé dónde y los precios de no sé qué… Bien es verdad que las cantidades que él maneja no son de las que se mueven en los grandes centros financieros, pero valen un Potosí en su corazón, porque se imagina ser un millonario, un emperador financiero. Se figura en un lejano porvenir, refugiado en una habitación de un hotel de lujo o en una glamurosa casa en la playa. Allá escribe sus memorias. De joven tomo decisiones arriesgadas que no fueron comprendidas por sus contemporáneos. Enfrentó las envidias de los competidores. Sorteó los obstáculos que los gobiernos torpes o criminales le atravesaron en su camino al éxito. También empleados marrulleros, alegando injusticias, lo calumniaron con fiereza. Nada pudo detenerlo. Ya en su vejez, ninguna persona decente se atreve a cuestionarlo. Solo los malvados murmuran a sus espaldas y a veces hasta se atreven a desafiarlo en público. Él responde con altura, y sin perder los estribos, deja callado al resentido agresor.

El macho verdaderamente alcanza su potencial al contacto con el dinero. El egoísmo y el afán de dominio no son vicios en el mundo de los negocios, al contrario, son las máximas virtudes, pues aseguran el triunfo, o al menos proporcionan alguna ventaja en la guerra de pandillas financieras. Los negocios son el campo de acción del machismo. Ocurre que en nuestro tiempo el centro  gravitacional de la existencia es el dinero. Siempre fue muy importante, pero hoy en día es la única realidad que sostiene el engranaje de la vida. Nada es más significativo. Los amores y los odios más intensos en verdad vienen de cuentas, deudas, ganancias y pérdidas. De ahí que los negocios y las empresas sean el terreno predilecto de la imaginación. Las más delirantes ilusiones viven entre hojas y hojas de Excel, así como en reportes bancarios. Ni en los desordenados papeles, escritos con plumas de aves y llenos de tachones, de un poeta romántico, se encontrarían tantos delirios como en los archivos de un empresario, o inclusive de uno que aspira a serlo.

Y es que en el dinero vivimos, nos movemos y existimos. En el caso del macho, el gusto por el metálico está siempre delante y detrás del pobre hombre. Hasta la más insignificante acción de su existencia está determinada por el deseo de conseguir o preservar alguna ventaja. Nunca llamó a nadie solo para charlar. Un propósito estratégico latía detrás de cada llamada y aun de cada mensajito a algún conocido, o hasta a su propia madre. Aplica sin pudor a su vida personal, las doctrinas que Maquiavelo instituyó para los príncipes. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a cuestionar el proceder cauteloso del macho en su búsqueda de fortuna? Si los motivos fueran de orden sentimental o por el cumplimiento de un deber, más de uno censuraría el comportamiento taimado del hombre. Pero la búsqueda de ganancias no se puede criticar sin caer en el ridículo, o incluso ser considerado injusto.

Si los crímenes más notorios de origen pasional son los cometidos por celos o por envidia, se debe a que los delitos pasionales perpetrados en el mundo de la economía no son considerados tales por la mayoría. Mentir, robar y hasta matar, en determinadas circunstancias, no son conductas perversas si se hacen en medio de tejemanejes financieros, si son movidos por el deseo de triunfo empresarial. Por la consolidación de una explotación, cualquier vileza es permitida. La ley a veces actúa, pero con mucha dificultad. La razón de semejante impunidad está en el tácito apoyo social de que disfruta el bandido económico. Aun si no gustan sus métodos, se valoran sus resultados. Porque nadie rechaza el dinero, aunque haga aspavientos.

El machismo no es causa del afán de acumulación y ganancia, pero sí vive y prospera en el ambiente de los negocios. Si los gestos del macho pueden ser motivo de burla en el contexto de las relaciones de pareja, de amistad o familiares, en los negocios pasan inadvertidos, ya que la ética del dinero es muy similar a la que vive y proclama el macho en toda su existencia.

La tristeza que arrastra el macho tantas veces a lo largo de su vida le viene de su fracaso en los negocios. Casi nadie logra el triunfo en sus empresas. Las lágrimas que no corren por amores ni odios, fluyen a borbotones por las ilusiones perdidas que producen las cuentas bancarias vacías, o no tan llenas como la fantasía recalentada del varón emprendedor se imaginaba.

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No hay drama

El hombre del norte (The Northman, Robert Eggers, 2022)

Según dicen, la historia de El hombre del norte se basa en textos medievales escandinavos que también sirvieron de inspiración para el Hamlet de Shakespeare. La trama, en rasgos generales, es la misma, y el protagonista de la cinta de Eggers se llama Amleth, palabreja que, al menos en español, suena casi igual al nombre del personaje del drama isabelino. Hasta se puede ver en escena el cráneo de un bufón, pero no se llama Yorick, sino Heimir. En cualquier caso, que nadie se asuste, o se entusiasme, por las posibles referencias shakespearianas en la película. La relación entre la obra del bardo inglés y la cinta de Robert Eggers es un asunto erudito, que francamente no vendría al caso, si no fuera por la insistencia en este punto entre algunos miembros de la prensa y los comentaristas aficionados de internet. Porque el héroe de la superproducción vikinga no tiene nada de melancólico ni dubitativo, tampoco es aficionado al teatro ni se explaya en largos soliloquios. El príncipe fugitivo y renegado se parece más a la protagonista de la película gore Escupiré sobre tu tumba (I Spit on Your Grave, Meir Zarchi, 1978), que tuvo remakes en los dos mil, con el título en español de Dulce Venganza (Steven R. Monroe, 2010 y 2012), u otra cinta de culto de Wes Craven, La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972), que también tuvo versión en el siglo XXI (Dennis Iliadis, 2009). En realidad, las historias de venganza son incontables, pero estas cintas menores de los setenta del llamado “cine de explotación” (Exploitation Films) vienen a la mente al ver la violencia sanguinolenta de las batallas y asesinatos, y hasta de los partidos de hockey sobre césped.

Dos características distinguen a esta gesta nórdica de las películas sobre violación y revancha de bajo presupuesto: la gran calidad técnica, con enorme cuidado de toda la estética del film, y el hecho de que es imposible identificarse con el protagonista justiciero. Es muy difícil no compartir la ira de la mujer brutalmente agredida y no sentir satisfacción con su meticulosa venganza, aunque den un poco de vergüenza las actuaciones, y la fealdad general de las producciones hagan que brinque el sensor de buen gusto a cada momento. Aquí las motivaciones del protagonista son una especie de pretexto para engranar una brillante colección de ritos mágicos, delirios místicos, combates terribles, duelos a espada y cabalgatas a través de paisajes espectaculares. El destronado príncipe Amleth es un dispositivo que se ocupa de venganzas, así como otros se ocupan de lavar ropa. Aún Terminator, el sicario robótico por excelencia, tiene más encanto humano que el guerrero nórdico. Al menos dice líneas chistosas, como la famosa “hasta la vista, baby”. El rudo mercenario medieval es incapaz de articular nada distinto a frases grandilocuentes donde declara sus tétricas intenciones.

Será que se supone que el héroe y los demás hablan como los personajes de las crónicas y poemas medievales en que se inspira la película. En La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015) también se usaban expresiones sacadas de textos del siglo XVII en Norteamérica, pero el desamparo de la joven puritana y su familia frente a las fuerzas del Diablo, aunque también frente a la pobreza, no era una referencia literaria o arqueológica.

Este drama vikingo tiene mucho de vikingo y poco de drama. El legendario Ragnar Lodbrok de la serie de History Channel (Michael Hirst, 2013-2020) es mucho más interesante que el príncipe Amleth. Al menos es un animal astuto e irónico. El tal “hombre del norte” se parece más a una piedra que rueda por un barranco: llamativo, atronador, incluso bello, pero, en últimas, intrascendente.

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Los ritos y los muñequitos

The Batman, Avengers, Justice League, Morbius…

Dicen que los espectáculos en la antigüedad tenían un carácter religioso. La gente veía las actuaciones cómicas o trágicas como parte de una festividad sacra, no solo como pasatiempo. En la actualidad es difícil pensar en religión y entretenimiento al mismo tiempo, o por lo menos no es lo más habitual. Las celebraciones religiosas son obligaciones más o menos penosas, no muy excitantes y casi siempre aburridas. Hay que mantener en presencia de los ritos una actitud seria y reservada, como la que se tiene en los velorios cuando el muerto no es muy cercano. Hay que mantener las formas para no molestar a los deudos y no quedar como un tarado. En cualquier caso, la asistencia a celebraciones religiosas públicas hoy en día no se parece en nada a una fiesta. Es más, tiene más relación con asistir a clase o cumplir una jornada laboral. Se trata de un deber social, algo que representa un sacrificio, aunque sea por nuestro propio bien, pero que no produce un entusiasmo auténtico.

La asistencia a películas de superhéroes es una especie de melancólico rito que se cumple para compartir con el prójimo, con el objetivo de no quedarse relegado en las conversaciones y no sufrir el escarnio de ser “el único que no se ha visto…”. De ahí que sea común el aire irónico que adoptan algunos espectadores respecto a las películas basadas en cómics. Se dan el lujo de no tomarse en serio los dramas de los enmascarados y de hacer chistes, a veces groseros, respecto a la superproducción que llevaban meses o años esperando. Es la misma actitud extraña de quien nunca falta a misa, pero afirma que en el templo no hace otra cosa que luchar contra el sueño, y se complace en hablar de lo desafinado que es el cura cuando canta.

Tal vez sí existan quienes de verdad acuden con entusiasmo y fervor a ver los héroes de Marvel o DC. Son los alumnos que en serio leen los textos para la clase y hacen resúmenes, o los fieles católicos que conocen a fondo los ritos, se saben los cantos y leen la Biblia. En el caso de las películas, son los lectores de cómics y comentaristas de internet. Sofisticados individuos que quieren ver en pantalla lo que han aprendido en años de paciente vagancia, entregados al coleccionismo y la datofagia. Son como científicos que observan un experimento y cualquier cosa que se salga de sus expectativas es un error. Son un público exigente que evalúa la cinta con aire profesoral, atentos a cada detalle. El problema es que no hay espacio para disfrutar los valores de la obra, más allá de la comparación con algún modelo, sobre todo literario, pero tampoco para la interpretación del sentido de la película de acuerdo a sus propias características. Cualquier búsqueda de sentido está prohibida, pues todas las respuestas están dadas en los legendarios textos sagrados de las historietas.

Así pues, unos van a ver superhéroes como parte de un destartalado ritual de sociabilidad, y otros van como expertos peritos, empeñados en juzgar la fineza de una determinada producción de acuerdo a muy precisos estándares. Los réprobos y los ignorantes no son bienvenidos a la exhibición de una cinta de Marvel o DC.

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Porno metafísico: El hombre duplicado

El hombre duplicado (Enemy, Denis Villeneuve, 2013)

El título en español de esta película es engañoso. Un espectador crédulo podría imaginar que se trata de una historia sobre la clonación o cualquier rollo parecido de ciencia ficción. El título original, Enemy (enemigo), podría hacer pensar en una cinta de acción, como por ejemplo la famosa Contra/Cara (Face/Off, John Woo, 1997) con John Travolta y Nicolas Cage, intercambiando rostros y roles, además de muchos balazos. Pero nada de esto, El hombre duplicado más que la emoción de las peleas o el impacto del futurismo cientificista, lo que propone es un reto para aficionados a resolver enigmas. La película protagonizada por Jake Gyllenhaal pertenece a un género que podría denominarse drama filosófico. Algo que define este tipo de obras es que los personajes carecen de individualidad y son más bien fichas en un juego. Los protagonistas de El hombre duplicado son parientes del “gato de Schrödinger” y del “asno de Buridán”. Están más cerca de las figuras geométricas y del número π que de seres de carne y hueso, y aún de personajes ficticios como Ulises o Don Quijote. Del mismo modo que no nos interesa saber de qué color era el gato del experimento, tampoco es relevante la historia personal o la barba del protagonista de la cinta de Villeneuve. No es importante, aunque se mencionen la barba y otras partes del cuerpo de los personajes, porque estos supuestos seres humanos no son más que miembros en el planteamiento de una complicada ecuación filosófica que, al parecer, el público debe resolver. De ahí que resulte contradictorio que la puesta en escena sea tan llamativa estéticamente, porque la seducción visual hace perder el hilo del enredo metafísico planteado.

La ciudad de Toronto es fotografiada como una pulcra, aunque desapacible mole de concreto, sin las típicas casitas de suburbio norteamericano con jardín y porche. Solo bloques de cemento y vidrio que transmiten una frialdad aterradora, donde, curiosamente, habitan seres humanos muy atractivos y bastante candentes. Este contraste entre la sordidez del escenario y la belleza de las figuras humanas produce la extraña sensación de estar viendo un comercial de perfume. Como es sabido, un truco muy socorrido en ciertas producciones publicitarias consiste en hacer posar a modelos despampanantes con poca ropa en medio de fábricas ruinosas o bodegas vacías. Suena extraño, pero los hierros oxidados y las paredes con humedades combinan con los senos turgentes y los tacones de veinte centímetros. En resumen, los gatos y los asnos de este experimento mental titulado El hombre duplicado parecen los protagonistas de una telenovela turca o de un comercial de Dolce & Gabbana.

Quizás se trate de una película de doble propósito, como ciertas razas de ganado. Por un lado, busca que el espectador se satisfaga mientras resuelve el intrincado acertijo del pobre señor que se encuentra a otro exactamente igual a él, pero no tan buena gente, con todos los problemas lógicos y sicológicos que se crean; mientras que, por otro lado, el público puede deleitarse con el más humilde placer de contemplar a gente bonita y sensual, con cuerpos bastante “normativos”, como se dice hoy en día, que a veces se ponen cariñosos, aunque se incluye el fetiche de la embarazada, que puede que no sea del agrado de algunas personas. De ahí que se logren dos objetivos, de una parte, se promueve la masturbación propiamente dicha, a partir de la gracia natural de los actores, pero además se busca que el espectador se restriegue el cerebro resolviendo el rompecabezas de la trama, con sus giros inesperados y sus imágenes extrañas, lo cual equivale a lo que vulgarmente se llama masturbación mental. Así que probablemente el nombre del género al que pertenece El hombre duplicado no sea el de drama filosófico, sino más bien porno metafísico.

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Blow-up

Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966)

El fotógrafo protagonista es un tirano melancólico –como suelen serlo- cuando está en su estudio rodeado de modelos suplicantes y ayudantes serviles. Tiene un dominio técnico y carismático a la vez sobre su entorno. El amanerado desorden de su casa-taller es un paisaje que domina como un señor feudal.

Sin embargo, fuera del estudio se convierte en una especie de viajero perdido en una ciudad desconocida. Aunque no es diferente, en apariencia, a los demás, parece un visitante de otro mundo. Quiere imponer su autoridad con su mirada desdeñosa y su voz grave, pero el resultado es casi siempre desconcertante. Es curioso lo tímido que es con las mujeres en el mundo exterior. El macho dominador da paso al acomplejado colegial. Ni siquiera el dependiente de un negocio de antigüedades o el mesero de un bar lo tratan con respeto. Su jefe lo trata con indiferencia. No es que sufra graves percances, lo que sucede es que su única posición posible es la de observador. Cualquier intervención que realice resulta incómoda para los presentes, pero sobre todo para los espectadores.

Cuando toma las fotos en el parque de una pareja que parece estar actuando de manera demasiado cariñosa, y la mujer en cuestión va a recamarle los rollos, parece un momento más de incomodidad en la vida del fotógrafo. Luego va a su estudio –fortaleza de superioridad- y descubre algo sospechoso en las fotos. En el estudio es un dios que todo lo ve. Sin embargo, cuando trata de llevar esa información al exterior, sus acciones vuelven a ser torpes y carentes de efectividad. Este pobre hombre debería quedarse encerrado en su taller para siempre. Aunque sea un tirano en sus dominios, su desamparo es excesivo en el mundo exterior. Lo irónico es que su impotencia resulta conmovedora, a pesar de ser un sujeto repelente.

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El macho y el problema de la imaginación

Tener una imagen del mundo y de sí mismo es propio de los seres humanos. Tenemos ideas como tenemos órganos, y de estos como de aquellos no podemos prescindir si queremos seguir vivos, sobre todo para actuar con alguna soltura en el mundo. Es como si dijéramos que un pobre ser, además de cargar con el peso acumulado a lo largo de los años de sus propias carnes, tiene que echarse al hombro las ideas que sobre él y todo lo demás se ha formado en el transcurso de su vida. De este fardo de fantasías va sacando lo que necesita para sostenerse en la existencia, como si fuera un almacén de provisiones o un arsenal. Aunque no todo lo que guarda sea útil y quizás en algún momento de desespero desearía tirar a la basura más de una idea que no sirve, pero sí estorba. Pero todo, lo bueno y lo defectuoso, pesa enormemente, y no hay manera de liberarse de la carga imaginaria, pues es un esqueleto y una musculatura tan necesarias como las del cuerpo.

La importancia de la imaginación en la existencia se puede ver con evidencia en las relaciones interpersonales. Tener fantasías en común es lo que une a los hombres a un nivel íntimo. Dos individuos pueden estar cerca día y noche, y aun compartir intereses y, sin embargo, carecer de verdaderos lazos de unión. Si dos son aficionados al futbol con igual pasión, lo cual quiere decir que se imaginan que su vida depende del resultado de un partido, estarán unidos por una cadena fortísima hecha de las comunes ilusiones. En cambio, puede que dos miembros de una familia se hayan criado juntos y, sin embargo, sostener una relación meramente oficial, unidos por intereses, podría decirse, únicamente políticos: sentido de la responsabilidad, agradecimiento o, en última instancia, la necesidad económica.

Por otra parte, las más grandes enemistades se generan por efecto de la inoportuna imaginación de agravios recibidos. Los problemas reales son más susceptibles de resolverse apelando a la razón, o simplemente por la acción sanadora del tiempo. Pero el insulto producto de la fantasía del agraviado se niega a borrarse de la mente, precisamente por ser obra del propio ofendido. Cuida y cultiva la maldad que cree haber padecido como si fuera una planta de su jardín.

En verdad, se podría decir mucho de los efectos de la imaginación en la vida, buenos y malos. Se dice, por ejemplo, que la imaginación es la base de la actividad literaria, lo que hace que algunos poetas vivan en otro mundo, alejados de la realidad. Es posible que tal cosa sea una leyenda, probablemente alentada por algunos poetas. Quizás no sea cierto que la principal cualidad de los poetas es una imaginación poderosa. La poesía es una actividad que tiene una dimensión técnica, digamos que artesanal, muy importante, además de un componente de estudio y lectura, que hace que la imaginación sea más bien un insumo, entre otros, para la producción literaria. Pero este es un tema complicado. Mejor dejarlo de lado y observar un tipo humano en el que la imaginación sí es predominante, sí es el elemento central. Este espécimen, esclavo de su fantasía, es el macho. Y esto aun en los aspectos más cotidianos de su existencia.

Ninguna ley escrita en un código le dice al macho que él es el guardián de las mujeres de su entorno, o incluso de todas las mujeres. Pero él vive en la fantasía de ser inspector de las hembras, y cree que la naturaleza le ha dado esta misión, lo mismo que le dio testículos y barba. La actitud agresiva y controladora de los machos con las mujeres no se debe a que sean misóginos. No es el odio lo que los mueve. La verdadera razón está en que han cosido para sí un traje de héroe protector, tan pegado al propio cuerpo que es casi una piel. Este papel de defensor es tan importante que supera incluso al deseo sexual. Quizás el macho sea en realidad más bien frío, y en todo caso su comportamiento posesivo incluye también a hombres, por ejemplo sus propios padres. Quizás no se ve a sí mismo como una figura violenta, como un gendarme o un soldado. Es probable que su autoimagen sea la de un ángel guardián, con sus alas blancas y tez sonrosada.

Pero no solo el papel de guardia perpetuo y obsesivo mantiene ocupada la mente del macho. El macho es también un competidor, que ve un retador en cuantas personas se encuentra. Todos serán sus enemigos. La vida es un brumoso campo de batalla donde solo logra ver las lanzas amenazantes sin ningún rostro humano detrás. Parece un despropósito hablar en términos épicos o legendarios acerca de un tipo tan vulgar como el macho, pero es en este mundo de figurones fantásticos, lleno de ángeles y guerreros donde vive en verdad el pobre hombre.

Estas imágenes que crea en su mente son lo más preciado para él. Siempre que encontremos un macho lo veremos amar u odiar con furor ciertas cosas. En principio juzgaríamos que los objetos de sus sentimientos son realidades. Nada de esto. El macho gasta su caudal sentimental en puras creaciones de su fantasía. Tal vez todo el problema del machismo sea una enfermedad de la imaginación. Una especie de relación poco higiénica con ciertas creaciones de la mente. Puede que tales absurdos fantásticos sean inevitables, pues son fabricados por el cerebro machista con materiales extraídos del medio social, pero al menos pueden ponerse a una respetable distancia que permita verlos separados de los objetos reales. De ahí que sea la disciplina realista la única que puede salvar al macho. El combate al machismo no debe darse en el terreno moral sino en el filosófico. Si pudiera tomar conciencia de los límites de su cuerpo, por ejemplo de sus limitadas capacidades físicas e intelectuales, se detendría un momento antes de asumir como ciertas las creaciones de su mente machista. En últimas, la situación del macho y de su salvación es un problema ontológico: qué es y qué no es.

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Un error

Uno de los pecados veniales más tontos, o si se quiere, de los errores más disculpables que puede alguien cometer, es volver a ver una gran película después de muchos años. Parece una inocuidad, pero tiene consecuencias lamentables en la vida del aficionado. No tiene caso citar ejemplos de filmes específicos, pues se suscitarían las inevitables controversias acerca de si tal obra es tan importante como dicen o es un bodrio sobrevalorado. Que cada quien ponga el título que prefiera. El punto es que el nuevo visionado de la antigua película, que recordamos como una sensación agradable, aunque hayamos olvidado gran parte del argumento y apenas si vislumbramos alguna imagen, quizás más que nada por el bombardeo de fotogramas, clips y  carteles que traen las redes sociales; digo que volver a ver la tal obra nos deja un extraño malestar, que proviene, cosa rara, de que la encontramos magnífica. El problema no es con la gran película, el problema es con las otras, especialmente con las nuevas. La riqueza de la obra revisitada nos hace caer en cuenta de la pobreza del resto. Y no podemos caer en la obviedad de pensar que la solución es ver únicamente películas viejas. A la larga se convertirían en vomitivos. El problema es muy hondo y exige un remedio radical. La solución es dejar de ver cualquier tipo de películas. Abstenerse hasta de los videos musicales de YouTube. Renunciar como un penitente a la pecaminosa vida de cinéfilo y aun de vulgar espectador ocasional. Solo quedará el recuerdo de algunas películas y se evitará la pena de la mayoría.

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Filología y analfabetismo

La lectura filológica de un texto es una invitación al analfabetismo. Cierto día leemos una investigación alrededor de una obra que trata de explicar cómo se construyó y por qué: qué estrategias retóricas utiliza para lograr lo que supuestamente se propone, qué recursos, qué descubrimientos formales, qué fuentes o influencias se encuentran en el texto en cuestión; o bien, quién lo escribió, contra quién, a favor de quién, dirigido a quién. Ahí es cuando descubrimos cómo se debe leer correctamente una obra. El resultado de tan detallado trabajo deja al descubierto lo inadecuados que somos para leer casi cualquier cosa. Tan imbécil es el que lee a un novelista o un filósofo sin haberlo estudiado al derecho y al revés, como quien cree comprender la Biblia con solo saber juntar letras en su lengua materna. Solo los expertos, que leen en hebreo y en griego, pueden sacarle el jugo a esa colección de historias rarísimas y de doctrinas delirantes. En definitiva, leer es, para el ignorante, una conchudez. El que lee sin conocimientos especializados y profundos sobre la obra es como un niño de cinco años que bebe whiskey. El organismo no le da para eso y lo justo sería que se alejara del licor como de la peste. Sin embargo, leer solo cosas que se adapten a nuestro pobre nivel intelectual y escasa formación sería una gran desgracia. Para leer textos iguales a nosotros en mediocridad e insensatez bastan y sobran las redes sociales. Por eso quizás lo mejor sea el analfabetismo.

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Sangre sabia

Sangre sabia (Wise Blood, John Huston, 1979)

Es curioso, pero se dice que los basureros, los hierros oxidados y la madera podrida son muy fotogénicos. Los fotógrafos aficionados, y aun los profesionales, aprovechan siempre la oportunidad de sacar una instantánea cuando se encuentran con alguna casa en ruinas o un carro destartalado, y ni qué decir de una puerta vieja y rota; esto ya es una maravilla para la cámara. Instagram está lleno de tales retratos de la decadencia. En el mismo sentido, se encuentran los rostros arrugados de las pobres gentes, ya sea en las redes sociales o en los reportajes de prensa.

En la película Sangre sabia aparecen todas las cosas feas imaginables. La pobreza, la ignorancia y la mezquindad reinan sin límite. Sin embargo, no es posible ver el encanto estético que se suele atribuir a las cosas destruidas (incluidos los cuerpos humanos) cuando se fotografían o se pintan. Este amor a las ruinas y a la decadencia parece que es de origen romántico, y sin duda tiene su mérito y su importancia, pero, por lo mismo, es muy valioso, por lo arriesgado y raro, mostrar la fealdad y la pobreza con todo su carácter negativo, que es el que tienen en la realidad cotidiana. Un buque abandonado, oxidándose en una playa, lleno de porquerías de origen orgánico o químico, funciona muy bien como parte de una escenografía apocalíptica, pero es una desgracia para el puerto donde tristemente se encuentra varado. En plan más cotidiano, un viejo televisor, gordo y pesado, que ni siquiera enciende, es un estorbo, un contenedor de polvo, y hasta un peligro, si a alguien le cae en un pie, aunque se vería de maravilla en una publicación de Instagram, si a la foto se agrega un desteñido cuadro de un santo y un gato que duerme encima del aparato.

En esta decisión de mostrar lo feo, tal y como se presenta en la vida de todos los días, es donde quizás está el secreto de esta película tan extraña, tan difícil de interpretar, si se atiende solo a sus personajes, individuos irracionales, sujetos de comportamientos extremos, siempre negativos, que fluctúan entre la locura, la tontería y la maldad. Todo en un contexto movedizo entre la charlatanería y el fanatismo religioso. La historia sigue a un veterano de guerra convertido en predicador del ateísmo, que luego se transforma en el más triste y patético asceta imaginable. Pero no es en la desventurada trayectoria de este hombrecito y sus acompañantes donde aparece la esencia religiosa, específicamente cristiana de la película. Es en la vulgaridad y miseria del escenario en que viven. Pues en ese mundo de ciudad provinciana fea, triste, y sobre todo pobre, no parece haber más salida que la que promete Dios. Uno se puede sentir tentado a gritarles a los personajes que cambien la dirección de su vida, que intenten un camino más razonable, pero la verdad es que no se ve cómo podrían hacerlo. En esa tierra que parece el infierno (el infierno de la vulgaridad cotidiana) contemplamos a sus delirantes habitantes con espanto, pero sin poder juzgarlos. No hay esperanza aquí abajo, pues todo está mal, lo mismo personas que cosas. Solo en Dios hay salvación. Aunque, en la película, Dios tampoco se vea en el horizonte.

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El llanto del macho

Se oye decir que los machos y machistas sufren por no poder expresar sus sentimientos. Su frialdad y dureza se vuelven contra ellos. El macho se guarda el malestar y esta acumulación de miseria se infecta en el interior del pobre hombre. Si no callara sus conflictos y dejara correr las lágrimas, el macho ganaría en bienestar y pondría en cuestión su retorcida actitud dominadora y cruel. Vería que igual que él los demás también sufren, y adquiriría la virtud de la empatía, fundamental en una justa convivencia humana. Sin embargo, todo este razonamiento parte del error de creer que el macho real no es llorón.

Toda dominación se ejerce sobre el cuerpo y desde el cuerpo. Dentro de los elementos corporales más agresivos, y por ello más útiles como armas, están los fluidos. La sangre es la primera en violencia. Ya sea para amenazar con hacerla correr o para exhibirla y causar impresión. Pero las lágrimas también tienen lo suyo como munición. El macho sabe usar el llanto para hacer valer su voluntad. No solo los niños utilizan este arsenal líquido para ganar posiciones. Al hombre chillón hay que prestarle atención, y la verdad de su opinión está demostrada de modo irrefutable por los ojos rojizos a causa de la sal de las lágrimas. La idea de que los machos no lloran es un cliché cinematográfico, propagado por duros de Hollywood como Charles Bronson y Clint Eastwood. Pero el macho inexpresivo en todo momento es tan fantasioso como el arma cuyas balas son infinitas o como lo automóviles que siempre explotan al chocar. En realidad, la exhibición o no de los sentimientos es un asunto secundario a la hora de entender el machismo. Lo decisivo es el egoísmo. El macho llora, y mucho, por lo que a él le interesa, por defender su causa. Las lágrimas son una forma de chantaje que genera conmiseración, pero también miedo. Y todo este exhibicionismo es probablemente sincero, pues para él solo importa su propia voluntad.

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El autor como milagro

Benedetta (Paul Verhoeven, 2021)

En la película Benedetta, una monja recibe los estigmas que aparecieron en el cuerpo de San Francisco de Asís. En la piadosa mujer se reproducen las heridas que sufrió Jesucristo durante la pasión. Algunos dudan de la autenticidad de tal milagro y creen que se trata de un astuto simulacro para ganar reconocimiento y poder. Sin embargo, otros consideran que, reales o falsos, los estigmas de sor Benedetta son útiles para atraer peregrinos y, por tanto, dinero. Esta búsqueda de santos, la pasión por la santidad, ya sea por fe, novelería o interés, es muy parecida a la obsesión de los medios, las redes, y algunos espectadores, con la figura del autor cinematográfico.

El común denominador entre quienes alaban la última película de Paul Verhoeven es celebrar el reverdecimiento creativo en plena vejez de un misterioso autor despreciado en el pasado por realizar películas de género en Hollywood. Descubrimos que este viejo director holandés que hizo su fortuna en California vuelve al viejo mundo para darle un revolcón al aburrido cine europeo. Lo hace con una historia de monjas cachondas, anticlericalismo, ambiente de época, con caballos y disfraces a todo dar, y autoparodia. Si en el pasado hizo sus obras al modo de thrillers eróticos noventeros (Basic Instinct, 1992) y robots justicieros ochenteros (RoboCop, 1987), injustamente despreciadas, ahora realiza telefilmes de tema histórico con toques ideológicos muy en onda, salvo que ahora sí será recompensado. La crítica reconoce sus méritos presentes y corrige los errores al juzgar su obra en el pasado.

La pregunta interesante es por qué es tan necesario que existan autores cinematográficos. Genios que impregnan con su alma cada plano. Todo ese rollo autoral tiene mucho de fantasioso, tanto como los estigmas de Benedetta. A una parte del público, como a muchos críticos, periodistas y publicistas les encanta hacer aparecer estos seres sobrenaturales llamados autores, más si son malditos o marginados o poco apreciados en el pasado. Toda esa tramoya romántica del genio mártir sirve para hacer crecer sus figuras ante el devoto creyente en la “magia” del arte cinematográfico, y por ese medio aumentar el valor de obritas irregulares y olvidables, que se venden como extraños testamentos de almas torturadas.

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El misterio de Soho

El misterio de Soho (Last Night in Soho, Edgar Wright, 2021)

Varios comentaristas han mencionado las referencias a Polanski en El misterio de Soho. Puede ser que un experto en el cine del director polaco sea capaz de encontrar muchas referencias a Repulsión (Repulsion, 1965) o a El bebé de Rosemary (Rosemary´s Baby, 1968), por ejemplo. En lo que sí no hay mayor similitud es en el espíritu de la película de Edgar Wright y el de las obras de Polanski. En el cine de Roman Polanski el mal está siempre presente aunque no se vea en la superficie. Es como si a través de  la fresca apariencia de la fruta se entreviera el gusano que carcome el interior. En cambio, en El misterio de Soho el bien y el mal están siempre separados. Los castigos y los premios terminan por repartirse con justicia, aunque sea tarde, y la salvación aparece, al final, a la vuelta de la esquina de la peor de las desventuras. Quizás por esto, un drama con tintes sobrenaturales centrado en la explotación sexual acaba por ser una especie de cinta juvenil sobre el amanecer de la vida adulta. La gracia de las coreografías, los decorados característicos de la Londres bohemia y la simpatía de los intérpretes hacen que valga la pena ver esta película, aunque el intento de hacer un drama tétrico hace que se extrañe la vena cómica del director.

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La nueva Torre de Babel

La crítica más común a los contenidos de las redes sociales es que son repetitivos. Se trata de productos tales como memes, videos de trends o las fotos hechas con la misma pose y la misma luz, y hasta en los mismos lugares. En muchos casos el ejercicio consiste en hacer exactamente lo mismo, con la única variación del ejecutante. No solo se denigra el contenido sino la intención con que se realiza: conseguir seguidores, tener éxito. Por tanto, los pecados de las redes sociales son el convencionalismo y el afán desmedido de fama. El “creador de contenido” quiere complacer al mayor número y para lograrlo tiene que reproducir el mismo tipo de imágenes, videos y textos. Este desgraciado mundo masificado y uniformado sería consecuencia del desarrollo de internet, y sobre todo de la mala fe de los dueños globales de la red. Puede ser que todo esto sea verdad, pero también es cierto que internet únicamente ha generalizado lo que ya era habitual en la literatura y las artes en épocas pasadas. Hoy en día todos podemos ser “creadores”, mientras en el pasado solo los artistas y los llamados “hombres de letras” recibían este extraño título de resonancias teológicas. Sin embargo, los mismos vicios que se achacan hoy a los fabricantes de posts en internet, esto es, acartonamiento y deseo de complacer a la mayoría, se encontraban ya a finales del siglo XIX, y puede que en otras épocas. Basta recordar lo que decía Baldomero Sanín Cano en un artículo de 1888 sobre la poesía del presidente y literato Rafael Núñez: “Para los hombres de letras, son los lugares comunes las gradas de la popularidad”. Frase muy expresiva que se puede usar hoy, con solo cambiar “hombres de letras” por el más genérico “creadores de contenido”. Lo que sí ha hecho internet es llevar la uniformidad a escala planetaria, porque la diferencia de las lenguas ya no es un limitante. Las lenguas siguen existiendo, pero se han hecho irrelevantes. Todo el mundo produce y comparte las mismas fotos y videos desde Camboya hasta Alaska, como si toda la humanidad hablara el mismo idioma y viviéramos antes de la confusión de la Torre de Babel.

“Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad”.

Ahora podremos terminar la obra interrumpida y culminar por fin la torre que llegue hasta el cielo. Después habrá tiempo para averiguar para qué sirve semejante cosa.

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El juego de la culpa

El contador de cartas (The Card Counter, Paul Schrader, 2021)

Como en First Reformed (Paul Schrader, 2017) o en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), ambas con guion de Schrader, el protagonista de El contador de cartas es un alma en pena que busca purgar su pecado para escapar al cielo, o a donde sea. El jugador profesional de póker vaga de casino en casino para desplumar a viciosos o a incautos de cualquier clase. Evita los grandes torneos que convierten en estrellas a los ganadores en este extraño deporte donde se vacían las botellas y se llenan las barrigas. Nuestro hombre solo quiere sobrevivir. Solo necesita el dinero suficiente para sostener su vida nómada, sin contactos personales y llena de silencio y hábitos extraños. Pero no se trata de un demente. La regularidad ritual de su existencia hace parte de una especie de peregrinación en busca de salvación. Como un devoto que cumple su promesa al santo, se mueve entre vulgares cuartos de hotel, que somete a una peculiar redecoración, y registra sus reflexiones en un diario, como en un examen espiritual que, sin embargo, no conduce a nada. Este ir y venir repetitivo, entre ambientes fríos y tristes, es seductor, a pesar de todo, porque es similar al funcionamiento de una máquina, o mejor, de una línea de ensamblaje. Quién no se ha entretenido observando la eficiencia y la precisión de un grupo de aparatos alineados, que casi por arte de magia, convierten una materia cualquiera en un producto terminado. Es la gélida belleza del maquinismo lo que admiramos en este jugador profesional de póker, como podría ser con cualquier otra persona que realiza alguna actividad con rigurosidad y decoro. Lo malo es que el espejismo de limpieza ritual se desvanece cuando se descubre el origen de la culpa del personaje. Es un exmilitar acusado de torturas en Irak que pasó varios años en la cárcel. Y la cosa se complica por el encuentro con el hijo traumado de otro soldado, también condenado por los mismos crímenes, que lo obliga a cambiar su rutina y embarcarse en una montaña rusa de acontecimientos que lo harán abandonar la higiene de su estilo de vida. Encontrará alegría y contento, pero también se enfrentará en sentido real y simbólico con su pasado, lo cual no resulta tan bueno como parece.

Aquí está el problema de la película. Al meter el tema de los crímenes de Estados Unidos en la “guerra contra el terrorismo” la cinta se colorea de política, pero lo hace de un modo un tanto panfletario y simplista. El enredo moral y psicológico del protagonista se ve de repente enmarcado en un lío jurídico y político de talla global. La realidad de las crueldades de la guerra se presenta con imágenes de archivo o con unas tomas filmadas con lentes deformantes. El cambio estético resulta chocante, por la limpieza casi minimalista del resto del metraje. No obstante, lo peor es la superficialidad del enfoque. Frente a la mirada detallista y precisa del drama del personaje, el tratamiento del problema de la guerra es de nivel periodístico, en el mejor de los casos. Como pasaba en First Reformed, donde el sufrimiento del pastor protestante (también veterano de guerra) se mezclaba con la crisis climática, en El contador de cartas la guerra de Irak se siente como una forma de darle trascendencia política a un drama individual.

La película se salva por la exposición de la aséptica miseria del personaje. La denuncia de la injusticia se queda en una especie de condimento que quiere agregar trascendencia al plato, pero termina siendo inadecuado para la receta en su conjunto.

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Dune. Fiesta de tacaños

Duna (Dune:Part One, Denis Villeneuve, 2021)

Dune es una película donde se cuentan dos historias. Una grande y pomposa, de luchas políticas interplanetarias, llena de intrigas y misterios, pero que no vemos en la pantalla, ya que solo la adivinamos (o no) a partir de unos diálogos sosos y casi siempre incomprensibles. Y otra pequeña, compuesta de escenas desconectadas entre sí, aunque realizadas de modo lujoso, y no solo las de acción, sino en las que nada más charlan los personajes. Como lo que pasa en esta pequeña historia (la que vemos en verdad) solo se comprende a partir de la otra (la grande y desconocida), resulta que es imposible sentir interés por el destino de los héroes y los villanos. Nunca se llega a conocer a los personajes, que en realidad no son individuos, sino más bien títulos o cargos: el jefe, el hijo del jefe, la mujer del jefe, el jefe de todos, la bruja, el otro jefe (el de los “bárbaros”), el traidor, el esbirro N° 1, el esbirro N° 2, etc. Se entiende que con un repertorio de estereotipos así es muy difícil conectar, y el resultado es el inevitable desinterés. Y eso a pesar de todo el despliegue técnico y del cuidado de cada aspecto de la producción. Dune es convencionalismo estilo Hollywood, pero bañado en oro; algo así como Kubrick, al menos en algunas de sus películas.

Quizás haya que conocer la historia del universo de Dune para disfrutar, o al menos entender, la película de Villeneuve (leer el libro, o encontrar un sabio que nos lo resuma y comente). Pero, entonces, el filme se parecería a una de esas fiestas a las que hay que llegar borracho y lleno, porque los anfitriones o son muy pobres o muy tacaños, o ambas cosas, para atender culinaria y etílicamente a los invitados. Puede que inclusive todo el mundo se vista elegante, y que cuelguen papelitos brillantes para adornar el salón de la quinceañera o del matrimonio en cuestión. Pero al final, los asistentes tendrán que salir a buscar verdadera parranda en cualquier garito, aunque huela a orines y los virus también hagan fiesta.

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Defensa del libro pirata

La mayor virtud de los libros piratas es la transparencia. Al ser baratos, nadie se fija en su carácter de objetos físicos, como nadie presta atención al límpido cristal de la ventana que nos deja ver el paisaje. Solo apreciamos tales libros como contenedores de textos. No es solo el precio el que es bajo, también lo es el valor como cosa material, pues su calidad estética es nula o incluso negativa. El libro pirata, de hecho, puede llegar a ser repugnante, ya sea por su intenso olor químico, cuando es nuevo, o por lo quebradizo y desteñido de sus hojas, con el aroma a moho tan característico, cuando ya carga muchos años encima. Pero es que además obliga al lector a enfocarse en lo impreso, no solo por lo pobre y feo del papel y del diseño, sino también porque con frecuencia las letras son borrosas o de tonos pálidos, lo cual hace que haya que forzar la mirada para descifrar lo escrito. Se trata de un gran beneficio, aunque no lo parezca, pues siempre se ha sabido que una silla demasiado cómoda no es conveniente a la hora de ver un espectáculo, porque, como es natural, favorece al sueño. Pero sin duda lo más destacado del libro pirata, sobre todo cuando se trata de ediciones de clásicos de todos los tiempos, es que es imposible usarlo como adorno. Si hay algo que caracteriza a estas tristes ediciones es su carácter indecoroso. En una habitación, una edición pirata de la Eneida o del Lazarillo de Tormes causa el mismo efecto que unos calzoncillos tirados en la cocina. Un tomito de Juan Rulfo, con su novela y sus cuentos, impreso en papel ordinario y sin siquiera un nombre de editorial, acomodado en una biblioteca hogareña, es comparable a un pañal flotando en una piscina. Pero lo que es deshonra para el buen gusto y el diseño de interiores, es honor para la literatura y la filosofía. Algunos dirán que los libros piratas, o ediciones baratas y anónimas, son en extremo frágiles, que se desarman con solo tocarlos. Pues el caso es que es este un síntoma de su mérito. El libro se deshace en las manos del lector como la hostia se disuelve en la boca del comulgante. El texto y Cristo, en ambos casos, se contienen en materiales humildes y delicados, que por su miseria no merecen atención. El libro lujoso, la edición cuidada, y muy legal, son cosa de idólatras y fetichistas, no de verdaderos católicos ni de lectores curiosos.

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Amélie: Resurrección sin pasión

Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001)

Alguna vez le oí decir a una señora: “mirá a esa boba con la edad que tiene y todavía con esa pinta de Amélie”. Dejando de lado la impertinencia, o no, del comentario, hay cierta justicia en el calificativo de “boba” que se aplicó a la mujer en cuestión. Quiero decir, que si era cierto que quería parecerse a Amélie, no era inadecuado que se acumularan sobre ella calificativos tales como tonta, estúpida, idiota, imbécil, etc. Parecerá exagerado, sobre todo porque el personaje es presentado como una recursiva heroína. Pero, en realidad ella es solo la reina de los tontos. Una boba con astucia. Esta cualidad fantástica es la única que la diferencia de los demás y la hace destacar. También es el elemento más irreal de la trama. Por lo demás, si se quitan las habilidades superiores de espionaje de la muchacha, todo el grupo de personajes parece un recreo de jardín de niños, solo que no están en el patio del preescolar sino en una estereotipada París bohemia, y no son niños, sino gente bastante grande, algunos ya ancianos.

La tontería es bastante molesta para el tonto y sobre todo para los que lo rodean. Este asunto no requiere pruebas, pues en este negocio (la tontería, la estupidez, la bobería), todos somos juez y parte. Sin embargo, al parecer es placentero ver a los idiotas en acción en una obra de ficción, sobre todo cuando alcanzan el éxito en sus propósitos, por ridículos que sean. Es lo mismo que pasa con los mafiosos o los criminales en general: les tememos en la vida real y los admiramos en la pantalla, precisamente porque no respetan a nada ni a nadie. Parece que viven libres, igual que los tontos. De la misma forma que se les agrega garbo a los gánsteres en el cine, en Amélie los estúpidos están estetizados.  La fotografía, el vestuario y la escenografía son de gran calidad, muy brillantes y alegres, pero están al servicio de la exaltación de lo que es feo y triste: la pobreza, la soledad y la estupidez. Si se les quita la pintura chillona a los personajes resultan ser unas figuras patéticas, que en el mejor de los casos merecerían compasión, aunque quizás no mucha simpatía.

Sin embargo, no es la falta de realismo el culpable de la vacuidad de Amélie. El problema no es que sea un cuento de hadas, el problema es que la magia de una historia fantástica solo funciona cuando los personajes afrontan situaciones trágicas. Cuando son zarandeados por el destino y la magia interviene para salvar la situación. Pero la historia y los personajes de Amélie son tan artificiales, que no es posible imaginarlos en ningún drama real, en una verdadera situación angustiosa y de peligro, por lo mismo, la magia no tiene ningún efecto liberador. Por eso es tan vacía y tan aburrida esta historia, a pesar del movimiento y la animación. El éxito de la película quizás se deba a que deja ganar a los tontos, y más que nada, a la mayor de las tontas. Aunque, viéndolo bien, la chica no triunfa realmente, pues no tiene enemigos. La historia no puede permitirse enfrentar a Amélie contra alguien normal (no digamos alguien realmente malvado), o al menos contra algún problema real; en tal caso, las deficiencias de la protagonista se harían insoportablemente tristes, y ni todo el colorete parisino lograría salvar a la pobre muchacha.

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El hijo de Saúl

El hijo de Saúl (Saul fia, Son of Saul, László Nemes, 2015)

El problema consiste en encontrar el modo de tratar el horror y la injusticia sin crear espectáculos gore o melodramas facilones. En estos casos, lo que se busca producir son respuestas mecánicas en el espectador. El público se conmueve hasta las lágrimas o se asquea hasta la náusea, como en una telenovela o película de terror, mientras come crispetas o papitas. Tales reacciones superficiales anulan la capacidad de reflexión, pero además imposibilitan la verdadera empatía con la historia de los personajes. Los protagonistas pierden su humanidad, para convertirse en dispositivos encargados de generar reacciones en el espectador. Lo mismo da que provoquen excitación sexual, miedo, asco, o una rabiosa indignación, como suele ser el caso de las películas sobre los crímenes nazis.

La apuesta, a nivel estético y narrativo, se puede entender con la ayuda de un artículo de 1959 de Gabriel García Márquez sobre la novela de la Violencia en Colombia:

«Probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia, fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material de que disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el camino que llevaba a la novela. El drama era el ambiente de terror que provocaron esos crímenes. La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos.  El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental».

El hecho es que en El hijo de Saúl se excluye “la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes”, no para esconderlos, sino para evitar convertirlos en espectáculo de feria, como si fueran terneros de dos cabezas, monstruosidades para deleite de los morbosos. Con unas tomas muy largos en el tiempo, pero muy estrechas en el espacio, el horror queda en segundo plano, a veces borroso (desenfocado), a veces lejano, aunque siempre presente, sobre todo en los sonidos: voces en varios idiomas, gritos, llanto, fuego crujiente, balazos. La violencia nunca desaparece, pero tampoco es demasiado evidente. Si se tiene en cuenta lo terrible de los hechos, resulta una película bastante menos cruda que cualquier cinta de acción convencional. Sin embargo, su efecto es mucho más duro, pues lo que sí vemos con toda claridad es el rostro de los personajes, sobre todo del protagonista. Lo decisivo es la relativa inexpresividad de las caras de estos seres absolutamente diezmados por la esclavitud en un matadero de humanos. La severidad, y hasta la frialdad de las miradas en primer plano, crea un terrible contraste con la masacre industrializada que se intuye en el fondo. Por lo tanto, el centro de la historia son los vivos, no los muertos. Son las personas que respiran el aire corrupto por el humo de las cremaciones, y que no pueden comer, por el asco o por el miedo, después de pasar el día entero arrastrando cadáveres y limpiando sangre.

Ahora bien, desde el punto de vista narrativo, lo más importante es que estos hombres destruidos no son víctimas pasivas. Su labor como ayudantes de los verdugos (Sonderkommando: prisioneros reclutados como auxiliares de los nazis) los hace jugar un rol en la masacre, aunque de manera forzada. Su particular posición les da también la posibilidad de hacer algo para superar su situación. Si fueran prisioneros comunes, arrastrados a la muerte como ganado, su historia no tendría mayor impacto. Serían, como dice el escritor, “pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados”. De ahí que tengan planes de rebelión o de escape, y que increíblemente comercien entre ellos con los despojos de los asesinados. De este modo, las víctimas se hacen cercanas al espectador, pues tratan de vivir, aun en la situación más absurda posible, y no son solo carne podrida, procesada industrialmente y registrada en libros de contabilidad.

En ese contexto, la aventura del protagonista es la más absurda de todas. No quiere escapar o revelarse como los demás. Quiere enterrar a su supuesto hijo según el rito judío y evitar que lo arrojen al horno como al resto. La lucha desesperada de Saúl por un motivo tan extraño genera en el espectador un cuestionamiento más extraño todavía. Nos preguntamos el porqué de semejante sacrificio por un muerto, que probablemente ni siquiera sea su hijo, en medio de una masacre constante. Aquí es donde está la brillantez del guion. Pues al considerar absurda la actitud del protagonista, en cierto modo estamos validando el horror del campo de concentración. Como espectadores terminamos por aceptar la lógica criminal del exterminio, y nos extrañamos de un individuo que no se comporta de acuerdo a esa lógica. Saúl decide actuar de acuerdo a una moral anterior a su condición de prisionero, es decir, actuar como si fuera un hombre libre. Esta actitud irracional, desde el punto de vista del espectador, hace que no podamos simplemente sentir lastima por él, sino que además nos irrita y nos confunda. De ese modo se convierte en nuestro igual, o dicho de otra manera, se humaniza, y deja de ser una cifra más en la lista de “pobrecitos muertos” del Holocausto. Además, nos involucra en el dilema moral del personaje, obligándonos a superar la actitud pasiva de simples contempladores del desastre.

La desesperanza del final es la desesperanza del protagonista. La película no se permite el lujo de cambiar de perspectiva, y por tanto, no puede hallar salida después del fracaso del personaje. Tal cambio sería una traición al propósito formal y temático de la obra. Sin embargo, exactamente la última toma es un plano abierto de un claro del bosque con un niño que escapa. Este momento final de lirismo es una especie de bálsamo para mitigar la amargura de la historia, algo así como un rayo de esperanza. Con todo, el destino de los personajes no cambia, de hecho, estaba decidido desde el comienzo. La película no permite huir al protagonista ni a sus compañeros para evitar caer en el subgénero de “supervivencia” o de “escape”, que es un tipo de película de acción, cuyo prototipo sería Rambo, donde un héroe, o pequeño grupo de guerreros, consiguen vencer a todo un ejército de manera espectacular, para satisfacción del espectador. El hijo de Saúl produce muchos sentimientos, pero definitivamente uno de ellos no es la satisfacción.

García Márquez, G. (1959). Dos o tres cosas sobre “La novela de la violencia”. La Calle, Bogotá (103), pp. 12-13. Recuperado de: https://www.semana.com/agenda/articulo/dos-tres-cosas-sobre-la-novela-de-la-violencia/36312/

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Un señor de bigotes rodeado de flores

Funeral de estado (State Funeral, Государственные похороны, Sergei Loznitsa, 2019)

El director ucraniano Segei Loznitsa reunió materiales fílmicos de archivo que llevaban guardados décadas. Las grabaciones se realizaron por toda la URSS en los días en que se desarrollaron los funerales de Stalin en marzo de 1953. La película se construyó a partir de alrededor de cuarenta horas de filmaciones, llevadas a cabo por cientos de camarógrafos repartidos por todo el inmenso territorio soviético. El objetivo de tal registro era producir una película documental sobre la velación y el entierro del líder bolchevique, pero los conflictos políticos en el seno de la cúpula del partido comunista, posteriores a la muerte de Stalin, hicieron que su memoria resultara muy problemática para el gobierno, y los rollos de celuloide terminaron escondidos y secretos. Por tanto, la actual obra no es una restauración o reelaboración de una vieja pieza de propaganda soviética, sino más bien una creación nueva a partir de materiales restaurados, nunca presentados al público, al menos en su mayoría.

Sería fácil calificar esta película como un documental histórico. Pero ¿qué es lo histórico aquí? El material, podría responderse. En tal caso, sería más bien un documento, es decir, un elemento del taller del historiador, que junto con otros restos, sirve al especialista para armar su discurso. Por ejemplo, un trabajo sobre la indumentaria en diversas regiones de la URSS podría aprovechar esta película. También sería de interés para quien investigue sobre el lenguaje de los discursos oficiales en los años de Stalin, ya que las alocuciones de oradores y locutores de radio son las únicas palabras que se dicen en las más de dos horas de metraje. Porque, afortunadamente, se trata de una película sin entrevistas a expertos ni voces en off. Aunque, la verdad es que no hay manera de entender el sentido político o sociológico de la obra de Loznitsa sin saber de antemano la historia de la Unión Soviética.

Sin duda hay un gran valor estético en la obra. La mezcla de blanco y negro con color le da un ritmo peculiar al montaje. La belleza misma de las tomas de los diversos paisajes y panorámicas urbanas del país más grande del mundo es algo que vale la pena ver, por su carácter variopinto, que va de lo majestuoso a lo deprimente. Pero lo que más se queda en la memoria son los incontables rostros humanos: jóvenes y viejos, feos y bonitos, llorosos, impávidos, conmovidos, sonrientes. Señores afeitados y engominados, al lado de señoras entaconadas; ancianitas con pañuelos en la cabeza, que sostienen un cartel; y en otro punto, quizás una aldea de las estepas, unos viejos de barba y turbante; u obreros con la ropa sucia en una fábrica o en una plataforma petrolera. Esa masa enorme y multifacética es la protagonista de la película. El ilustre muerto es casi una excusa para que se despliegue la presencia caótica de la masa, así marchen todos en orden o se ubiquen en silencio, cada uno en su puesto, frente a un hombre uniformado, pálido, tendido en un lecho con millones de pétalos alrededor. Porque la sensación general, a fin de cuentas, es la de un tumulto. Hay un párrafo de Tomás Carrasquilla que pinta muy bien la impresión que deja Funeral de estado, aunque el autor describa un día de feria y no un entierro solemne:

«Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón».

Esta descripción muestra a la gente como si fuera una jauría o un rebaño. Y, en efecto, la película de Loznitsa tiene algo de documental de la vida animal. Esas masas humanas reunidas alrededor del féretro del difunto, o la congregación de pueblerinos frente a un cartel con su figura, en alguna aldea remota, tienen una cierta semejanza con esas tomas de los documentales de vida salvaje en que se muestra a un rebaño reunido alrededor de un charco para calmar la sed. Las filas de dignatarios o de gente del común que marcha frente al cadáver se parecen a esas colosales migraciones de mamíferos en la pradera africana, que atraviesan apuradas la pantalla del televisor. No es dudoso que los seres humanos sean animales, pero nunca se ve esto tan claro como cuando se les observa en grandes manadas. Lo que sucede es que es un animal muy especial que hace la guerra y la paz, construye naciones y hasta hace películas con doscientos camarógrafos. Todo esto es lo que no se ve, es lo que nos tienen que contar con palabras, no con imágenes. En pantalla lo que vemos es una horda de bichitos llorosos y muertos de frío en aquel marzo helado, con una primavera que no se apuraba en llegar.

De Stalin no sabemos nada, aparte de unos datos sobre los crímenes que se le atribuyen y que aparecen en un letrero al final. Historia de manual que no aporta gran cosa, como por otra parte, tampoco ayudan a entender nada los elogios desmedidos de los oradores en pueblos y fábricas o en la propia Plaza Roja de Moscú. Uno de ellos, un tal Lavrenti Beria, es un anciano obeso, canoso, de gafas, envuelto en un abrigo negro; el conjunto es el de un cura de los de antes, solo le falta el sombrerito redondo. Y sin embargo, este era el segundo después de Stalin, y el llamado a reemplazarlo. Pero esto no lo sabemos al ver la película, y no hay Wikipedia que sirva para paliar esta falta. Si no se conoce la historia con cierta profundidad no se comprende que pitos toca este personaje con pinta de clérigo vieja guardia. Pero no se trata de un defecto de Funeral de estado. La verdad es que no es el cine un medio adecuado para la historia. La política, la economía, las costumbres no se entienden en toda su complejidad por medio de imágenes. Solo las palabras, y no pocas, sirven para dar una idea de los procesos históricos.

Si a mí me preguntaran sobre Stalin después de ver esta magnífica película diría, con toda sinceridad: Stalin era un señor de bigotes rodeado de flores.

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Fría emoción

Victoria (Sebastian Schipper, 2015)

Victoria es un plano secuencia de dos horas y veinte minutos. El reto de hacer una película sin cortes se ha realizado varias veces, pero siempre impresiona. La acción comienza alrededor de las cuatro de la madrugada en un club subterráneo de Berlín, y continúa hasta pasadas las seis, cuando ya ha salido el sol. Todo el tiempo la cámara sigue a una mujer (Victoria) y cuatro hombres en un disparatado amanecer que comienza de modo extraño y simpático, y mejor no decir cómo termina. Es un thriller que avanza con intensidad creciente, aunque con variedad en los tonos: alegre, triste, meditativo, delirante, aterrador. La emoción no falta en todo el metraje. Al principio juega con la idea de ¿qué hace una chica como ella con unos patanes como esos? Parece una extraña comedia romántica que amenaza con convertirse en una película de terror, pero luego da un brinco y se transforma en un drama criminal y película de acción. Lo que sí permanece constante es la calidad. Es un trabajo impecable en todos los aspectos, técnicos, actorales y narrativos. Sin embargo, hay algo que le resta potencia al drama de los personajes. Quizás el problema sea que no los conocemos muy bien. Es cierto que la mujer cuenta algo de su historia personal, y de ese modo se puede comprender un poco su actitud tan arriesgada. También sabemos algo de las condiciones marginales de los cuatro amigotes fiesteros. Aun así, es indudable la poca empatía que producen los personajes, si se tiene en cuenta lo extremo de su situación. Una posible causa, aunque suene paradójica y un poco tonta, es que no les vemos bien las caras a los actores. La intención verista de la obra hace que la única iluminación sea la que viene de las lámparas de la calle, o de las luces mortecinas de pasillos, estacionamientos y habitaciones de diverso tipo. El sol sale muy al final y no tiene tiempo de brillar. Además, la cámara se mueve sin pausa (casi siempre), lo que le da un aire de video de teléfono de borracho. Todo es parte de la puesta en escena, evidentemente, no es que sea un error. El caso es que, si no se contara con el auxilio de internet, sería difícil enterarse quiénes son los protagonistas. No me refiero a que no sean actores famosos de Hollywood, sino a que es difícil individualizarlos. Se puede afirmar que la película es protagonizada por una tipa y cuatro tipos, y que cada quien ponga el rostro que quiera. Al final, puede que no sea esa la razón, pero es indudable que la película es intensa aunque superficial. Como que no hiere suficientemente la sensibilidad del espectador, aunque sí hiera, y mucho, a los personajes.

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Los pies de Tarantino

Una frase resuena, como la pepa de un cascabel, en muchos comentaristas de cine, desde los más informales hasta los más académicos: si algo es el cine, es literatura. Puede que no se diga palabra por palabra, pero la idea subyace en muchos análisis. La frase es contundente porque parece responder de modo seguro a un problema complejo. Sin embargo, la alegría por el triunfo se desvanece cuando entendemos que la definición de literatura también es un problema. En realidad el concepto literatura es tan escurridizo que con frecuencia lo que se hace es imitar al profesor de física del colegio con su explicación del concepto de tiempo: “tiempo, jóvenes, es lo que marca un reloj”. Así, la literatura se define señalando con el dedo la estantería de una librería o biblioteca donde reposan las obras “literarias”, diferentes a las de filosofía, ciencias, etc. Dicha solución, en realidad consiste en tirarle el balón a la industria editorial y al comercio librero, o a la bibliotecología, para que ellos resuelvan, según sus criterios, qué cosa es la literatura.

Es probable, en todo caso, que la mayoría entendamos la literatura según las caóticas ideas que nos hayan embutido desde la infancia, ya sea en la escuela o en los medios de comunicación. Una concepción muy corriente dice que las buenas obras literarias, al menos de tipo narrativo, son productos donde reina la unidad estructural. Cada elemento debe corresponder a un plan ordenado según un fin. Por ejemplo, el camino al éxito de un individuo. Cualquier pieza del entramado, aun la más ínfima, debe corresponder al propósito de contar la carrera al triunfo del protagonista. Otro caso podría ser la narración de la historia de una familia, las conocidas sagas. La dinámica familiar ordena y dirige a una multitud de personajes, que parecen piezas de un engranaje, aunque cada cual tire para su lado. En realidad estos son rasgos de la novela del siglo XIX, que se han hecho canónicos, no solo en la literatura, sobre todo la mal llamada literatura comercial, sino en el cine y la televisión. Así pues, características como el desarrollo racional de los personajes y la cohesión narrativa, que fueron relevantes en un determinado momento histórico muy particular, se han convertido en propiedades naturales de las obras narrativas, escritas o audiovisuales. Pero no hay tal naturalidad, son solo convenciones, artificios que fueron exitosos en su momento, y que pueden serlo después, pero que no son leyes universales. Se podría decir que son cosas a las que nos hemos acostumbrado, aunque en realidad no tengan siquiera mucho sentido. Algo parecido a lo que pasa en las películas, en las que todos los carros que ruedan por un barranco estallan al caer al fondo, aunque esto no pase con frecuencia en la realidad. Una vez vi un camión distribuidor de pipetas de gas con toda su carga regada por una montaña, y el carro volteado al revés en un rastrojo muy abajo. Ni con el gas hubo explosión, ni riesgo de ella, al parecer. El caso es que tal escena en una película nos parecería inverosímil y pensaríamos que los productores no tuvieron presupuesto para la pirotecnia del estallido.

El humilde comentarista de YouTube, o el crítico del periódico ilustre, alaban el magnífico desarrollo de los personajes, atado a la más rigurosa lógica, y la trama precisa, sin que le falte ni le sobre ni un pelito. Por supuesto, despotrican de cualquier obra que no cumpla con los estándares. Puede que en algunos casos tengan razón, pero es ilusorio aplicar los mismos parámetros a una realidad tan variada como lo es la producción audiovisual.

¿Qué significan los pies que aparecen en tantas películas de Tarantino? Pues la respuesta corta es que no significan nada. No importan ni a nivel narrativo ni simbólico. Si algo se le debe reconocer a un director tan sobrevalorado es el haber metido en el circuito más convencional, y haber logrado que se apreciaran, cualquier cantidad de elementos que en otros casos serían considerados como rellenos, adornos, artistadas, etc. Lo mismo que los pies, también están los diálogos repletos de banalidades o de expresiones sin sentido. No es posible ver el “alma” de los personajes en la famosa charla sobre el nombre de las hamburguesas en los McDonald’s de Francia de Pulp Fiction (1994), ni esto sirve para que la trama avance, como tampoco importan para la historia los pies sucios de Margot Robbie en la escena del teatro de Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019).

El énfasis en “las historias bien contadas”, ‒como si las historias no se pudieran contar de muchas maneras‒, esconde una gran ignorancia, que como en otros casos, se disfraza de sabiondería. Además, el cine no es solo narración, y no es necesario complicarse para demostrarlo, basta con fijarse en los star-systems de cualquier época o país. Muchos ven una película porque en ella aparece Cary Grant o Brad Pitt. Pero estrellatos aparte, es una completa ilusión reducir una película a su guion. Lo mismo aplica para las series, aunque se insista en convertir en dioses a los guionistas de Netflix o HBO. Todavía, si estas reglas narrativas se aplicaran a rajatabla tendrían más sentido, pero lo cierto es que en el cine de acción o de superhéroes, las escenas de luchas y persecuciones se suelen juzgar como si fueran obras separadas, reconociendo sus méritos técnicos, aunque en realidad interrumpan el desarrollo de la historia que se cuenta. Quizás el motivo de todo ese sobredimensionamiento de la escritura en los audiovisuales, o de ciertos aspectos de ella, se deba a que hablar de la trama es lo más fácil a la hora de comentar una obra. Los demás aspectos, de tipo visual y sonoro, son muy difíciles de traducir al lenguaje. Pero aquí solo hay que recordar que las películas se hicieron para verlas, ya sea para disfrutarlas o aborrecerlas. Solo de modo muy secundario son motivo de conversación o comentario.

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Literatura y billar

Hoy se habla con insistencia, sobre todo en los campus de Estados Unidos, de que en los programas de literatura de colegios y universidades la gran mayoría de las obras estudiadas fueron escritas por hombres blancos. Algunos reaccionan escandalizados: ¡los clásicos son insustituibles! El alboroto no se justifica. La verdad es que la literatura se estudia, cuando se estudia, no por lo que ella es, sino por la importancia histórica de las obras. Se supone que ciertos libros expresan la verdad de una época o algo así. Pero la historia siempre se construye desde el presente. Si hoy se considera que las personas marginadas por su raza o género deben ser reivindicadas, pues entonces lo propio debe hacerse en el campo de la literatura. Ya que la historia de la literatura se considera idéntica a la literatura, es decir, enseñar literatura es enseñar historia de la literatura, pues entonces que se enseñe lo que se considere importante históricamente. Que la literatura exenta de valor histórico se deje como actividad extracurricular perjudicial, como pasaba antes con el billar y ahora con los videojuegos.

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Más ética que estética

El discípulo (The Disciple, Chaitanya Tamhane, 2020)

La historia de Sharad, intérprete que aspira a convertirse en maestro de un género de música clásica de la India, está narrada de un modo bastante “clásico” también. Vemos a un personaje que trata de alcanzar una meta y en el camino encuentra toda clase de obstáculos, uno de los cuales es que no parece ser lo suficientemente bueno, a pesar de su compromiso y disciplina. Lucha, sin embargo, contra todo: la oposición de su familia, la tentación de seguir un curso de vida más normal, las dificultades económicas, y como ya se dijo, las inseguridades acerca de su talento. Hasta aquí, parece una biografía de artista hecha al estilo más corriente. Para que todo fuera igual a las innumerables películas y series con temática similar el final tendría que ser de tres maneras: un triunfo apoteósico, con multitudes aclamando al héroe; una muerte oscura y miserable, compensada con la gloria póstuma y, como última opción, menos frecuente, una deriva infernal, con el pobre artista convertido en ejemplo máximo de perdedor; el individuo completamente machacado por el sistema. Ejemplos de este último tipo de desenlace podrían ser dos películas de los hermanos Coen, Barton Fink (1991) e Inside Llewyn Davis (2013); la primera sobre un guionista de Hollywood en los años treinta, y la segunda sobre un músico de folk en los sesenta. En ambos casos la desesperanza es total, no solo a nivel artístico sino en todos los sentidos; hombres llenos de amargura y resentimiento. El cantautor Llewyn Davis termina literalmente pateado en un mugroso callejón. Y es que en las dos cintas hay una especie de castigo a la obsesión de los personajes con su arte, a su pasión exagerada, romántica, casi demoniaca. Claro que se muestra al mundo como culpable de la desgracia de los creadores, pero aún así son humanidades degradadas a nivel ético y hasta físico, que terminan por perder la simpatía del espectador.

El músico de Mumbai no tiene un final maravilloso, aunque tampoco terrible. Puede que su carrera no llegue a lo que él esperaría, pero logra encontrar salidas a su existencia. No es que la fortuna lo favorezca o que tenga una revelación misteriosa que lo oriente en medio de las turbulencias. La diferencia con otros artistas retratados en el cine está en el carácter del personaje, se podría decir que en su estructura ética. Porque, en realidad, más que una obsesión estética, lo que sostiene a este hombre sencillo es su entereza: disciplina en la práctica de su música, a pesar de que los resultados no son óptimos; fidelidad a su gurú, aun en la enfermedad y la miseria; y respeto por su arte, aunque no le reporte los beneficios esperados.

Constantemente vemos al personaje retado por las circunstancias y siempre se levanta para seguir adelante. La película se expande por alrededor de veinte años de la vida de Sharad, desde los veintitantos hasta más allá de los cuarenta, con algunos flashbacks a la niñez y a ciertos momentos de la juventud, que sirven para explicar la pasión por la música del personaje. En uno de tales flashbacks, se muestra una conversación con un crítico musical y coleccionista. De manera burlona, el experto desacredita al gurú del muchacho y a la mítica maestra del propio anciano intérprete, personaje que solo conocemos por las grabaciones de su voz dando unas charlas sobre el misticismo asociado al género musical que practica. Se podría pensar en un momento de giro, que trastocaría todo en la vida del personaje. Nada de esto sucede. A pesar del impacto, continúa fiel a su gurú, a quien cuida personalmente en su vejez, y sobre todo, sigue con su música, no como gran performer pero sí como docente y divulgador. La pobreza del hombre es evidente, en todo sentido, incluido el artístico, pero también lo es su riqueza moral. No es que sea un santo. Es injusto con algunas personas, siente envidia, a veces es agresivo. En resumidas cuentas, es un hombre normal. No es un ángel ni un demonio –un ángel caído-. Por muy prestigiosas que sean, tales figuras son ridículas, y son precisamente con las que se suelen representar a los artistas en las películas. Es lo que esperamos y lo que nos gusta. Por esta razón es tan meritorio que se construya un personaje interesante, incluso misterioso, que encuentra salidas positivas, a pesar de sus propios defectos. Pero no es que sea una especie de Tom Hanks, es decir, el hombre común que salva al mundo. En realidad es un náufrago que logra construir una balsa para flotar con los restos de sus propias ilusiones, sin traicionarse a sí mismo. Puede que Sharad no sea un genio, pero tampoco es el típico fracasado. No se puede escribir un tango deprimente sobre él. Sí se puede hacer una muy buena película, lenta a ratos, pero que no baja nunca la intensidad, con una nota alta para las presentaciones musicales, llenas de dramatismo, aunque pocos entenderán este género musical fuera de la India.

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Pasa en las películas, pasa en la vida

I Love You, Daddy (Louis C. K., 2017)

Howard Hawks decía en una entrevista que a los críticos les gusta ver películas en las que si alguien pone la direccional a la derecha, efectivamente gira a la derecha. Creo que esta afirmación se podría extender al público en general. Por este motivo, la película de Louis C. K., I Love You, Daddy (sin título en español) no hubiera gozado de gran acogida aunque se hubiera estrenado y distribuido de manera normal. Las acusaciones de acoso sexual contra el director, guionista y protagonista de la película tienen relegada la cinta a los sótanos de internet quién sabe por cuánto tiempo. En todo caso, para el espectador que quiere coherencia forzada y simplezas sicológicas, tiene que saber que aquí nada es lo que parece. Constantemente los personajes se contradicen, sorprendiéndose entre ellos y sorprendiendo al espectador. La obra misma no es lo que aparenta ser al comienzo. Parece un homenaje a trabajos de Woody Allen en blanco y negro, como Manhattan (1979) o Memorias de un seductor (Stardust Memories, 1980), o incluso al mismo Fellini de Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), pero el juego de referencias cinéfilas pierde importancia para centrarse en la tragicomedia familiar de un padre y su hija. O quizás los homenajes y citas sean una pantalla para hablar de la realidad del presente, de conflictos intergeneracionales, feminismo, denuncias de abusos en la industria del espectáculo, la eterna frivolidad de la farándula y muchas cosas más. Tristemente, esta realidad sepultó la ficción fílmica. Es una lástima, porque sin ser una obra excepcional, es mucho más valiosa que la mayoría de lo que se puede ver hoy en día, sobre todo lo que viene del traumado y acomplejado Hollywood actual.

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Excelente ubicación

Dos hombres discutían a los gritos junto a la puerta del edificio. Saltaron a la calle y por poco los atropella un carro. Reímos mucho con esta escena mientras subíamos las sucias escaleras que conducían al quinto piso. Desde el balcón se apreciaba el tráfico de la calle y los numerosos indigentes que cruzaban la vía toreando los carros. Las risas de la entrada se desvanecieron al ver la masa mugrienta ingresar al edificio. Quizás no es el mejor lugar para la oficina, a pesar del techo alto y los ventanales enormes donde las montañas se ven como paisajes pintados.

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La ciudad sitiada

“Prescindiendo de los múltiples peligros a que se ven expuestas las personas dentro de una ciudad sitiada, yo no he visto en mi vida cosa más divertida y emocionante que un sitio; en él se borran los distingos políticos y sociales y todos se consideran como miembros de una gran familia, ligados por temores, deseos y necesidades bien iguales”. El viejo memorialista recordaba con agrado y nostalgia un episodio de la guerra que no podía ser más que atroz, como todo lo bélico. Sin embargo, no es el único. Un cronista más antiguo dice: “Nunca es tan dulce la vida como en una ciudad sitiada con el enemigo a las puertas”. Y más adelante: “Encerrados sentíamos el raro perfume del peligro que hacía que se relajaran las costumbres y se tensaran los cuerpos”.

Leíamos en cuarentena y buscábamos el espíritu corruptor, liberador y comunitario del confinamiento que prometían los historiadores pueblerinos de siglos pasados. La cárcel hogareña no ofrecía lugar para la desgracia, aunque tampoco para el hedonismo. Y eso a pesar de todas las metáforas bélicas que los gobiernos y la prensa han usado desde que los científicos bautizaron al virus.

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El cóndor pasa

Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975)

Elegante película, elegante por su precisión y delicadeza visual, hasta en las escenas violentas. Con una inspiración evidente en Hitchcock en muchos aspectos, pero sobre todo en el diseño del héroe, un tanto ingenuo y despistado, con sus cabellos peinados en cualquier hora y circunstancia, y afortunado con las damas, aunque también recursivo, tenaz.

En realidad, se saca mucho partido narrativo y visual de un guion inverosímil y lleno de huecos. Quizás el único punto feo del metraje, en el que se cae en el humor involuntario, más exactamente, una parodia no intencionada, es la escena erótica entre Redford y Dunaway. Con todo, tiene su encanto, por lo chistosa, la metafísica cópula de las estrellas.

Pero hay un punto donde sí se produce un coitus interruptus narrativo, y es en las supuestas intenciones políticas de la película. Muy al final, descubrimos que todo el lío se debe a los intereses petroleros de las grandes compañías y sus gobiernos amaestrados. Ese aditamento de denuncia política no acaba de cuadrar. Es como si un trozo de un universo distinto (cine político) se clavara de cualquier manera en una cinta clásica de espías o de detectives. La crítica política no es la cereza del pastel sino una lechuga en una torta de chocolate. Un ingrediente inútil y chocante.

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Chaplin ochentero

Mona Lisa (Neil Jordan, 1986)

No cabe duda de que una de las películas más valoradas de Neil Jordan es El juego de las lágrimas (The Crying Game, 1992). Es probable que sea una de las mejores producciones británicas de los años noventa, con una nota muy alta para sus actores, pero que sobre todo se destaca por la profundidad y complejidad del drama, donde confluyen lo personal y lo social de manera brillante, muy superior al thriller criminal hollywoodense promedio. Un trabajo ochentero de Jordan, Mona Lisa (1986), menos célebre hoy, aunque muy bien recibido en su momento, parece una especie de ensayo o boceto de la cinta de los noventa.

La estructura básica de las dos historias es prácticamente la misma. Un hombre derrotado y perdido encuentra en una inesperada, y muy problemática relación, una oportunidad de reencausar su vida, y sobre todo de encontrar algo de dignidad en un mundo corrupto. Este esquema, que además es común a muchas otras obras de género negro, es ambientado en El juego de las lágrimas en el contexto del conflicto de Irlanda del Norte, con un militante del IRA como protagonista. Se entiende que la realidad de la situación compleja de aquellos años hacía muy pesado el drama ya desde el comienzo. También la realidad social de una época y un país sirven de fondo para Mona Lisa, que tiene lugar en el bajo mundo londinense de los años del thatcherismo, pero jugando con los estereotipos de las novelas de detectives y el cine de gánsteres. Así que, aunque la ciudad de Londres, con sus hoteles lujosos y cuchitriles es retratada con tonos realistas, el mundo de los personajes debe mucho a referentes literarios y cinematográficos muy conocidos. Hay algo hasta de metaficción en el protagonista y su amigo que leen novelas policiacas mientras se ven envueltos en un enredo detectivesco muy peligroso. Quizás esta distancia de la realidad, sin abandonarla del todo, hace que Mona Lisa sea una película más fácil de ver que El juego de las lágrimas, aunque también sea menos perfecta. Además, ayuda la simpatía de Bob Hoskins como el más improbable gánster heroico, sobre todo en una época como los años ochenta, con sus matones musculosos que salvan el mundo a patadas y balazos. Este exconvicto podría ser interpretado por Chaplin, con su rusticidad y fragilidad, pero con un cierto ingenio callejero y un coraje brabucón, pero sincero.

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¿Por qué escribo sobre cine?

La pregunta acerca de la razón por la cual he publicado pequeños textos sobre películas en internet me ha inquietado desde que comencé a hacerlo hace ya varios meses, sobre todo porque, en últimas, se refiere a mi relación con el cine, y cuáles son mis ideas sobre el medio y su porvenir.

Ante todo, quede claro, no es por fingir que sé de algo de lo que apenas si entiendo nada. Mucho menos porque crea que alguien está esperando saber lo que yo pienso. Ambas actitudes serían demasiado delirantes. La razón verdadera se me oculta, y quizás solo un observador externo podría decidir con certeza, pero, según toda evidencia, no hay muchos investigadores interesados en tan decisivo problema, así que, de manera provisional, he pensado por mi cuenta en una causa más bien rebuscada. La cosa es que he llegado a la conclusión de que ya no me gusta ver películas, o para ser más exactos, que ya no me ilusiona el cine. Sin embargo, también es verdad que no puedo renunciar a algo que fue importante para mí durante mucho tiempo. De ahí que el obligarme a escribir sobre cine sea una forma de mantener viva una pasión ya muerta, o muy debilitada. Si no existieran las redes sociales tendría que confinar tales desvaríos al discreto anonimato de un diario personal, pero internet permite, y hasta obliga, a hacer público lo privado sin que sea considerado una indecencia o una impertinencia.

Claro que la pregunta acerca de mi desinterés o desamor por el cine no se resuelve todavía. No es seguro ni siquiera que sea únicamente algo personal, pues pudiera ser un asunto general, es decir, que en nuestra época el cine haya perdido importancia como arte, que ya no esperemos de él nada significativo. Sería como el templo de un dios en quien ya nadie cree. Los expertos comentan la importancia arquitectónica, histórica o cultural del augusto edificio, y una multitud se toma selfis y compra suvenires mientras pasea su perezosa e irreverente mirada por los mármoles. Lo que nadie hace es adorar al dios. Si alguien llegara a hacer ofrendas a la deidad y a cantar himnos, lo tomarían por un loco o por un farsante, y tendrían razón, pues la antigua fe común no existe ni como recuerdo. No sé si el dios del cine esté muerto, pero sus adoradores sí que lo abandonaron. Creo que vive aún, pero no me parece que pueda esperar nada de él. Aunque todo puede solo ser asunto mío, que sufro un ataque de incredulidad, quién sabe por qué oscuro motivo.

Como sea, y esto es grave, la frialdad y el desinterés no se refieren solo a las películas actuales. El cine del pasado también languidece por esta pérdida de esperanza en el porvenir del medio. La historia del cine se convierte en una exhibición de momias. La visión de las viejas películas se transforma en una experiencia arqueológica, distante. No se puede tener una relación con ellas, solo se las puede estudiar. Es reemplazar una noche de bodas por una necropsia.

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Presencia de la muerte

Extraña presencia (The Little Stranger, Lenny Abrahamson, 2018)

Probablemente, la razón por la que esta película obtuvo financiación fue por ser una historia similar a Los otros (The Others, 2001) de Alejandro Amenábar. Una especie de thriller sobrenatural con giro final inesperado, ambientado en una mansión inglesa de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin duda los productores esperaban obtener el mismo éxito. Pero en The Little Stranger el elemento fantástico es tan sutil que es casi irrelevante. Podría incluso prescindirse enteramente de las cosas de “la otra vida” y la obra no perdería casi nada.

La vida después de la muerte no importa tanto como la muerte propiamente dicha. La muerte que acecha a las personas y los animales, pero que también termina por imponerse a las clases e instituciones tradicionales, simbolizadas en la derruida mansión familiar. La mugrosa decadencia de la lujosa casa de campo es lo que más se queda en la memoria del espectador: los muros descascarados con alambres a la vista, la maleza cubriendo las piedras y ladrillos, y más que nada, los inútiles esfuerzos de los ex acaudalados propietarios por mantener en pie lo que no se ha derrumbado del todo. Es una puesta en escena llamativa, porque la estética dominante en los dramas de época de los últimos años representa el pasado de un modo muy cursi, exagerando la moda y haciendo brillar hasta el último tenedor de la vajilla de plata. Los carros, por ejemplo, en muchas películas, parecen sacados del garaje de un narco coleccionista. Por eso alguien decía una vez que los caballos en las películas siempre están gordos y recién bañados, aun en medio de una batalla.

La falta de glamur es la marca de calidad de The Little Stranger. Catálogos de moda antigua abundan en internet.

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Tragicomedia de la mediocridad

Shiva Baby (Emma Seligman, 2020)

Los invitados a la reunión después del entierro de un familiar (al parecer eso se conoce como shiva entre los judíos) son un grupo bastante estereotípico y pintoresco, pero la agobiada protagonista no puede darse el lujo de burlarse de ellos ni deleitarse en la crítica costumbrista. Su situación personal es tan precaria, que en realidad se ve acorralada y derrotada, aunque ni siquiera deseen dañarla. La debilidad de la joven estudiante recuerda al personaje de otro thriller cómico reciente, Diamantes en bruto (Uncut Gems, Josh Safdie, Ben Safdie, 2019). Aunque en Shiva Baby no hay balaceras ni gánsteres, si hay en cambio un individuo muy defectuoso encargado de llevar la carga de la historia. Tanto la pendeja universitaria de la cinta de la debutante Emma Seligman, como el negociante tramposo de la película de los hermanos Safdie son seres demasiado mediocres para interesar a nadie, pero lo cierto es que lo consiguen, y nos hacemos solidarios con ellos, aunque no aprobemos su comportamiento. Es un logro importante, pues le niega al espectador la posibilidad de sentirse superior al infeliz que ve en pantalla. Porque aunque no le guste, acaba poniéndose de su lado, o al menos queriendo comprender su punto de vista. La historia no es contada desde arriba, desde una superioridad que nos permita reír sin problemas, ya que el punto de vista es el de una joven confundida, llena de contradicciones e inseguridades. La diferencia es que Diamantes en bruto termina de manera violenta, mientras que Shiva Baby concluye en un tono más bien relajado. Pero de todos modos, no resuelve los problemas de la chica ni presenta alguna perspectiva de solución. Esto ya no es humor negro, sino tragedia, solo que una tragedia a nivel de suburbio gringo, sin degollamientos, afortunadamente.

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El tigre chillón

Según el dicho, matamos al tigre y nos asustamos con el cuero. Lo cual implica que si no se conoce al tigre al menos sí su cuero. Pero qué pasaría si del felino no tuviéramos más que una serie de vagas características generales: parecido a un gato, rayas negras sobre fondo amarillo, colmillos enormes. Con semejante material lo único que podríamos hacer sería algún tipo de mamarracho de colores chillones, si se tienen en cuenta no solo la falta de información, sino también que somos pésimos dibujantes. La involuntaria simplificación, el absoluto infantilismo serían el resultado inevitable.

Nos informamos a través de pantallas. Las pantallas muestran fragmentos más expresivos que explicativos. Su objetivo es producir ciertos efectos en el espectador, no enseñarle aunque fuera un trozo de realidad. Con materiales tan diversos cada quien construye su imagen del mundo, pintada con los colores de su propia emotividad sobre los contornos que le proporcionan los datos del ambiente. El resultado es un monigote, al comienzo ridículo, insoportable al poco tiempo.

La conclusión es inevitable: si se quiere conocer alguna cosa, lo mejor es no informarse a través de las redes ni de la prensa. Recoger datos de segunda mano sobre un hecho o personaje, y acumular fotos o videos de algún acontecimiento sirve, en el mejor de los casos, para sazonar una charla en torno a cervezas tibias.

Merodea el tigre en la selva y, sin embargo, creemos tenerlo en nuestro poder. Lo único que siente la piel y ven los ojos es una hoja de papel barato, arrugado y con rastros de humedad. En una esquina del rectángulo alguien garabateó una figurita amarillenta, con cuatro patas y orejas puntiagudas, y una raya de lápiz sin colorear que parece ser la cola. Estamos contentos con nuestra fiera de estilo preescolar y nos olvidamos que vive en alguna jungla el auténtico animal, que, bien mirado, ni siquiera es amarillo, y además, allá en su selva, no podríamos observarlo por mucho tiempo sin ser devorados por él.

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Sangre casta

Pura sangre (Thoroughbreds, Cory Finley, 2017)

Se dice que el verdadero héroe de muchos thrillers y películas de acción de los ochenta y noventa es el psicópata. Si pensamos en El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991) es claro que el personaje más carismático es el caníbal Hannibal Lecter, y no la melancólica agente Clarice. La razón está en las habilidades superiores del degenerado, pero también en su compromiso con su siniestro destino, que no consiste en nada diferente que en seguir sus instintos perversos sin disculparse por ello. Esa es la razón de su heroísmo: cumplir a toda costa una misión, que además es incomprendida por la sociedad, lo que aumenta su encanto.

En Pura sangre nos encontramos con un tipo particular de héroe, diferente a cualquier extraño enmascarado o musculoso griego, en muchos aspectos, pero que coincide con estos en varios rasgos esenciales. Tal personaje es el santo, o en el caso de la película, de una santa. La chica en cuestión es una adolescente sin emociones y de gran habilidad estratégica, pero cuya hazaña consiste en sacrificarse por su amiga, mucho más violenta, aunque con los nervios de una persona normal, o casi. La santidad no se limita al sacrificio, también viene en la forma de la absoluta desexualización de las protagonistas, sobre todo de la psicópata. Pero no es que no se muestre sexo, es que ni siquiera se sugiere. Y resulta curioso ver un thriller o neo-noir sin el menor rastro de tensión libidinosa. Ni entre las dos amigas ni con los zopencos personajes masculinos ni con nadie aparece el menor asomo de deseo o interés sexual. No hay sexo del malo, pero tampoco del bueno. Claro que tampoco hay violencia explícita, pero al menos esta sí se puede ver por sus consecuencias. Incluso la puesta en escena es frígida. Casi toda la acción tiene lugar en una fría y lujosa mansión, con una fotografía blancuzca. Hay además varias escenas rodadas en planos secuencias de movimientos muy suaves, que observan a los personajes sin afanes. Una renuncia a los efectos del montaje violento en una película de género, le da un tono casi etéreo, como fantasmal, a un drama más bien telenovelesco.

En realidad, la película se sostiene sobre la calidad de las dos actrices (Anya Taylor-Joy y Olivia Cooke) más que en su guion apurado y sin mucho suspenso, y en su puesta en escena excesivamente minimalista. Aunque, quizás Pura sangre sea el experimento fracasado, pero interesante, de hacer un thriller sin sexo ni violencia. Algo como para llegar a cierta sensibilidad puritana contemporánea, que quiere a sus asesinos y depravados, todo lo letales que se quiera, pero también castos y puros.

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El Shakespeare de Netflix

El rey (The King, David Michôd, 2019)

La veracidad fáctica de una película histórica es irrelevante, sobre todo cuando la época en cuestión es ya muy lejana, y los odios y amores que los personajes y situaciones despertaban se han desvanecido en el tiempo. Para quien no es historiador, la realidad que pueda o no contener El rey de Netflix es asunto menor. Mucho más importante es la complejidad o simpleza de los personajes, o si los escenarios están integrados orgánicamente a la narración, o son solo telones de fondo genéricos. Sin duda también es determinante el tono de la obra, y en este punto es importante decir que El rey es una película que carece por completo de ironía. La regia puesta en escena quiere ser tomada en serio, así que nada de chistes con los asuntos de las monarquías europeas en el siglo XV. Lo malo es que para lograrlo, convierte en estatuas a todos los personajes, encadenados a un gesto idéntico, sin importar el momento y la circunstancia. El caso más claro de esta extraña rigidez es el propio rey Enrique V, quien pasa de ser un bebedor y jugador de barrio malo, donde es llamado Hal, a ser el rey de Inglaterra, responsable y caballeresco, pero siempre con la misma expresión de angustia, como de ternero recién destetado. Cambia su traje y cargo, pero no su gesto, y esto es igual para todos los demás. Es probable que no sea culpa del actor Timothée Chalamet, ni de ningún otro miembro del reparto, sino que la causa esté en la intención de mantener en todo momento un tono sombrío y solemne, sin fisuras, como tampoco cambia la fotografía ni la escenografía, y eso que hasta se van a Francia y se supone que pasan meses entre el comienzo y el final. Por lo visto hay quien aprecia la atmósfera fría y turbia de las conspiraciones de pacotilla, y considera que es un modo serio de abordar la historia. Al menos Netflix piensa que es así, pues es una fórmula que repite una y otra vez.

En cuanto a Shakespeare, es mejor dejarlo tranquilo.

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Rimbombante oda a la juventud

Monos (Alejandro Landes, 2019)

Como idea, Monos es una obra sumamente arriesgada. Lo es a nivel temático, formal, y en cuanto al proceso mismo de realización. Pero, dejando de lado la gran calidad técnica, gracias a un equipo internacional de primer nivel, así como la belleza de los escenarios naturales, lo más llamativo es el guion. Una mezcla, que a primera vista parece extravagante, entre una película bélica en el contexto de una guerra de guerrillas, y una de esas cintas de adolescentes gringos en el típico campamento de verano. Sin embargo, si se hace una lista de los episodios de carácter militar, o criminal, y los momentos más propios de una temporada de convivencia vacacional de jovencitos, el resultado es que el campamento veraniego gana por amplia mayoría, mientras que la guerra es en realidad un fondo casi abstracto.

El ambiente de excursión estudiantil extrema domina la película. Los jóvenes protagonistas son un grupo de individuos de cuerpos ágiles y resistentes, aunque también adoloridos y maltratados, todo lo cual es propio de los atletas, es decir, de organismos humanos llevados al extremo. A esto se agrega el deseo sexual y la experimentación con drogas, que son otras maneras de poner a prueba el cuerpo, y que son propias de la experiencia adolescente. Esto, al menos, según las ideas corrientes sobre la juventud. En esta película, la juventud es esplendor corporal, y poco más.

Aunque, viéndolo bien, no solo la exuberancia de los cuerpos humanos es protagonista. Las montañas, las selvas, los ríos, las piedras (y hasta una pobre vaca), todos estos cuerpos vegetales, minerales o acuáticos también despliegan su poder y belleza, es decir, la belleza que emana de su poder, igual que los jóvenes parecen estar listos para todo, como simios, prontos a responder a su entorno salvaje. De ahí que las anécdotas de la trama carezcan de interés. Ni siquiera la historia de la extranjera secuestrada tiene valor en sí mismo, pues su presencia sirve solo para dar rienda suelta a la lujuria o a la crueldad de los soldaditos insurgentes, sin que nunca sepamos nada de su experiencia vital.

Quizás decepcione un poco la escasa presencia de la política en una obra aparentemente centrada en las vivencias de un grupo guerrillero, pero es probable que tal carencia se deba a que a los personajes se les ha negado el uso de la palabra. No es que sean mudos, más bien es que su capacidad comunicativa se limita a simples acciones y reacciones, sin que alcancen a articular un discurso. De hecho, el personaje que tiene más parlamentos es el simpático instructor de la banda, una especie de enano fisicoculturista (que según dicen es un verdadero exguerrillero) y que parece sacado de una película de Herzog. Pero el autoritario comandante no hace más que dar órdenes e impartir castigos en el típico tonito de los militares colombianos de cualquier bando. La parquedad de los bullosos soldaditos es indispensable para que conserven su aspecto animal, pero a su vez los incapacita para cualquier actitud política. Si a eso se agrega que al enemigo nunca lo vemos (salvo en las bombas que estallan) y, por tanto, es imposible la confrontación, resulta que el potencial alegórico-político se esfuma casi por completo. El resultado es una especie de lujoso documental acerca de una naturaleza espectacular llena de maravillas, incluidos jóvenes homo sapiens que matan y mueren como cualquier otra fiera. A veces las cosas salen mal y los chillidos se oyen, como se oyen los del can apaleado.

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Sala de crisis

Observamos nuestras pantallitas para saber lo que pasa en el mundo. A veces hasta vemos los acontecimientos mientras suceden y podemos reaccionar al instante.

En el cine de Guerra Fría eran muy características las escenas que tenían lugar en un salón enorme, de techo alto, donde generales y altos funcionarios, tal vez incluso el jefe del Estado, miraban con cuidado enormes pantallas de televisión y mapas descomunales, que eran planisferios con punticos luminosos. Los expertos y políticos hablaban por teléfono, viejos aparatos de disco con cable en forma de resorte. En algún lugar de la propia sala, o en una oficina adjunta, reposaba una caja con un dispositivo coronado por un botón rojo. La caja abría con una clave que solo conocía el mandamás. Todo el mundo entendía el soberano poder del tal botoncito.

Tenemos en nuestras manos una pequeña “sala de crisis” (war room) donde supuestamente podemos conocer al instante lo que pasa en el mundo, con más rapidez y eficiencia que cualquier gobierno real o ficticio de hace unas cuantas décadas. Lo que no tenemos, en cambio, es el bendito botón rojo capaz de esparcir candela por medio mundo. En realidad, no podemos hacer nada con toda esa información que recibimos. Por más real que sea, con toda probabilidad se termina convirtiendo en un espectáculo emocionante y variado, pero que a la larga cansa, como todo entretenimiento.

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Náufraga en la gran ciudad

Supongamos que Nueva York es una ciudad (Pretend it’s A City, Martin Scorsese, 2021)

Fran Lebowitz es autora de varias colecciones de ensayos. Podría pensarse que la serie documental de siete episodios Supongamos que Nueva York es una ciudad es una especie de conjunto de ensayos audiovisuales, como una versión cinematográfica de sus textos humorísticos. Sin embargo, el aspecto visual es muy secundario en esta producción de Netflix, tanto que no es exagerado decir que se trata de una serie que se puede leer. La voz y la llamativa expresividad de la protagonista, el histrionismo natural de la famosa conferenciante y comediante neoyorquina es el único elemento extraliterario que se destaca, aunque su figura se va desdibujando por las palabras mismas que pronuncia, siempre contundentes, a veces polémicas, nunca aburridas o convencionales.

Fran Lebowitz no tiene computador ni celular, lo cual no le ha impedido ser una figura pública con cierto reconocimiento en los tiempos actuales, al menos en Estados Unidos. Quizás la explicación está en los excelentes amigos que tiene en el mundo del espectáculo y en ambientes intelectuales y políticos de prestigio. Ha contado con la ayuda de un ilustre camarada para ingresar con honores en el mundo de internet. Nada menos que Martin Scorsese se ofrece como sparring para que la polemista descargue sus golpes, con el añadido de una producción de calidad, estilo Hollywood. Un documental anterior había sido hecho también por Scorsese sobre Lebowitz (Public Speaking, 2010), pero en un formato más humilde, pues la película consistía en una recopilación de apariciones públicas de la autora. Aquí la producción es más elaborada, además de ser una serie y de entrar en la programación del monstruo de la distribución de contenidos cinematográficos más potente del mundo. Es la entrada de Lebowitz en el circuito de internet por todo lo alto. Ya que no puede moverse por sí misma en la red, necesita de un guía. No puede abrir su canal de YouTube, por ejemplo, pues ni siquiera tiene wifi en casa, pero puede convertirse en youtuber por interpuesta persona. Porque Fran Lebowitz es una youtuber, solo que una muy aguda y divertida, cuyo material no consiste en repetir obviedades y cursilerías sobre su vida privada o recitar datos sacados de Wikipedia, y tampoco parece estar afiliada a ninguna causa de las que hacen ganar seguidores en las redes. Pero es youtuber a pesar de todo porque su género es el monólogo y porque siempre parte desde su yo personalísimo para hablar de cualquier cosa. No habla desde ninguna institución o ideología, y mucho menos una filosofía, sino desde su propia experiencia vital, como hacen o fingen hacer los youtubers (olvidemos el caso de los divulgadores o voceros de regímenes). Pero estos lo que en realidad hacen es repetir el mismo esquema hasta el infinito, lo cual ha llegado al paroxismo en TikTok. Lebowitz, por el contrario, habla de todo lo que le sale al paso sin responder a ningún esquema preestablecido. Así por ejemplo, en una serie que supuestamente habla sobre Nueva York y sus problemas, una porción del último capítulo se dedica a relatar una anécdota con osos en Alaska, y es uno de los momentos más divertidos y más ilustrativos sobre el personaje. Lo otro es que es una youtuber que no tiene problemas con el copyright de la música y de las imágenes de archivo, pues el presupuesto de Netflix le permite estar tranquila en este punto, y además le evita hacer la pose de sufrida creadora de contenido que se queja de las largas horas editando su video para que la malvada plataforma se lo “baje” por culpa de los reclamos de propiedad.

En todo caso, no tiene mucho interés la producción como tal, pues su mayor mérito es dejar hablar a la protagonista, sin discutir con ella, y en esto también se parece a una cantaleta de youtuber, en que nunca hay debate. A las palabras de Lebowitz siempre se responde asintiendo o sonriendo (a veces riendo a carcajadas). Y siguiendo su discurso sobre la ciudad de Nueva York, se descubre una conclusión interesante sobre la vida en una gran urbe, no solo en la Gran Manzana: en una ciudad, en realidad nadie vive. Todos sus habitantes se refugian entre cuatro paredes y se mueven entre cuatro lugares, o incluso menos. Los urbanitas son como los pasajeros de un barco que, sin mentir, pueden decir que están en el océano, aunque en verdad, el mar solo los sostiene y hasta puede que los conduzca, pero ellos, si miran la superficie azulada, ven solo peligro, y sobre todo extrañeza. El pasajero del barco necesita del océano, pero le teme y con razón: es todo lo contrario de un pez en el agua. El caso de Fran Lebowitz es un caso de una experimentada marinera en las aguas de la gran urbe que, sin embargo, todos los días ve como la misma ciudad que la sostiene y alimenta, trata de ahogarla.

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El artista y la sangre

Cuento

Nadie lo sabe, pero estuve cerca de matar a mi hermano. Toda la noche pensé en la precisa serie de pasos que terminarían con un cadáver y por eso no pude dormir más que un momento en la mañana. Soñé que unos viejos se acercaban a mi cama y escuchaban lo que yo decía. En el sueño estaba recostado en las almohadas, como un patriarca en su lecho de muerte. No puedo recordar sus caras, pero definitivamente eran conocidos, y además me eran antipáticos. Hubiera querido soñar con mujeres, pero no veo una hembra en sueños desde hace tiempo y es mejor que así sea.

No me apresuré a levantarme, pero el silencio de la casa me preocupó. Los habituales ruidos mañaneros siempre me tranquilizaron. La extraña soledad del ambiente me provocó un vacío en el estómago. No sabía si sospechaban algo y habían abandonado la casa por miedo, o estaban esperándome escondidos en la calle para que me delatara y echarme mano. El calor de las cobijas me parecía tan tierno y acogedor que me hacía olvidar todos los temores y dudas. Si no fuera por el silencio, el calor me hubiera dado la energía para ponerme de pie y ejecutar el plan tanto tiempo meditado. Era un plan tan sencillo en su complejidad que se podría considerar una obra de arte. El efecto sería preciso, con una exactitud matemática, pero sin enredos aparatosos, lo que daría la impresión de naturalidad, de espontaneidad, propia de las piezas maestras. Nadie sospecharía los infernales preparativos, la actividad de meses en organizar cada parte del mecanismo que conduciría al inevitable fin de mi hermano.

La cereza del pastel sería que, al final, todos considerarían su muerte una hermosa tragedia llena de lecciones. Una escena de valor estético indudable, con todo y su tristeza. La tristeza, de hecho, sería una de esas que se sienten de modo tenue en el alma sin provocar retorcijones en el cuerpo; únicamente la expresión severa y distante de los sentimientos serios y profundos, como los que produce en nosotros la lectura de arduos tratados filosóficos. Nada de la vulgaridad de los melodramas, con sus gritos y aspavientos. La muerte aparecería solemne, como una montaña después de una jornada de camino por una llanura.

Si todo hubiera salido bien no hubiera habido siquiera asesinato. Habría desaparecido el problema sin consecuencias desagradables. La obra resplandecería en la firmeza de sus cualidades intrínsecas, mientras el autor viviría en la serena gloria del anonimato. Nada me inculparía, pues además de no quedar rastro de crimen alguno, ningún beneficio obtendría yo del suceso. Cui bono: nadie, yo menos que nadie. Ya que mi dependencia es absoluta, su muerte me dejaría en un desamparo tal, que la pobre gente sentiría compasión al verme, y ni siquiera se les ocurriría sospechar de cualquier clase de animadversión mía hacia él.

Tantas consideraciones me hicieron olvidar el silencio de la casa y la preocupación porque mi plan fuera descubierto. El calor de la cama se hizo penetrante, casi quemaba por su intensidad, aunque sin obligarme a escapar. El hecho cruento parecía tan lejano, como si ya hubiera sucedido, y además, hubiera tenido lugar hace tiempo, tanto que sería una especie de leyenda oída en la infancia. Una historia picante y sustanciosa contada de generación en generación.

La fama de la leyenda que se recitaba con familiaridad desde tiempos remotos me produjo una sensación de admiración profundísima, parecida a un arrobamiento místico. La casa, la habitación y la cama desaparecieron, dejándome como flotando entre nubes, y ya no recordé nada, hasta ahora en que despierto por los ruidos de mi familia que regresa a casa. Ahora no me levantaré hasta que todos duerman. Será duro, porque llevo todo el día sin ir al baño y sin comer, pero no quiero encontrarme con mi fallida víctima. El silencio que sentí en la mañana fue por haber despertado muy temprano. La preocupación por el plan homicida me impidió hasta mirar la hora. Después de que mi vejiga descanse podré, a lo mejor, volver a elaborar el plan cuyos detalles de tiempo, modo y lugar se han hecho impracticables para siempre. Como verdadero artista deberé esperar de nuevo la inspiración sin forzar el destino y sin dejarme llevar por la pasión.

Geopolítica

El efecto relajante de la geopolítica es algo que no se puede despreciar. Es decir, todo el mundo habla del estrés producido por los conflictos entre potencias y de los desastres económicos, pero contemplar el ascenso y caída de los imperios es una terapia sanadora, o más bien una especie de narcótico suave que permite tolerar la propia miseria al ponerla en relación con la tragedia planetaria. Los misiles son sedantes.