“Prescindiendo de los múltiples peligros a que se ven expuestas las personas dentro de una ciudad sitiada, yo no he visto en mi vida cosa más divertida y emocionante que un sitio; en él se borran los distingos políticos y sociales y todos se consideran como miembros de una gran familia, ligados por temores, deseos y necesidades bien iguales”. El viejo memorialista recordaba con agrado y nostalgia un episodio de la guerra que no podía ser más que atroz, como todo lo bélico. Sin embargo, no es el único. Un cronista más antiguo dice: “Nunca es tan dulce la vida como en una ciudad sitiada con el enemigo a las puertas”. Y más adelante: “Encerrados sentíamos el raro perfume del peligro que hacía que se relajaran las costumbres y se tensaran los cuerpos”.
Leíamos en cuarentena y buscábamos el espíritu corruptor, liberador y comunitario del confinamiento que prometían los historiadores pueblerinos de siglos pasados. La cárcel hogareña no ofrecía lugar para la desgracia, aunque tampoco para el hedonismo. Y eso a pesar de todas las metáforas bélicas que los gobiernos y la prensa han usado desde que los científicos bautizaron al virus.