La arquitectura invisible

Por qué nos molesta tanto la arquitectura de nuestra época. Nosotros somos planos, grises, feos, ordinarios, y amamos la comodidad y la simpleza; sin embargo, queremos vivir según el gusto de antiguos señores, agobiados de sirvientes y ahogados en rentas; vestidos de telas enormes y de manejo complicado, con sedas y otros géneros aún más caros.

Los ricos construyen grandes rascacielos, imponentes y aburridos, como las pirámides de Egipto, no para enterrar al faraón, sino para sepultar algún tesoro ilegal. Pero, con todo, bajo el vidrio y el concreto, o sobre estos, pues los inmuebles a veces tienen el tripitorio a la vista, es donde se encuentran las maravillas, ausentes en el exterior del edificio. La belleza de nuestro mundo no se ve. Está escondida en redes, cables, circuitos y tuberías, por donde circulan agua, luz, calor, y sobre todo información. Aunque la mejor es la que fluye invisible, como ondas sin peso, casi espirituales.

Si fuera posible romper las ataduras carnales y dejar el hediondo cuerpo atrás y convertirnos en información, codificada en ceros y unos, sin mugre y sin desorden. Ese templo de datos será nuestra casa y nuestra tumba.

Calaveras y algoritmos

El material producido para las redes sociales (no todo lo que se encuentra en internet y ni siquiera todo lo que se encuentra en tales redes), funciona igual que nuestra conciencia y es como si fuera parte de ella. No es un objeto externo a nosotros, como los libros o las películas. Los microvideos o reels son un flujo, como el flujo de la conciencia, y como este, lleno de bobadas, sabionderías y de cosas repugnantes, que se suceden sin orden, sin propósito, y que casi siempre se olvidan al instante. Cuántas veces no hemos visto que el dichoso algoritmo nos muestra precisamente lo que nosotros estábamos pensando. La verdad es que somos muy predecibles, y mientras más raros y únicos queremos ser, más fáciles somos de medir y quedar a la vista de todo el mundo, e internet es literalmente todo el mundo. Por eso la peor manera de salir de la propia cabeza, de distraerse de uno mismo, en un sentido auténtico, es entrar a las redes. Ahí solo vemos la horrible calavera por dentro.

Inviable

En las redes sociales, de viva voz o por escrito, la gente se queja de las desgracias de la vida. Es gente joven, sobre todo. Hablan desde la tristeza, la desesperación y sobre todo desde la rabia. Tienen toda la razón y nadie podría dudar de su sinceridad al lamentar las penas de su existencia, sobre todo cuando de dinero se trata. Lo extraño es que para expresar dolores reales y auténticos utilizan adjetivos como “inviable” y sus derivados: “Este país es inviable”, “en esta ciudad cualquier proyecto está condenado a la inviabilidad”. Estos muchachos y muchachas escriben, según parece, “con la tinta de su sangre”, y, sin embargo, utilizan un vocablo tan desteñido como “inviable”. Se trata de una palabra usada sobre todo por tecnócratas, funcionarios, periodistas, es decir, políticos o politiqueros. Como es sabido, en el lenguaje de tales individuos abundan los eufemismos. Es decir, la palabra no sirve para expresar los verdaderos sentimientos e ideas, sino para ocultarlos. Quién sabe lo que significa “inviable” para un político. Quizás significa: “no me han dado lo que pido para aprobar este proyecto. Es inviable la aprobación de esta iniciativa” o, “voy a robarme el presupuesto para tal obra y por eso la voy a dejar sin terminar. Es una obra inviable”.

El infeliz que escribe o dice “inviable”, probablemente está podrido de rabia y la quiere expresar, pero como ha aprendido a comunicarse viendo u oyendo los noticieros, cuando quiere hablar con propiedad y salirse de la vulgaridad, termina usando el lenguaje falsificado de los tecnócratas.

Madre, maestra y amante

El cuchillo en el agua (Nóż w wodzie, Roman Polanski, 1962)

El cuchillo en el agua, película polaca, es el primer largometraje de Polanski y la obra que cimentó su polémica carrera en Europa y Estados Unidos. Solo que en este caso el alboroto no se debió a las desgracias y crímenes del director, sino al descontento de las autoridades polacas por el ambiente aburguesado de la película y su falta de compromiso político. En efecto, no hay luchas de partisanos durante la guerra ni mucho menos lucha de clases, o al menos no de manera evidente.

La historia es muy simple. Una pareja, compuesta por un hombre maduro y una mujer bastante más joven, van a pasar una jornada en un velero, navegando en un lago. En el camino, casi atropellan a un muchacho que hace autostop y el hombre decide invitarlo a pasar el día con ellos. El conflicto entre los dos varones se va desarrollando, primero de manera latente y luego con violencia. El joven se siente atraído por la mujer, pero no parece que el problema se reduzca al aspecto sexual. También hay envidia hacia el hombre exitoso, que no solo tiene mujer bonita, sino que además tiene carro, yate y tiempo libre.

La mujer, al comienzo, es una especie de esposa trofeo o muñeca sexual, casi un maniquí, con su mezcla de sensualidad y frialdad, pero a medida que avanza la trama, ella toma cada vez más la iniciativa. Al principio parece que solo sirve para servir comida enlatada, pero luego se muestra como hábil marinera, para acabar tomando la iniciativa a todo nivel, incluido el sexual. Es un extraño caso de femme fatale que termina por hacer los papeles de maestra, madre y amante, llena de sabiduría y cierta crueldad, para dos hombres que se comportan como niños problemáticos.

El cuchillo en el agua relata el ascenso al poder de una mujer que al principio no era más que un objeto sexual. Solo que ejerce su mando sobre un par de imbéciles. El esposo es un machista, afectado de una arrogancia infantil. El joven es un pajero llorón. De aquí el pesimismo que se desprende de esta película tan divertida y tan bella.

Políticos sin historia

Por lo que se ve en las redes sociales, parece que en otros países las controversias políticas se refieren mucho a la historia. Quizás la calidad de la historia que se usa no dé para escribir la palabra con mayúscula. Puede incluso que sean puros lugares comunes y charlatanerías, pero al menos es entretenido reírse con la ignorancia y hasta indignarse de la mala fe de algún liderzuelo o simple opinólogo. En nuestro país esto es bastante raro. El tiempo más lejano que se puede evocar en una discusión política en Colombia son los años ochenta. La época de la explosión del narcotráfico es recordada todos los días por las series y películas que mantienen vigentes los nombres de los héroes de aquellos años, es decir, los narcos y sus sicarios, y en segundo lugar, los políticos y otras personalidades a ellos asociados. Además, aún vivimos en esa época, es decir, es un pasado que no ha pasado todavía y los sobrevivientes continúan ocupando sus puestos en la cárcel, en las oficinas gubernamentales y en los restaurantes caros. Ahora bien, cualquier época anterior está casi completamente ausente de las discusiones públicas. Toda la historia de Colombia antes de los narcos permanece encerrada en los gabinetes de los especialistas, en las ilustraciones de viejos libros de texto, en los feos óleos de los museos, en las páginas web de los municipios y en los mohosos tacos de video donde reposan las telenovelas “de época”. Será solo ignorancia, falta de educación, o habrá algo más. Probablemente, el hecho de que consideremos que la historia de Colombia es una sucesión de desgracias una tras otra, sin remedio. El resultado es que la política en Colombia se limita a una aburrida mezcla de posiciones dogmáticas de todo tipo, sazonadas con chismografía judicial e insultos sin humor.

El arribismo apocalíptico

Millones de pantallitas vomitan mensajes leídos por vocecitas robóticas acerca del próximo fin de la humanidad. Que si la temperatura sube no sé cuántos grados nos vamos a achicharrar o a congelar o a ahogar, si antes no nos morimos de hambre, porque las cosechas se van a perder y las vacas se devorarán entre sí cuando no quede ni una mísera hoja de yerba que tragar. La guerra se alza en el horizonte con los tonos rojos del crepúsculo definitivo. Los niños no aprenderán a leer aunque vayan a la escuela, embrutecidos por la tecnología, y muchos otros desastres. Ese don profético insistente, maniático, agresivo, a veces con un supuesto respaldo científico, hace que los habitantes de los países más prósperos vivan llenos de pavor acerca de la próxima pérdida de su felicidad. Por esto, en los países ricos, muchas personas quieren mano dura, que alguien ponga orden en el caos, sin que importen derechos ni razones. Pero los que vivimos en lugares donde el infierno propuesto no es futuro sino presente, ¿por qué nos asustamos de las desgracias prometidas por los visionarios del desastre? La actualidad nos debería aterrar, no un supuesto porvenir tenebroso, ya sea que lo proclamen pastores, funcionarios, políticos, podcasteros, o señores de bata blanca que hablan con un fondo de biblioteca o con un mapa del mundo azulito y verde. Entre nosotros, el temor al futuro apocalipsis proclamado por los sabiondos de los medios es otra forma de arribismo.

Los incendios

Tanta gente publica fotos, videos y memes de los incendios en su ciudad, se queja del calor increíble y excepcional y parece que estuvieran compitiendo sobre quién está peor, quién sufre más con la temperatura y el humo. Cada nuevo chuscal quemado es un redescubrimiento del fuego que provoca paleolíticos aspavientos, y todos dicen que el suyo, el de la loma de enfrente de su casa, es el peor, el más apocalíptico. Qué afán de prevalecer sobre los demás, hasta en lo malo, incluso en la cercanía al infierno.

El hostigante fin de los cines

Todos hemos oído el chiste aquel del tipo que era tan tonto que invitaba a la novia al cine… ¡y veía la película! Hay cierta razón en la burla al casto cinéfilo, pues es claro que una sala de cine sirve para muchas cosas, entre las cuales se cuenta ver películas, y no es realista ni siquiera decir que esta sea su función principal.

El año pasado cerró uno de los dos últimos teatros del centro de la ciudad. Ambos teatros eran cines porno. En concreto, el desaparecido teatro Villanueva había sido antes un cine convencional, llamado Guadalupe. El espacio sobreviviente, el Sinfonía, sí ha funcionado siempre como sala X. La pregunta obvia es cómo es posible que existieran teatros porno en épocas de internet, es más, ya era extraño que después de la aparición de las tiendas de video siguieran funcionando. La explicación es sorprendente, aunque no tanto, si se considera que los cines sirven para muchas cosas, además de ver películas, como ya dijimos y como todo el mundo sabe. Resulta que esos lugares son, o eran, sitios de prostitución, sobre todo homosexual. Quizás era más barato que una habitación de hotel, o los videos proyectados en pantalla gigante, todos de porno heterosexual, servían de inspiración erótica para las parejas, unidas por la arrechera y la necesidad económica, o quizás el mugre pegajoso de los pisos y asientos, con el complemento de la hediondez, hacían subir la lívido de algunos de los curiosos personajes, clientes frecuentes de aquellos lugares. Mejor no especular demasiado sobre asunto tan delicado, aunque está claro que no era por la novedad de las películas.

Sin embargo, es más raro aún, y nadie parece cuestionárselo, por qué todavía hay gente que asiste a las salas de cine donde presentan películas no catalogadas como X. Una explicación es que el cine hace parte del universo del entretenimiento infantil, evidentemente. Los niños llenan los centros comerciales en busca de azúcar, jueguitos ruidosos y caros, y películas, con o sin muñequitos. Luego están los que van a cine en pareja, como complemento de la hamburguesa, la empanada y el helado, verdaderos fundamentos del amor. Hay quien dice que solo va por las crispetas, pero esto es ilógico, ya que no son baratas y no son mejores que las que venden a la entrada de muchas iglesias. Y por cierto, ¿la gente va a misa por las crispetas y las empanadas o van a presenciar la transubstanciación? Este es un asunto aún más complicado que el del cine.

Debe haber algunos por ahí que tengan recuerdos inconfesables forjados en las salas X, y dudo que tengan que ver con los DVD que proyectaban. Serán, en todo caso, memorias interesantes, por lo ridículas o crueles, de sabor difícil de describir, pero que serán algo más que la sensación hostigante de la sal y el azúcar sobre el maíz inflado. De las películas nadie se acordará.

Triste cine imperial

Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, Martin Scorsese, 2023)

Hay un arte imperial y hay un cine imperial, por supuesto, aunque no necesariamente imperialista, es decir, no tiene que cantar las glorias del augusto Estado o nación donde se produce tal libro o tal pintura o tal película, también puede mostrar sus crímenes y pecados. Lo decisivo en dichas obras es la perspectiva grandiosa, que convierte en enorme y maravilloso cualquier suceso o personaje, siempre que sea parte de la historia del imperio en cuestión, o que de algún modo se pueda relacionar con este.

Las locuras y perversiones de los emperadores romanos hacen parte de la gran literatura de la antigüedad, aunque estas obras intenten precisamente censurar a los corruptos mandamases. Lo fundamental es usar los medios más elaborados del arte para pintar con colores magníficos y gestos patéticos, lo que, sin los recursos empleados, no serían más que vulgares crueldades, o enredos politiqueros o sexuales más vergonzosos que trágicos. Claro que los artistas imperiales han producido grandes obras, pero no todo el mundo tiene sensibilidad para la “grandeza”, por muy bien dotado que esté y aunque cuente con medios óptimos a su disposición.

Los asesinos de la luna es una obra que no escatima en recursos para narrar su dolorosa historia. No le basta con mostrar algún automóvil antiguo para ambientar la época, sino que saca toda una escudería de modelos de los años veinte. Si se trata de ganado, entonces no escasean las tomas aéreas con decenas o cientos de reses que pastan en praderas sin término. Y así en todo lo demás, incluida la duración, de casi tres horas y media. La idea es que el relato de unos crímenes cometidos hace cien años en un pueblo remoto de Estados Unidos se convierta en una parábola universal sobre los peligros de la ambición, el racismo, en concreto el supremacismo blanco hacia los indígenas, y también, aunque menos, lo cual resulta extraño, tratándose de una pelea por el dinero del petróleo, denunciar la explotación de los recursos naturales por empresarios sin escrúpulos. Puede ser que algunos consideren una maravilla esta conferencia de divulgación histórica ilustrada con imágenes de alta calidad y estrellas de Hollywood, pero Scorsese no tiene mano para esta clase de frescos épicos sobre las miserias de la civilización. Sus grandes películas son aquellas que retratan personajes ordinarios, casi siempre en ambientes que conoce bien, no porque los haya estudiado, sino porque los ha recorrido, los ha vivido. Historias íntimas, aunque llenas de humor, violencia y brillantez visual, pero una brillantez que más que impresionar, conmueve al espectador.

Quizás se podría especular con la idea de que este esperado western de Scorsese fuera protagonizado por los personajes secundarios de la cinta, pequeños criminales brutales y un poco cómicos, como el indio ladrón de bancos de mirada imperturbable y que se ríe al ver una película de bandidos en el cine, o el peón de finca, lleno de hijos y de mugre, que ejerce el sicariato en su tiempo libre, para mejorar su jornal, cosa que hace también otro que es campeón de rodeo, y así los demás sinvergüenzas que habrían podido contar una historia, quizás más violenta, más divertida, pero definitivamente menos solemne.

No es la pasión y muerte de Jesucristo (La última tentación de Cristo, The Last Temptation of Christ, 1988) o el martirio de los cristianos en el Japón del siglo XVII (Silencio, Silence, 2016), ni las supuestamente épicas peleas entre bandas de barrio del siglo XIX en Nueva York (Pandillas de Nueva York, Gangs of New York, 2002); sino los pequeños dramas de jóvenes de barrio (Malas calles, Mean Streets, 1973), o las andanzas de un desadaptado en su taxi (Taxi Driver, 1976), o la tragedia de un animalesco boxeador (Toro salvaje, Raging Bull, 1980), o las ambiciones de un obseso en el mundo del espectáculo (El rey de la comedia, The King of Comedy, 1982), o las absurdas aventuras de un oficinista en el infierno de la urbe nocturna (Después de las horas, After Hours, 1985), o la poco gloriosa odisea de un gánster de ínfima categoría (Goodfellas, Buenos muchachos, 1990). Scorsese no es David Lean o Sergei Eisenstein. Scorsese es un cantor de las pequeñas cosas que conoce muy bien. ¿Sabe algo de la vida y la época de Jesús o de las masacres contra los indígenas Osage en los años veinte? No sé quién fue el famoso cineasta que dijo que no dirigía westerns porque no sabía distinguir entre la parte de atrás de la de delante de un caballo. Quizás Scorsese sepa este misterio equino, pero dudo que conozca a fondo mucho más del asunto. Es probable que el trabajo de investigación lo haya hecho algún practicante mal pagado. De lo que sí sabe el director neoyorquino es de cine, pero este conocimiento no alcanza para realizar una tragedia de resonancia universal sobre la depredadora ambición del capitalismo ni sobre los crímenes del racismo. Alcanza para hacer una bonita fábula ilustrada, bellamente encuadernada, para exhibirla en la biblioteca familiar.

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