Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, Martin Scorsese, 2023)
Hay un arte imperial y hay un cine imperial, por supuesto, aunque no necesariamente imperialista, es decir, no tiene que cantar las glorias del augusto Estado o nación donde se produce tal libro o tal pintura o tal película, también puede mostrar sus crímenes y pecados. Lo decisivo en dichas obras es la perspectiva grandiosa, que convierte en enorme y maravilloso cualquier suceso o personaje, siempre que sea parte de la historia del imperio en cuestión, o que de algún modo se pueda relacionar con este.
Las locuras y perversiones de los emperadores romanos hacen parte de la gran literatura de la antigüedad, aunque estas obras intenten precisamente censurar a los corruptos mandamases. Lo fundamental es usar los medios más elaborados del arte para pintar con colores magníficos y gestos patéticos, lo que, sin los recursos empleados, no serían más que vulgares crueldades, o enredos politiqueros o sexuales más vergonzosos que trágicos. Claro que los artistas imperiales han producido grandes obras, pero no todo el mundo tiene sensibilidad para la “grandeza”, por muy bien dotado que esté y aunque cuente con medios óptimos a su disposición.
Los asesinos de la luna es una obra que no escatima en recursos para narrar su dolorosa historia. No le basta con mostrar algún automóvil antiguo para ambientar la época, sino que saca toda una escudería de modelos de los años veinte. Si se trata de ganado, entonces no escasean las tomas aéreas con decenas o cientos de reses que pastan en praderas sin término. Y así en todo lo demás, incluida la duración, de casi tres horas y media. La idea es que el relato de unos crímenes cometidos hace cien años en un pueblo remoto de Estados Unidos se convierta en una parábola universal sobre los peligros de la ambición, el racismo, en concreto el supremacismo blanco hacia los indígenas, y también, aunque menos, lo cual resulta extraño, tratándose de una pelea por el dinero del petróleo, denunciar la explotación de los recursos naturales por empresarios sin escrúpulos. Puede ser que algunos consideren una maravilla esta conferencia de divulgación histórica ilustrada con imágenes de alta calidad y estrellas de Hollywood, pero Scorsese no tiene mano para esta clase de frescos épicos sobre las miserias de la civilización. Sus grandes películas son aquellas que retratan personajes ordinarios, casi siempre en ambientes que conoce bien, no porque los haya estudiado, sino porque los ha recorrido, los ha vivido. Historias íntimas, aunque llenas de humor, violencia y brillantez visual, pero una brillantez que más que impresionar, conmueve al espectador.
Quizás se podría especular con la idea de que este esperado western de Scorsese fuera protagonizado por los personajes secundarios de la cinta, pequeños criminales brutales y un poco cómicos, como el indio ladrón de bancos de mirada imperturbable y que se ríe al ver una película de bandidos en el cine, o el peón de finca, lleno de hijos y de mugre, que ejerce el sicariato en su tiempo libre, para mejorar su jornal, cosa que hace también otro que es campeón de rodeo, y así los demás sinvergüenzas que habrían podido contar una historia, quizás más violenta, más divertida, pero definitivamente menos solemne.
No es la pasión y muerte de Jesucristo (La última tentación de Cristo, The Last Temptation of Christ, 1988) o el martirio de los cristianos en el Japón del siglo XVII (Silencio, Silence, 2016), ni las supuestamente épicas peleas entre bandas de barrio del siglo XIX en Nueva York (Pandillas de Nueva York, Gangs of New York, 2002); sino los pequeños dramas de jóvenes de barrio (Malas calles, Mean Streets, 1973), o las andanzas de un desadaptado en su taxi (Taxi Driver, 1976), o la tragedia de un animalesco boxeador (Toro salvaje, Raging Bull, 1980), o las ambiciones de un obseso en el mundo del espectáculo (El rey de la comedia, The King of Comedy, 1982), o las absurdas aventuras de un oficinista en el infierno de la urbe nocturna (Después de las horas, After Hours, 1985), o la poco gloriosa odisea de un gánster de ínfima categoría (Goodfellas, Buenos muchachos, 1990). Scorsese no es David Lean o Sergei Eisenstein. Scorsese es un cantor de las pequeñas cosas que conoce muy bien. ¿Sabe algo de la vida y la época de Jesús o de las masacres contra los indígenas Osage en los años veinte? No sé quién fue el famoso cineasta que dijo que no dirigía westerns porque no sabía distinguir entre la parte de atrás de la de delante de un caballo. Quizás Scorsese sepa este misterio equino, pero dudo que conozca a fondo mucho más del asunto. Es probable que el trabajo de investigación lo haya hecho algún practicante mal pagado. De lo que sí sabe el director neoyorquino es de cine, pero este conocimiento no alcanza para realizar una tragedia de resonancia universal sobre la depredadora ambición del capitalismo ni sobre los crímenes del racismo. Alcanza para hacer una bonita fábula ilustrada, bellamente encuadernada, para exhibirla en la biblioteca familiar.