Observamos nuestras pantallitas para saber lo que pasa en el mundo. A veces hasta vemos los acontecimientos mientras suceden y podemos reaccionar al instante.
En el cine de Guerra Fría eran muy características las escenas que tenían lugar en un salón enorme, de techo alto, donde generales y altos funcionarios, tal vez incluso el jefe del Estado, miraban con cuidado enormes pantallas de televisión y mapas descomunales, que eran planisferios con punticos luminosos. Los expertos y políticos hablaban por teléfono, viejos aparatos de disco con cable en forma de resorte. En algún lugar de la propia sala, o en una oficina adjunta, reposaba una caja con un dispositivo coronado por un botón rojo. La caja abría con una clave que solo conocía el mandamás. Todo el mundo entendía el soberano poder del tal botoncito.
Tenemos en nuestras manos una pequeña “sala de crisis” (war room) donde supuestamente podemos conocer al instante lo que pasa en el mundo, con más rapidez y eficiencia que cualquier gobierno real o ficticio de hace unas cuantas décadas. Lo que no tenemos, en cambio, es el bendito botón rojo capaz de esparcir candela por medio mundo. En realidad, no podemos hacer nada con toda esa información que recibimos. Por más real que sea, con toda probabilidad se termina convirtiendo en un espectáculo emocionante y variado, pero que a la larga cansa, como todo entretenimiento.