La abstinencia de cinefilia como cura

Maxxxine (Ti West, 2024)

Cinefilia es una palabra que suena a enfermedad venérea. Uno de los efectos de la cinefilia era que los realizadores llenaban sus obras de citas de películas clásicas o de culto que se suponía que el espectador debía reconocer. Era una forma de establecer una relación con el público que podía funcionar a muchos niveles: nostálgico, humorístico, histórico, etc. Solo que, igual que algunas de estas enfermedades, ya no impresiona como en el pasado, ya no produce los mismos efectos.  En el caso de las infecciones, su pérdida de peligrosidad se debe a los tratamientos para curarlas o prevenirlas; en el caso de la afición a hacer citas cinematográficas en cada escena, es el tedio el que ejerce como agente curativo. Es un procedimiento tan común, no solo en películas y series, sino en videos musicales y en comerciales, que ya ha perdido su encanto. Además de que muchos espectadores no reconocen las referencias si son muy lejanas. Otro tanto pasa con los cameos de celebridades, que se han convertido en un “chiste del jefe”, del que uno debe reírse para no quedar mal, aunque no tenga ninguna gracia.

En Maxxxine, abundan las citas y los cameos, y se nota desde el comienzo que son relleno, maquillaje barato para una historia estúpida. Lo único recuperable, son las escenas en que se deja a la actriz protagonista, y productora, dar rienda suelta a su histrionismo. Lo cual ya pasaba en las anteriores películas de la trilogía (X y Pearl). En Maxxxine es chocante que gran parte del metraje se gaste en mostrar al detective que se viste como Jack Nicholson en Chinatown (Roman Polanski, 1974), en visitar la casa de Norman Bates en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en hacer chistes con la pareja de policías de tantas series y películas de los ochenta, en el violador disfrazado de Buster Keaton, en las estrellitas, Halsey y Lily Collins, que aparecen, solo para ser degolladas al instante.

Ya que no hay vacuna contra la cinefilia, entonces habrá que practicar la abstinencia.

La ventaja de no interrumpir

En un documental sobre la guerra del Pacífico, un historiador contaba que el ejército chileno utilizaba estratagemas ilegales para reclutar campesinos. Una de ellas consistía en organizar una fiesta en un pueblo, con licor barato o gratuito, para aprovecharse luego de la embriaguez de los fiesteros y sumarlos a las tropas que iban a combatir contra Perú y Bolivia. Lo curioso del caso es que el principal atractivo de las fiestas tramposas era una pequeña banda musical, con trompetas, clarinetes, trombones, tambores, etc. En 1879 no era fácil poder oír música interpretada por un grupo profesional. Es posible que las únicas tonadas que pudiera escuchar la mayoría fueran las canciones que alguna lavandera gritara o susurrara para entretenerse, o máximo, los acordes producidos por cierto labriego que rasgara las cuerdas de una guitarra en la cocina familiar, o en alguna cantina.

Hoy en día, es improbable que una pequeña banda de músicos trasnochados fuera un sebo suficiente para reclutar infelices para el ejército. Cualquiera puede oír a la orquesta más grande del mundo todas las veces que quiera; es más, la tendrá que oír aunque no quiera, porque la música se ha vuelto un elemento más en la contaminación por ruido en el mundo contemporáneo. Es un problema que tiene algo más de un siglo. Antes, la música era una excepción, casi siempre maravillosa, en la vida de las personas.

Sobre la presencia agresiva de la música, y también de las imágenes, se ha hablado mucho desde comienzos del siglo XX hasta ahora. El fonógrafo, la radio, la televisión, que hacían llegar obras artísticas, antes reservadas a una élite, a grandes masas, hacían también que tales producciones perdieran parte de su encanto, y a veces, se convirtieran en un sonsonete inaguantable. Con los videos de internet, y sobre todo con los reels, hay fragmentos de canciones o de obras musicales de cualquier clase, que se repiten con tanta insistencia que llegan a tener un efecto vomitivo. Producen una verdadera indigestión estas dietas excesivas de alimentos sonoros que en sí mismos pueden no ser necesariamente malos. Lo mismo se puede decir de las fotos y videos en formato vertical, disparados en ráfagas por los teléfonos.

Es evidente que, por su propia naturaleza, la literatura se escapa a este problema. Puede ser que hoy la superabundancia de escritos, y el acceso fácil a muchos de ellos, sea similar a lo que sucede con la música y los audiovisuales, pero es más difícil ser asaltado en cualquier lugar y circunstancia por un ataque de material literario. No ha de faltar el conductor de bus, o el taxista, que esté oyendo a todo volumen un audiolibro mientras maneja su vehículo repleto de pasajeros, pero no debe ser muy frecuente. Además, aquí se habla sobre todo de la letra escrita, la que tiene que ser leída, lo cual representa siempre un poco de esfuerzo.

Esa inefectividad de la literatura, el hecho de que como microbio mediático sea tan poco agresiva, es una secreta ventaja. La literatura no tiene impacto, por fortuna. La literatura es el único arte que no interrumpe. Cuál es esa necesidad bélica, o más bien sicarial, de que los productos culturales tengan impacto. Pareciera que el objetivo fuera estallarle la cabeza al prójimo.

Épica de la masturbación

Proyecto X (Project X, Nima Nourizadeh, 2012)

Desde los años setenta, existe un tipo de películas en Hollywood que se basan en exaltar el comportamiento alocado de jóvenes colegiales o universitarios. Fiestas con alcohol y drogas, burlas a la autoridad de cualquier clase, y sobre todo sexo, mucho sexo, en todas las formas. Más o menos explícitas, estas películas presentan a sus protagonistas como maniáticos sexuales, al menos en potencia. Tanto que pueden resumirse como la lucha, la peregrinación, la larga marcha de varones jóvenes vírgenes que se esfuerzan por despojarse de la indeseable castidad que los agobia. Eso es para los protagonistas, pero, en el caso de los espectadores, casi siempre jóvenes, se trata de ver representadas, a su vez, sus propias fantasías masturbatorias.

Películas como Colegio de animales (National Lampoon’s Animal House, John Landis, 1978), Porky’s (Bob Clarck, 1981), La venganza de los nerds (Revenge of the Nerds, Jeff Kanew, 1984), Despedida de soltero (Bachelor Party, Neal Israel, 1984), American Pie (Paul Weitz, 1999), la serie británica The Inbetweeners (Damon Beesley, 2008-2010), o Super cool (Suberbad, Greg Mottola, 2007) son verdaderas épicas de la masturbación. Probablemente el género esté en decadencia, no solo porque muchas de sus premisas son claramente machistas, ya que las mujeres son vistas solo como objetos de placer, y las feas, por ejemplo, son sometidas a burlas de toda clase, sino sobre todo por la omnipresencia del porno en el mundo de hoy.

Es imposible que las locuras de los muchachitos cachondos no parezcan inocentes si se las compara con cualquier video X de internet. Si se tiene en cuenta esto, resulta interesante la propuesta estética de la película Proyecto X.

En el 2012, internet estaba bastante consolidado, y con ello el porno a placer (nunca mejor dicho), además de las bobadas de los canales de YouTube. La idea para revitalizar el género de los tímidos pajeros, con ansias de dejar de serlo, consistió en una decisión formal, más que narrativa y mucho menos ideológica. La cinta se presenta como una película casera grabada por los mismos protagonistas con una cámara de video. Por lo tanto, la película tiene un aire de reportaje de guerra, caótico y sucio, que resulta muy atractivo en sí mismo, más allá del despliegue de tetas y de humor físico, propio del género. Unos años antes, Superbad (Greg Mottola, 2007) había optado por los diálogos humorísticos y por cierta complejidad en la relación de amistad de los protagonistas, sin dejar los chistes groseros, los golpes y las caídas. En cualquier caso, Proyecto X es una película estéticamente mucho más interesante que sus antecesoras, aunque ideológicamente esté en el mismo punto que cualquiera de ellas, y sin la gracia morbosa que debían tener aquellas películas de los setenta y ochenta, en tiempos en que todavía las groserías y las porquerías eran algo llamativo en el cine para todos los públicos. Es un ejemplo de que un cambio estético no implica, necesariamente, una transformación ideológica.

Un santo lastimoso

Bajo el sol de Satán (Sous le soleil de Satan, Maurice Pialat, 1987)

Comúnmente se considera que un santo es alguien admirable en el aspecto moral. Una persona que sobresale por vivir de acuerdo con unos principios que se consideran de gran valor, aunque la mayoría no los siga. El santo sería aquel que bate récords de integridad, que aplica realmente las virtudes que todos dicen apreciar, pero casi nadie sigue a cabalidad. Al menos esta es una especie de versión secular del santo. Porque se puede incluso pensar en un santo ateo, ya que es posible ser perfecto según un determinado modelo de conducta, sin que ello implique referirse a ningún orden sobrenatural.

El santo que vemos en Bajo el sol de Satán no es un hombre admirable. Produce un poco de repugnancia y otro tanto de lástima. Además, no es fácil de entender qué es lo que lo hace tan miserable. Al principio parece sufrir por ser un cura inepto, incapaz de cumplir las funciones de su cargo como ayudante en una parroquia. Al final hace milagros, literalmente, pero sigue igual de jodido. La película no trata de racionalizar la miseria del personaje, y en vez de explicar su situación, se dedica a observarla con cierta distancia. De ahí el estatismo, la lentitud y la sobriedad general. La cámara sigue a los personajes, sin hacerse notar demasiado.

En algún momento, el cura atormentado emprende un largo camino a pie para cumplir un encargo en una parroquia de otro pueblo. Se extravía en el campo y termina encontrándose con el mismo Satanás. No hay efectos especiales, ni cuernos ni cola; sin embargo, el viaje resulta trascendente. Es el caso paradigmático de quien se extravía y no puede alcanzar su objetivo, para luego encontrar algo más valioso. Solo que no se entiende qué es lo que descubre o gana en este largo caminar. ¿Una especie de superpoder para conocer los secretos del prójimo, o al menos de algunos? Pero no es una censura al personaje ni a la película. Con toda seguridad, el problema es que yo no estoy preparado para comprender esta obra, sobre todo sus complicadísimos diálogos, que sería bueno poderlos leer, a ver si se entienden.

Lo único claro, al menos para mí, es que no es a un Satán que vive en un reino ultraterreno a quien teme el párroco infeliz, sino al mal en el mundo, en este mundo nuestro. Las crueldades y las injusticias son reales, sean o no obra del demonio, y no hay que ser un místico o un fanático para esperar un milagro de vez en cuando.

La gran infancia

El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, Wes Anderson, 2014)

Una amistad inusual entre amo y siervo, aunque el amo es a su vez un siervo. Una historia con aires de viejo dibujo animado. Y en realidad se trata de que sintamos como si estuviéramos embelesados con alguna aventura de ratones o conejos parlanchines, que brincan, chillan y hacen gestos extravagantes, y esto a pesar de que la trama tiene elementos adultos, pero que, en verdad, no son tomados en serio: sexo, guerra, racismo, clasismo, corrupción.

Los personajes, y los espectadores, añoramos un tiempo feliz, que se fue para nunca más volver. Pero la nostalgia de la película no es acerca de una época donde todo era mejor, sino de un tiempo donde se creía que todo podía ser mejor, donde vivíamos de ilusiones.

Es una película con una perspectiva infantil. En la niñez todo es posible. El “Grand” del título se refiere a lo magnífico que es el mundo en el recuerdo de la infancia, no al lujo chillón del hotel de fantasía, ni a la extraña geografía del fantástico país de la vieja Europa, donde tiene lugar la historia.

La memoria confiable

Cristo se detuvo en Éboli (Cristo si è fermato a Eboli, Francesco Rosi, 1979)

El cine es una especie de memoria externa. Vemos fuera de nosotros imágenes del pasado, algo que normalmente hacemos dentro de nuestra mente. Así que el recuerdo de una película es un asunto curioso. Es como recordar un recuerdo. En todo caso, suele suceder que el recuerdo no coincide con la cinta que vemos de nuevo. A veces es decepcionante, aunque también puede darse el caso que el nuevo visionado supere las expectativas. Sin embargo, lo más raro de todo es cuando la nueva experiencia concuerda exactamente con lo recordado. Eso puede indicar que la película dejó una marca profunda. No me refiero a ninguna sensación superficial de miedo o asco, o alguna nostalgia cursi de la infancia. Es más bien una especie de complacencia intelectual, algo que uno consideró que estaba muy bien, a nivel estético, ideológico o lo que sea.

Vi una sola vez, hace mucho tiempo, la película Cristo se detuvo en Éboli. Fue en un teatro. Nunca más la volví a ver. No se trata de una de esas obras que se mencionen todo el tiempo, ni está lleno el internet de clips o fragmentos extraídos del metraje, o existen parodias u homenajes. No es una película que pertenezca a la cultura popular, que se cite y comente con frecuencia. Tampoco he leído el libro del mismo título de Carlo Levi en que se basa. De ahí que fue muy sorprendente descubrir que al verla otra vez, más de veinte años después, recordaba casi toda la película. Hay filmes que he visto muchas veces, y por eso no es raro sabérmelos de memoria, pero obviamente este no es el caso.

Creo que el impacto que produjo en mí se debe a que se trata de una especie de ilustración de una idea. La idea es expresada por el protagonista en cierto momento, pero todo el desarrollo de la película la ilustra con abundancia. Se trata de que en aquella región del sur de Italia, donde ha sido desterrado el protagonista, los campesinos han vivido durante siglos soportando los estragos de una historia que no les pertenece y que ni siquiera entienden. Desde el Impero romano, hasta el moderno Estado italiano (en los años treinta, época fascista), todos los sistemas de gobierno y todas las religiones han pasado por encima de ellos, sin tenerlos en cuenta, y mientras tanto los habitantes continuaban con su vida rutinaria, cíclica y brutal, unida a su pobre tierra, casi siempre resignados, a veces rebeldes. No es que no haya pasado nada, es que ha pasado siempre lo mismo, desde los tiempos más remotos. La narración sigue el descubrimiento del protagonista de esta especie de filosofía de la historia. No ocurren grandes dramas. Es la vida cotidiana, con su rutinaria y sórdida extravagancia en este pueblo ruinoso, lo que ilumina la visión del personaje. Algo parecido nos pasa a los espectadores. Vemos la dura belleza de la tierra y de sus habitantes, y es como si no asistiéramos a una representación, sino a la vida misma.

Hay una especie de armonía entre los humanos, las piedras y los edificios. No es un paraíso intacto ni nada parecido. Al contrario, pobreza, explotación, corrupción. En la radio se oyen noticias de lejanas guerras coloniales, pero que terminarán afectándolos a ellos. Muchos emigran a América, pero la tierra natal no parece revivir al contacto con el Nuevo Mundo, más bien parece hacerse más estrecha y oscura. Con todo, es muy difícil no terminar sintiendo simpatía por estas personas, entre otras cosas porque, sobre todo en países pobres como Colombia, podemos encontrarlos cerca de nosotros.

Aunque la película se centra en cada momento, en cada rostro, en cada trozo de paisaje, la narración se mueve a buen ritmo. El desarrollo narrativo no se apoya en un MacGuffin cualquiera que haga avanzar la trama. Más bien, es un proceso de conocimiento. El protagonista va entendiendo la realidad de aquella tierra y nosotros lo acompañamos. No es una investigación detectivesca, sino más bien una revelación que se produce en el contacto directo con cosas y personas. En la ficción lo hace el personaje, en la realidad lo hace el espectador. Por eso se recuerda como un hecho real, no como una ficción.

La palabra soledad

Soledad es una de esas palabras pesadas. Cuando se pronuncia, no parece que se señalara algo con el dedo, sino que se metieran los dedos en los ojos de quien la escucha. Es una expresión de imposible neutralidad, y siempre parece como si implicara algo profundo, algo importante, algo malo. Por el contrario, la palabra muerte no tiene necesariamente una connotación negativa, no solo porque existe la expresión “morirse de la risa”, sino porque hay ciertas cosas que se pueden matar sin que nadie llore, como el dolor. En inglés, analgésico se dice painkiller, es decir, asesino (matón) del dolor.

Cuando decimos o escuchamos la palabra soledad, no se piensa en su significado, o en la realidad a la que se refiere, porque el sonido de la palabra se supone que golpea como un balazo o como un rayo, sea que se prefiera el símil criminal o celestial.

Deberíamos quitarle el poder mágico a esta palabra y meterla en el sórdido mundo de las relatividades, o cambiarla por otra, menos melodramática, lo cual, sin embargo, no parece muy fácil.

Cuando los soldados marchaban en filas cerradas en el campo de batalla, la antigua táctica de infantería decía que debían ir en grupo, lo más cerca posible uno de otro, con cada cambio de dirección perfectamente organizado, para neutralizar el miedo ante el enemigo, que sería abrumador para el individuo solitario. El soldado se olvidaba de sí mismo y por eso iba uniformado, marchando al paso, guiado y aturdido con el sonido del tambor.

El soldado perdía su soledad en busca de una falsa seguridad. Si caía herido, los demás tenían que continuar su marcha. Quedaba solo, desvalido. Cuando de verdad la soledad era un problema, cuando en serio necesitaba ayuda, nadie lo socorría. La compañía en el ejército servía solo para lograr el objetivo táctico, no para ayudar al recluta machacado en el suelo.

Casas señoriales y marihuana

Los caballeros (serie de televisión) (The Gentlemen, Guy Ritchie, 2024)

Los duques no pueden mantener en todo su esplendor sus lujosos y antiguos palacios. La producción agropecuaria no alcanza para tanto gasto, y no solo ahora; ya en el pasado eran necesarios los cargos y pensiones reales, los matrimonios ventajosos con herederas de copiosa dote, y también las aventuras coloniales. No es fácil mantener controladas las goteras en los techos centenarios, y además los prados siempre verdes, sin una fuente de efectivo constante y copiosa, semejante a las lluvias en Inglaterra. Las drogas ilegales son la solución, o al menos es la curiosa respuesta que da la serie Los caballeros, basada en la película del mismo título de 2019 dirigida por Guy Ritchie.

Para resumir, la cinta muestra que los bandidos millonarios no son tan distintos a los aristócratas empobrecidos. Todo con muchas balaceras, puñetazos, machetazos y muchos diálogos ingeniosos a un ritmo trepidante. Y con la ventaja de ser solo ocho episodios, porque el formato de telenovela turca de mil capítulos, eso no hay quien lo aguante.

Aunque respecto a que los bandidos sin pedigrí son iguales a los delincuentes con título de duque o conde, puede ser cierto a nivel moral e intelectual, pero hay una diferencia significativa. Los antiguos aristócratas de sangre tenían como uno de sus propósitos el conservar sus propiedades heredadas, sobre todo tierras y casas. Utilizaban sus fortunas de origen non sancto para mantener y remodelar los antiguos edificios que sus antepasados les habían dejado. Su nombre estaba asociado a esa casa y su terreno aledaño, con sus bosques y lagos. Estas propiedades se conservaban a un alto costo. En cambio, los modernos ricachones, ya sea que hagan su dinero en la banca y la industria, o con la harina mágica que tan ilustre ha hecho a nuestro país, tienen propiedades para especular con ellas, no para heredarlas intactas a las futuras generaciones. Esa debe ser una de las razones de la frialdad y de la sordidez, a pesar de su costo,  de gran parte de la arquitectura privada contemporánea, para no hablar de la pública. Se construye una casa pensando en el futuro “marrano” que la va a comprar, no en la descendencia que la habitará y cuidará por los próximos siglos.

Elecciones: la única noticia

En los países donde no se realizan elecciones, los noticieros deben ser lo más aburrido del mundo. Los comicios en cualquier circunscripción, especialmente en la más importante de todas, en Estados Unidos, generan la única información excitante e intrigante dentro de las que pueden cubrir los medios. Porque hasta la guerra parece aburrida en manos de los periodistas, que cubren los sucesos desde muy lejos, en el espacio o en el tiempo, es decir, llegando a los hechos cuando ya son desechos, en busca de testimonios de quién sabe quién, como historiadores exprés. En cuanto al resto de la información cotidiana, se compone de relatos que únicamente nos interesarían si nosotros fuéramos parte de ellos, como los accidentes de bus o de avión, las inundaciones y terremotos, y en el caso de Colombia, los ataques diarios de sicarios en moto. Todas estas noticias se reciben sin mayor interés, sobre todo desde que internet provee satisfacciones de sobra al deseo morboso de ver sangre a borbotones o acrobáticos accidentes de carros.

Las elecciones son la única competencia no deportiva que pueden de veras cubrir los periodistas. Ya sabemos que en la guerra son como narradores de ciclismo frente al televisor en un cuarto de hotel. Por eso, en los países donde no existen certámenes electorales, o estos no producen expectativa alguna, al conocerse el resultado desde antes, el periodismo debe ser la cosa más lánguida del mundo. No por falta de libertad, como suele decirse, sino por falta de un objeto real de interés periodístico. Porque acompañar al gran líder a inaugurar un colegio es la cosa menos épica que existe, y a este tipo de eventos se ve reducido el periodismo, aun en los países democráticos, cuando no hay urnas electorales en el panorama. En cuanto a los casos de corrupción, ¿realmente la contabilidad es una materia tan interesante? Supongo que para los contadores. La indignación frente a los “ladrones hijueputas” no es suficiente para hacer atractivo y emocionante un libro de cuentas o una hijueputa hoja de Excel.

Cuero, acero y poco más

El club de Los Vándalos (The Bikeriders, Jeff Nichols, 2024)

En la película de 1953 El salvaje (The Wild One, László Benedek), el personaje de Marlon Brando es el líder de un grupo de moteros que causan un gran despelote en un pueblo perdido. Lo fundamental de la historia consiste en mostrar como el duro rebelde es en realidad un niño con el alma herida. Su vulnerabilidad es latente desde el comienzo, pero aflora solo hasta el final. Lo otro que también está presente desde el principio es la violencia de la banda de motociclistas. En las primeras escenas todo parece simple rudeza y grosería, pero termina desencadenándose un infierno en el pequeño pueblo polvoriento, en parte por la reacción de los agresivos residentes. Toda la historia ocurre en veinticuatro horas más o menos, y es una especie de fábula moralista que advierte de los peligros de la rebeldía de los jóvenes, o al menos es lo que indica el letrero inicial: “Esta es una historia impactante. Nunca podría haber sucedido en la mayoría de los pueblos de Estados Unidos, pero sucedió en este. Es una pública advertencia para que no suceda de nuevo.” No sé si los espectadores se sintieron atemorizados por la epidemia de rebeldía motera que parece denunciar la cinta, pero lo que sí ocurrió fue que la pinta de chaquetas de cuero negras y botas militares se puso de moda entre algunos jóvenes, que querían imitar a Brando en su traje y en su gesto.

El club de Los Vándalos relata la historia, inspirada en hechos reales, de uno de tales grupos de motociclistas que quería correr a toda velocidad en sus máquinas adaptadas por ellos mismos, beber cerveza, e imaginarse que se parecían al joven Brando, con su chaqueta de cuero, marcada con su nombre y el de su club. La película se basa en un libro de fotografías cuyo autor siguió a una banda de  moteros de Chicago, entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Casi una década en la vida de los miembros del club, narrada por la mujer de uno de ellos. Pero aunque pase tanto tiempo, en realidad el desarrollo de los personajes es el mismo que el de la película de los cincuenta, que transcurre, si acaso, durante un día y una noche. En el largometraje actual, el tipo bonito y misterioso, enamorado de su máquina y fiel hasta la muerte a su banda, termina mostrando su lado sensible y abrazando la normalidad, acogido a su regañona y cariñosa mujer; igual que el personaje de Brando, que se muestra simpático y vulnerable con la hija del policía del pueblo, después que lo han molido a golpes y ella lo ha salvado. En cuanto al destino del club de adoradores de las motos, el arco de la historia es aproximadamente igual. En el clásico cincuentero, al principio, los miembros del club son descarados y alegres; al final, se toman el pueblo y atemorizan a los lugareños, incluidas las autoridades. Solo la milagrosa intervención de un cuerpo de policías numeroso trae la paz al campo de batalla en que se convirtió la población, violencia sexual incluida. En cuanto a los “Vándalos” de la película de Jeff Nichols se van haciendo más violentos y crueles, hasta terminar convertidos en una especie de mafia motorizada.

Tanto se parece a la cinta de Marlon Brando, que en verdad esta película podría durar un solo día también. El paso del tiempo no se siente en El club de Los Vándalos. Y es difícil creer que pasen varios años en la película. A veces imita un poco a Scorsese en el montaje, lo cual no funciona muy bien, pero en general, avanza a buen ritmo, con una cálida fotografía y con una reconstrucción de época muy buena, sin exageraciones de trajes o peinados. Y es que la historia, aunque muy dramática, e incluso trágica, en realidad se siente liviana, tranquila. A la hora de la verdad es muy difícil empatizar con los personajes, a quienes no llegamos a conocer, ni siquiera a la parlanchina narradora. Vemos sus tatuajes, vemos sus chaquetas, sus motos, y todo el mobiliario, pero las personas se nos escapan. Cada quien está demasiado en su papel, diríamos en su “cosplay”, como para ver algo humano debajo de tanto metal, cuero y suciedad. La película falla al no lograr sorprender con su historia, que parece muy curiosa y hasta rara, pero que extrañamente se siente como la cosa más normal del mundo. No quedan preguntas en esta película, no hay misterio, quizás porque no se entiende cuál es su propósito. La de Marlon Brando era una película con un mensaje moral, o moralista, que no parece que hubiera tenido mucho efecto. Pero la historia de los “Vandals”, ¿es una denuncia, un homenaje? Parece ser más bien un relato costumbrista o folclórico de cierta región de Estados Unidos, y todo termina en una reconstrucción historicista de buena calidad y poco más.

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