El sudor y la historia

Consejo de guerra (‘Breaker’ Morant, Bruce Beresford, 1980)

Calor, polvo, sudor, esto es ‘Breaker’ Morant. También es la historia del consejo de guerra a que fueron sometidos tres soldados australianos, miembros del ejército británico, durante la guerra de los Bóeres (1899-1902) en Sudáfrica. Es, por tanto, una obra que gira alrededor de un juicio, con sus interrogatorios, apelaciones, alegatos, testigos sorpresa, etc.; y también es una película de guerra, es decir, balaceras y vida de cuartel y campamento. Todo muy bien. Las actuaciones excelentes y el drama en el tribunal muy bien llevado, ya que además del suspenso, propone reflexiones muy pertinentes sobre la justicia en tiempos de conflicto armado, sobre la lealtad a los amigos y a la patria y, algo curioso, lo que podría denominarse el lado positivo del machismo. Pero lo que distingue ‘Breaker’ Morant es la sensación de realidad que produce. Aparte de cualquier otra cualidad o defecto, la película cumple con aquello que decía André Bazin del cine, en oposición a la pintura: “Los límites de la pantalla no son, como el vocabulario técnico podría a veces hacer creer, el marco de la imagen, sino una mirilla que solo deja al descubierto una parte de la realidad”. El filme es una mirilla, algo así como una ventana para ver el mundo. Confieso que no entiendo bien esta idea del crítico francés, pero se podría reducir la cosa, y en vez de decir mirilla para ver la realidad, decir, mejor, mirilla para ver una realidad o un mundo. El artificio cinematográfico serviría para hacernos ver con nuestros propios ojos, realidades que de otro modo permanecerían ocultas a nuestros sentidos. Se oyen los pasos de los prisioneros al caminar en la sombría oficina del cuartel y también se siente la incomodidad de los sudorosos mostachos que lucían los señores en aquellos tiempos. ‘Breaker’ Morant logra, de algún modo, escapar del marco acartonado y pomposo del viejo óleo histórico, y eso siempre será un gran logro en una película de época.

Geopolítica

El efecto relajante de la geopolítica es algo que no se puede despreciar. Es decir, todo el mundo habla del estrés producido por los conflictos entre potencias y de los desastres económicos, pero contemplar el ascenso y caída de los imperios es una terapia sanadora, o más bien una especie de narcótico suave que permite tolerar la propia miseria al ponerla en relación con la tragedia planetaria. Los misiles son sedantes.

El caballo más feo

En los concursos literarios debería premiarse al peor texto, después del mejor, naturalmente. Esta medida viene inspirada por las ferias de pueblo, donde se celebra al “caballo mejor presentao y al caballo peor presentao”. Es más, el premio debería recibir el nombre genérico de Rocinante (el caballo más feo), para que todo quede aún más literariamente arreglado. Además de aumentar el morbo del público, podría construirse un corpus de obras pésimas que, al ser estudiado con cuidado, por medio de softwares poderosos, produciría como resultado la esencia misma de la mala literatura.

El «docudrama» Mattei

El caso Mattei (Il Caso Mattei, Francesco Rosi, 1972)

El docudrama es uno de los géneros más desgraciados que existen. Desde el punto de vista narrativo y visual ocupa el lugar más bajo. Formato habitual en producciones con pretensiones educativas que no quieren conformarse con la exposición de contenidos por parte de expertos. Las viñetas dramáticas sirven para amenizar el desarrollo del tema, que en su núcleo principal corre a cargo de los entrevistados y de la infaltable voz en off. Si se trata de la bomba atómica, vemos a hombres engominados y de bigotico en tonos sepia o blanco y negro, vestidos de bata blanca entre probetas y mecheros, mientras alguien nos cuenta de la competencia entre las potencias beligerantes para conseguir desintegrar el átomo. En otro programa, el tema son los Evangelios, y mientras teólogos y arqueólogos revelan sus descubrimientos y elucubraciones, se nos presenta a un viejo de barba blanca, cubierto con una túnica, sosteniendo un cálamo en la mano, inclinado sobre lo que parece ser un pergamino. Como se ve, la humildad del docudrama es verdaderamente chocante. Por eso es tan notable una película como El caso Mattei.

La muerte de Enrico Mattei es un misterio italiano, al mismo nivel del asesinato de Kennedy en Estados Unidos. Sin embargo, la película de Francesco Rosi no es una cinta de misterio que juegue con la curiosidad del espectador, ni una pieza de impacto que intente indignar al público como el JFK (1991) de Oliver Stone. En realidad es un poco pesada de ver, por el exceso de información y por la huida de las explicaciones psicológicas. Mattei no es un personaje que se ame o se odie, sino un punto de vista. La vida personal del hombre queda desatendida, porque no es la chismografía lo que interesa, sino una situación histórica representada por un individuo peculiar. En cambio, se puede sentir de modo directo el drama político y económico que confluía en el industrial italiano y no solo recibir información histórica como en una docta conferencia sobre la materia. Es aquí donde el pobre género del docudrama encuentra su lugar: distancia respecto a las personas y cercanía a los temas.

Con el género del docudrama se debe hacer lo que con cualquier otro: usarlo, sacarle partido, parodiarlo, y en cualquier caso, irrespetarlo. Los géneros en el cine son estrategias de mercadotecnia o divisiones administrativas de empresas productoras. Carecen de valor intrínseco y solo responden a intereses comerciales o a tradiciones espurias. En El caso Mattei se usa el triste género del docudrama para poner en escena los problemas de la economía mundial, planteando más preguntas que respuestas, como corresponde a cualquier análisis de problemas contemporáneos. Como ya lo había hecho Rosi en Salvatore Giuliano (1962), pero de modo más evidente, se mira una realidad desde la supuesta objetividad que da el presentar una colección de testimonios en diversos formatos: entrevistas, fragmentos de programas de televisión, grabaciones de interrogatorios judiciales. Es notable que casi no se utiliza el material de archivo, más bien se reconstruye con actores el material real. Lo más curioso es la recreación del personaje principal. El Enrico Mattei interpretado por Gian Maria Volonté no es una imitación o una reconstrucción histórica del individuo real, sino que el protagonista es un expositor que presenta a la audiencia las ideas del industrial y político, mientras que otros ‒policías, periodistas, dirigentes de partidos, simples transeúntes‒, expresan otras visiones sobre los problemas de la economía petrolera y la realidad italiana, y sobre todo, comentan las diferentes versiones sobre el accidente o sabotaje en que perdió la vida Mattei.

La distancia de “documental” respecto al tema da como resultado que la comicidad de la farsa politiquera no se esconde tras fachadas trascendentales, al contrario, se acentúa. En un momento, el propio Francesco Rosi, director de la película, comenta con sorna, mientras ve proyectadas las fotos de los dirigentes de la Democracia Cristiana, que no es posible que el público entienda las volteretas ideológicas de los políticos y su variable relación con Mattei.

El increíble resultado es que el sesudo documental no posa de serio y profundo, sino que, sin renunciar a la complejidad, se transforma en una comedia estrafalaria, esta vez no protagonizada por patanes de barrio o amas de casa histéricas, sino por los amos del mundo: los grandes industriales y el alto clero financiero.

La palabra «película».

Cómo es de fea la palabra “película”. No son mejores los sinónimos: film o filme y cinta. El sonido poco agradable del vocablo no es ningún misterio. Las dos sílabas finales únicamente por una letra no suenan como culo. Al respecto de este inconveniente fonético, hace unos años se fundó una parroquia en Medellín con el nombre de la Porciúncula. El término venía de un lugar relacionado con la vida de san Francisco de Asís, y es claramente una voz latina. Más católico no podía ser el nombre de la capilla, que, por otra parte, llevan muchas iglesias en el mundo. La feligresía era muy camandulera, adoradora del santo, aunque no tanto de la historia, y poquísimo del latín. En resumidas cuentas, la diócesis y el cura determinaron cambiar el nombre de la parroquia, ante la avalancha de chistes y juegos de palabras de mal gusto que hicieron carrera entre la feligresía.

Los devotos del cine han tolerado más de un siglo la existencia de semejante vocablo tan desgraciado. Probablemente, los sustitutos no sean mejores (filme, cinta), aunque no recuerden ninguna parte chistosa de la anatomía. Comparten, sin embargo, con “película”, su origen técnico-científico. Son expresiones con olor a laboratorio, fábrica y taller. Los inicios del cine se enmarcan en la época de las primeras maravillas de la técnica moderna, a fines del siglo XIX. Maravillas que, curiosamente, hoy son piezas de museo, exhibidas junto a las hachas de sílex neolíticas. De hecho, “película”, palabra de aire muy científico, quiere decir algo así como “pellejito”, de rusticidad innegable.

Y es que, a decir verdad, en el presente siglo, en la producción cinematográfica casi no se utilizan dispositivos que propiamente se puedan denominar películas, filmes o cintas. La gran mayoría de los productos se realizan con equipos digitales. Mejor no hablar de la palabra video, lánguida como pocas. El verbo latino del que procede no le concede mucho prestigio ni sonoridad, y es preferible cualquier cosa terminada en cula o culo. Aunque, en verdad, hoy en día la mayor parte de lo que se hace es video.  Ahora todos son videógrafos, gústeles o no, que además es otra palabreja inane. Está bien que el topógrafo y el cartógrafo se llamen así, pues sus oficios se refieren a realidades útiles, serias y aburridoras, pero que el realizador de clips de reguetón se llame videógrafo es una cursilería.

Quizás la razón de la fealdad de las palabras que se refieren a producciones cinematográficas sea que los aparatos que registran y proyectan imágenes en movimiento se inventaron, y se han desarrollado, en épocas en las que los hablantes de español no estaban entre los que diseñaban y fabricaban artilugios técnicos. Así como no hay inventiva científica, tampoco la hay en cuestión de palabras. La lengua recoge lo que dejan caer otros idiomas, y se las arregla como puede. Aunque quizás en inglés film y movie tampoco tengan mucho encanto; picture, en este contexto, parece mejor, quién sabe.  En cualquier caso, el resultado es que en español le tenemos que decir “películas” (pellejitos) a las obras de Tarkovski, Huston o Buñuel.

La tristeza del macho

Un pobre muchacho cabizbajo, de mirada perdida. Dice solo palabras irónicas o directamente ofensivas, a veces misteriosas. Tiene todos los síntomas que se atribuyen a los enamorados desafortunados, a los despechados y a los cornudos. Lo único es que este señor no tiene problemas sentimentales. Ni siquiera aparecen intereses románticos en el panorama. Tampoco es que haya discutido con un pariente o amigo. Por ejemplo, una imprudencia en medio de una conversación llevó a que se enfriara la relación de años que tantas alegrías les trajera. Nada de eso. Él únicamente tiene amigos de ocasión. Son verdaderos amigotes que se usan según la necesidad: rumba, fútbol, trámites… crímenes. En ocasiones el personal amistoso se halla clasificado y separado de acuerdo a su función; por tanto, no se conocen entre ellos, como debe ser con las amantes, según dicen. La pérdida de las gafas o de las llaves es un suceso mucho más grave que el rompimiento de una amistad de este tipo. Tampoco ninguna desgracia inesperada, ‒muerte o enfermedad‒, es el motivo de la tristeza de nuestro hombre.

Si nos atrevemos a preguntarle, y se abre un resquicio en la muralla de su mal genio, descubriremos que su malestar no proviene ni de líos de amores ni de ninguna otra disfunción de las relaciones interpersonales. Lo que verdaderamente tiene acongojado al muchacho es un billetico que le debe un colega. Quizás el tema es más grave. Un negocio que tiene en compañía de un camarada no da los resultados esperados, muy probablemente por su propia torpeza. La situación mundial no ayuda mucho, y los índices de no sé dónde y los precios de no sé qué… Bien es verdad que las cantidades que él maneja no son de las que se mueven en los grandes centros financieros, pero valen un Potosí en su corazón, porque se imagina ser un millonario, un emperador financiero. Se figura en un lejano porvenir, refugiado en una habitación de un hotel de lujo o en una glamurosa casa en la playa. Allá escribe sus memorias. De joven tomo decisiones arriesgadas que no fueron comprendidas por sus contemporáneos. Enfrentó las envidias de los competidores. Sorteó los obstáculos que los gobiernos torpes o criminales le atravesaron en su camino al éxito. También empleados marrulleros, alegando injusticias, lo calumniaron con fiereza. Nada pudo detenerlo. Ya en su vejez, ninguna persona decente se atreve a cuestionarlo. Solo los malvados murmuran a sus espaldas y a veces hasta se atreven a desafiarlo en público. Él responde con altura, y sin perder los estribos, deja callado al resentido agresor.

El macho verdaderamente alcanza su potencial al contacto con el dinero. El egoísmo y el afán de dominio no son vicios en el mundo de los negocios, al contrario, son las máximas virtudes, pues aseguran el triunfo, o al menos proporcionan alguna ventaja en la guerra de pandillas financieras. Los negocios son el campo de acción del machismo. Ocurre que en nuestro tiempo el centro  gravitacional de la existencia es el dinero. Siempre fue muy importante, pero hoy en día es la única realidad que sostiene el engranaje de la vida. Nada es más significativo. Los amores y los odios más intensos en verdad vienen de cuentas, deudas, ganancias y pérdidas. De ahí que los negocios y las empresas sean el terreno predilecto de la imaginación. Las más delirantes ilusiones viven entre hojas y hojas de Excel, así como en reportes bancarios. Ni en los desordenados papeles, escritos con plumas de aves y llenos de tachones, de un poeta romántico, se encontrarían tantos delirios como en los archivos de un empresario, o inclusive de uno que aspira a serlo.

Y es que en el dinero vivimos, nos movemos y existimos. En el caso del macho, el gusto por el metálico está siempre delante y detrás del pobre hombre. Hasta la más insignificante acción de su existencia está determinada por el deseo de conseguir o preservar alguna ventaja. Nunca llamó a nadie solo para charlar. Un propósito estratégico latía detrás de cada llamada y aun de cada mensajito a algún conocido, o hasta a su propia madre. Aplica sin pudor a su vida personal, las doctrinas que Maquiavelo instituyó para los príncipes. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a cuestionar el proceder cauteloso del macho en su búsqueda de fortuna? Si los motivos fueran de orden sentimental o por el cumplimiento de un deber, más de uno censuraría el comportamiento taimado del hombre. Pero la búsqueda de ganancias no se puede criticar sin caer en el ridículo, o incluso ser considerado injusto.

Si los crímenes más notorios de origen pasional son los cometidos por celos o por envidia, se debe a que los delitos pasionales perpetrados en el mundo de la economía no son considerados tales por la mayoría. Mentir, robar y hasta matar, en determinadas circunstancias, no son conductas perversas si se hacen en medio de tejemanejes financieros, si son movidos por el deseo de triunfo empresarial. Por la consolidación de una explotación, cualquier vileza es permitida. La ley a veces actúa, pero con mucha dificultad. La razón de semejante impunidad está en el tácito apoyo social de que disfruta el bandido económico. Aun si no gustan sus métodos, se valoran sus resultados. Porque nadie rechaza el dinero, aunque haga aspavientos.

El machismo no es causa del afán de acumulación y ganancia, pero sí vive y prospera en el ambiente de los negocios. Si los gestos del macho pueden ser motivo de burla en el contexto de las relaciones de pareja, de amistad o familiares, en los negocios pasan inadvertidos, ya que la ética del dinero es muy similar a la que vive y proclama el macho en toda su existencia.

La tristeza que arrastra el macho tantas veces a lo largo de su vida le viene de su fracaso en los negocios. Casi nadie logra el triunfo en sus empresas. Las lágrimas que no corren por amores ni odios, fluyen a borbotones por las ilusiones perdidas que producen las cuentas bancarias vacías, o no tan llenas como la fantasía recalentada del varón emprendedor se imaginaba.

No hay drama

El hombre del norte (The Northman, Robert Eggers, 2022)

Según dicen, la historia de El hombre del norte se basa en textos medievales escandinavos que también sirvieron de inspiración para el Hamlet de Shakespeare. La trama, en rasgos generales, es la misma, y el protagonista de la cinta de Eggers se llama Amleth, palabreja que, al menos en español, suena casi igual al nombre del personaje del drama isabelino. Hasta se puede ver en escena el cráneo de un bufón, pero no se llama Yorick, sino Heimir. En cualquier caso, que nadie se asuste, o se entusiasme, por las posibles referencias shakespearianas en la película. La relación entre la obra del bardo inglés y la cinta de Robert Eggers es un asunto erudito, que francamente no vendría al caso, si no fuera por la insistencia en este punto entre algunos miembros de la prensa y los comentaristas aficionados de internet. Porque el héroe de la superproducción vikinga no tiene nada de melancólico ni dubitativo, tampoco es aficionado al teatro ni se explaya en largos soliloquios. El príncipe fugitivo y renegado se parece más a la protagonista de la película gore Escupiré sobre tu tumba (I Spit on Your Grave, Meir Zarchi, 1978), que tuvo remakes en los dos mil, con el título en español de Dulce Venganza (Steven R. Monroe, 2010 y 2012), u otra cinta de culto de Wes Craven, La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972), que también tuvo versión en el siglo XXI (Dennis Iliadis, 2009). En realidad, las historias de venganza son incontables, pero estas cintas menores de los setenta del llamado “cine de explotación” (Exploitation Films) vienen a la mente al ver la violencia sanguinolenta de las batallas y asesinatos, y hasta de los partidos de hockey sobre césped.

Dos características distinguen a esta gesta nórdica de las películas sobre violación y revancha de bajo presupuesto: la gran calidad técnica, con enorme cuidado de toda la estética del film, y el hecho de que es imposible identificarse con el protagonista justiciero. Es muy difícil no compartir la ira de la mujer brutalmente agredida y no sentir satisfacción con su meticulosa venganza, aunque den un poco de vergüenza las actuaciones, y la fealdad general de las producciones hagan que brinque el sensor de buen gusto a cada momento. Aquí las motivaciones del protagonista son una especie de pretexto para engranar una brillante colección de ritos mágicos, delirios místicos, combates terribles, duelos a espada y cabalgatas a través de paisajes espectaculares. El destronado príncipe Amleth es un dispositivo que se ocupa de venganzas, así como otros se ocupan de lavar ropa. Aún Terminator, el sicario robótico por excelencia, tiene más encanto humano que el guerrero nórdico. Al menos dice líneas chistosas, como la famosa “hasta la vista, baby”. El rudo mercenario medieval es incapaz de articular nada distinto a frases grandilocuentes donde declara sus tétricas intenciones.

Será que se supone que el héroe y los demás hablan como los personajes de las crónicas y poemas medievales en que se inspira la película. En La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015) también se usaban expresiones sacadas de textos del siglo XVII en Norteamérica, pero el desamparo de la joven puritana y su familia frente a las fuerzas del Diablo, aunque también frente a la pobreza, no era una referencia literaria o arqueológica.

Este drama vikingo tiene mucho de vikingo y poco de drama. El legendario Ragnar Lodbrok de la serie de History Channel (Michael Hirst, 2013-2020) es mucho más interesante que el príncipe Amleth. Al menos es un animal astuto e irónico. El tal “hombre del norte” se parece más a una piedra que rueda por un barranco: llamativo, atronador, incluso bello, pero, en últimas, intrascendente.

Los ritos y los muñequitos

The Batman, Avengers, Justice League, Morbius…

Dicen que los espectáculos en la antigüedad tenían un carácter religioso. La gente veía las actuaciones cómicas o trágicas como parte de una festividad sacra, no solo como pasatiempo. En la actualidad es difícil pensar en religión y entretenimiento al mismo tiempo, o por lo menos no es lo más habitual. Las celebraciones religiosas son obligaciones más o menos penosas, no muy excitantes y casi siempre aburridas. Hay que mantener en presencia de los ritos una actitud seria y reservada, como la que se tiene en los velorios cuando el muerto no es muy cercano. Hay que mantener las formas para no molestar a los deudos y no quedar como un tarado. En cualquier caso, la asistencia a celebraciones religiosas públicas hoy en día no se parece en nada a una fiesta. Es más, tiene más relación con asistir a clase o cumplir una jornada laboral. Se trata de un deber social, algo que representa un sacrificio, aunque sea por nuestro propio bien, pero que no produce un entusiasmo auténtico.

La asistencia a películas de superhéroes es una especie de melancólico rito que se cumple para compartir con el prójimo, con el objetivo de no quedarse relegado en las conversaciones y no sufrir el escarnio de ser “el único que no se ha visto…”. De ahí que sea común el aire irónico que adoptan algunos espectadores respecto a las películas basadas en cómics. Se dan el lujo de no tomarse en serio los dramas de los enmascarados y de hacer chistes, a veces groseros, respecto a la superproducción que llevaban meses o años esperando. Es la misma actitud extraña de quien nunca falta a misa, pero afirma que en el templo no hace otra cosa que luchar contra el sueño, y se complace en hablar de lo desafinado que es el cura cuando canta.

Tal vez sí existan quienes de verdad acuden con entusiasmo y fervor a ver los héroes de Marvel o DC. Son los alumnos que en serio leen los textos para la clase y hacen resúmenes, o los fieles católicos que conocen a fondo los ritos, se saben los cantos y leen la Biblia. En el caso de las películas, son los lectores de cómics y comentaristas de internet. Sofisticados individuos que quieren ver en pantalla lo que han aprendido en años de paciente vagancia, entregados al coleccionismo y la datofagia. Son como científicos que observan un experimento y cualquier cosa que se salga de sus expectativas es un error. Son un público exigente que evalúa la cinta con aire profesoral, atentos a cada detalle. El problema es que no hay espacio para disfrutar los valores de la obra, más allá de la comparación con algún modelo, sobre todo literario, pero tampoco para la interpretación del sentido de la película de acuerdo a sus propias características. Cualquier búsqueda de sentido está prohibida, pues todas las respuestas están dadas en los legendarios textos sagrados de las historietas.

Así pues, unos van a ver superhéroes como parte de un destartalado ritual de sociabilidad, y otros van como expertos peritos, empeñados en juzgar la fineza de una determinada producción de acuerdo a muy precisos estándares. Los réprobos y los ignorantes no son bienvenidos a la exhibición de una cinta de Marvel o DC.

Porno metafísico: El hombre duplicado

El hombre duplicado (Enemy, Denis Villeneuve, 2013)

El título en español de esta película es engañoso. Un espectador crédulo podría imaginar que se trata de una historia sobre la clonación o cualquier rollo parecido de ciencia ficción. El título original, Enemy (enemigo), podría hacer pensar en una cinta de acción, como por ejemplo la famosa Contra/Cara (Face/Off, John Woo, 1997) con John Travolta y Nicolas Cage, intercambiando rostros y roles, además de muchos balazos. Pero nada de esto, El hombre duplicado más que la emoción de las peleas o el impacto del futurismo cientificista, lo que propone es un reto para aficionados a resolver enigmas. La película protagonizada por Jake Gyllenhaal pertenece a un género que podría denominarse drama filosófico. Algo que define este tipo de obras es que los personajes carecen de individualidad y son más bien fichas en un juego. Los protagonistas de El hombre duplicado son parientes del “gato de Schrödinger” y del “asno de Buridán”. Están más cerca de las figuras geométricas y del número π que de seres de carne y hueso, y aún de personajes ficticios como Ulises o Don Quijote. Del mismo modo que no nos interesa saber de qué color era el gato del experimento, tampoco es relevante la historia personal o la barba del protagonista de la cinta de Villeneuve. No es importante, aunque se mencionen la barba y otras partes del cuerpo de los personajes, porque estos supuestos seres humanos no son más que miembros en el planteamiento de una complicada ecuación filosófica que, al parecer, el público debe resolver. De ahí que resulte contradictorio que la puesta en escena sea tan llamativa estéticamente, porque la seducción visual hace perder el hilo del enredo metafísico planteado.

La ciudad de Toronto es fotografiada como una pulcra, aunque desapacible mole de concreto, sin las típicas casitas de suburbio norteamericano con jardín y porche. Solo bloques de cemento y vidrio que transmiten una frialdad aterradora, donde, curiosamente, habitan seres humanos muy atractivos y bastante candentes. Este contraste entre la sordidez del escenario y la belleza de las figuras humanas produce la extraña sensación de estar viendo un comercial de perfume. Como es sabido, un truco muy socorrido en ciertas producciones publicitarias consiste en hacer posar a modelos despampanantes con poca ropa en medio de fábricas ruinosas o bodegas vacías. Suena extraño, pero los hierros oxidados y las paredes con humedades combinan con los senos turgentes y los tacones de veinte centímetros. En resumen, los gatos y los asnos de este experimento mental titulado El hombre duplicado parecen los protagonistas de una telenovela turca o de un comercial de Dolce & Gabbana.

Quizás se trate de una película de doble propósito, como ciertas razas de ganado. Por un lado, busca que el espectador se satisfaga mientras resuelve el intrincado acertijo del pobre señor que se encuentra a otro exactamente igual a él, pero no tan buena gente, con todos los problemas lógicos y sicológicos que se crean; mientras que, por otro lado, el público puede deleitarse con el más humilde placer de contemplar a gente bonita y sensual, con cuerpos bastante “normativos”, como se dice hoy en día, que a veces se ponen cariñosos, aunque se incluye el fetiche de la embarazada, que puede que no sea del agrado de algunas personas. De ahí que se logren dos objetivos, de una parte, se promueve la masturbación propiamente dicha, a partir de la gracia natural de los actores, pero además se busca que el espectador se restriegue el cerebro resolviendo el rompecabezas de la trama, con sus giros inesperados y sus imágenes extrañas, lo cual equivale a lo que vulgarmente se llama masturbación mental. Así que probablemente el nombre del género al que pertenece El hombre duplicado no sea el de drama filosófico, sino más bien porno metafísico.

Blow-up

Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966)

El fotógrafo protagonista es un tirano melancólico –como suelen serlo- cuando está en su estudio rodeado de modelos suplicantes y ayudantes serviles. Tiene un dominio técnico y carismático a la vez sobre su entorno. El amanerado desorden de su casa-taller es un paisaje que domina como un señor feudal.

Sin embargo, fuera del estudio se convierte en una especie de viajero perdido en una ciudad desconocida. Aunque no es diferente, en apariencia, a los demás, parece un visitante de otro mundo. Quiere imponer su autoridad con su mirada desdeñosa y su voz grave, pero el resultado es casi siempre desconcertante. Es curioso lo tímido que es con las mujeres en el mundo exterior. El macho dominador da paso al acomplejado colegial. Ni siquiera el dependiente de un negocio de antigüedades o el mesero de un bar lo tratan con respeto. Su jefe lo trata con indiferencia. No es que sufra graves percances, lo que sucede es que su única posición posible es la de observador. Cualquier intervención que realice resulta incómoda para los presentes, pero sobre todo para los espectadores.

Cuando toma las fotos en el parque de una pareja que parece estar actuando de manera demasiado cariñosa, y la mujer en cuestión va a recamarle los rollos, parece un momento más de incomodidad en la vida del fotógrafo. Luego va a su estudio –fortaleza de superioridad- y descubre algo sospechoso en las fotos. En el estudio es un dios que todo lo ve. Sin embargo, cuando trata de llevar esa información al exterior, sus acciones vuelven a ser torpes y carentes de efectividad. Este pobre hombre debería quedarse encerrado en su taller para siempre. Aunque sea un tirano en sus dominios, su desamparo es excesivo en el mundo exterior. Lo irónico es que su impotencia resulta conmovedora, a pesar de ser un sujeto repelente.

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