El último tango en París (Last Tango in Paris, Bernardo Bertolucci, 1972)
En las modernísimas redes sociales encontramos los chistes de toda la vida. Los nuevos medios sirven como vehículo de las bobadas con que nos hemos reído desde la prehistoria. Que la suegra metiche, que el marido cornudo, que la tía regañona, un gato que chilla, un niño vomita, un borracho trastabilla y cae, y por supuesto, todo el pipí y popó que se pueda encontrar. De niños nos desternillábamos de risa con esas sandeces y lo mismo hicieron nuestros honrados antepasados y las nuevas generaciones continúan la saga chistosa y de mal gusto, pero por medio de tecnologías avanzadísimas. La misma perra, con una guasca audiovisual. Aunque no solo en el ramo del humor funciona la repetición de la repetidera. Parece que el famoso contenido de los creadores de contenido es el mismo de siempre, en todos los casos.
Hace años, en un programa radial mañanero, alguien mencionó la película El último tango en París, cuando de inmediato, un señor, que parecía tener ya mucha edad, comentó: “ah, la mantequilla”. Una cortina sonora interrumpió al inteligente analista. Parece ser que cuando la película en cuestión se estrenó en 1972 y años posteriores, en medio de polémicas y censuras, dependiendo del país, la conversación de los peatones y pasajeros de buses y taxis era exactamente igual: la mantequilla, el culo, Marlon Brando, la muchacha esa… Pues hoy, en las redes, la cosa sigue igual. Si por acaso aparece esa película mencionada es para describir, criticar o denunciar, la dichosa escena de la mantequilla. La mala fama, o la fama a secas, de la película de Bertolucci se reduce, aparte de círculos especializados, al momentazo de la mantequilla como lubricante erótico.
Volver a esta película después de muchos años de no verla es una manera de comprobar que la información que recorre internet, igual que la chismografía que se riega por medios tradicionales, como el cuchicheo entre amigotes, por ejemplo, en vez de ayudarnos a entender la realidad, nos la oculta. Así por ejemplo, la idea común de que El último tango es una cinta repleta de sexo, casi pornográfica, es obviamente falsa. No solo las escenas son bastante mesuradas, comparadas con infinidad de películas y series posteriores, sino que en realidad ocupan poco espacio del metraje. Es como si al volver a ver Rambo después de tanto tiempo, en verdad no hubiera tantos balazos ni vietnamitas acribillados. Sin embargo, la fama escandalosa de esta película fue la que la convirtió en un éxito y a su director en un personaje, admirado o despreciado, más allá de los ambientes cinéfilos. En verdad, todo fue un malentendido. El último tango en París no debió haber sido un taquillazo. Una obra tan poco complaciente, tan incómoda, no era material para reventar el box office, pero así fue, y no deben faltar despistados que piensen que se van a encontrar con una película pornográfica vintage, llena de pelos en los genitales y en los bigotes de los poco agraciados protagonistas masculinos.
Lo que el espectador se encuentra es una película de tono sombrío, deprimente, pero de todos modos atractivo y embriagante, como la propia figura de Marlon Brando, ya envejecido, pero no tanto como para no poder hacer el último papel de macho sexy de su carrera. Por cierto, un personaje que yo había olvidado completamente, es el del amante de la suicida mujer de Brando, residente en el hotel que administraba la pareja. El actor que hace el papel es Massimo Girotti, viejo galán italiano, protagonista de dramas neorrealistas y de películas de romanos. En una escena hablan él y Brando, entre otras cosas, de cuál de los dos sería más apuesto en sus tiempos. La escena, humorística a su manera, mezcla la ficción de los personajes con aspectos de la realidad de la vida de los actores. En este caso, el envejecimiento de los galanes. No es el único caso, pues en realidad, como se sabe, el personaje de Brando está basado en su vida y sobre todo en su leyenda, como problemática estrella de Hollywood. También el joven director de cine, novio virginal de la muchacha que se acuesta con Brando sin siquiera saber su nombre, está interpretado por Jean-Pierre Léaud, actor de muchas películas de Truffaut y de otros directores de la “nueva ola”. Este personaje es una especie de caricatura de realizador de vanguardia de la época.
Maria Schneider, por su parte, interpreta a la típica chica liberada, pero de familia burguesa tradicionalista, con padre militar, bien ubicado apartamento en la ciudad y villa enorme en las afueras. A pesar de su aire hippie, no abandona a su conservadora y decadente familia ni termina su casta relación con el insufrible director de cine. Aquí es cuando comienza una aventura puramente sexual con el infeliz personaje de Brando. Cada uno de los dos parecen querer escapar de su destino por medio de la práctica de sexo maquinal, sin sentimientos, y aparentemente sin interés ninguno, ni siquiera económico. Estos famosos encuentros sexuales son lo menos excitante que se pueda ver, y son unos penosos forcejeos tratando de encontrar algo parecido al placer o quién sabe qué. En todo caso, llega un momento en que la muchacha parisina decide volver definitivamente a su destino de esposa burguesa de izquierdas, que le pondrá a su primer hijo Fidel, por Fidel Castro, y quiere dejar al desesperado americano interpretado por Brando. El pobre diablo trata de seducirla y ella termina matándolo con la pistola que guarda de su padre, oficial del ejército, quizás muerto en la guerra de Argelia. El final es triste, no por este asesinato, sino porque después de tanta deprimente transgresión sexual, resulta que cada quien termina cumpliendo el destino que tenía marcado. Ella casada con su noviecito artístico, burgués y casto, y Brando muerto. Porque en verdad todo era para él un modo de postergar su inevitable suicidio.
Esta película, tan seductora estéticamente, por sus imágenes y su música, es un canto al fracaso, un monumento a la resignación. Definitivamente, no recomendable para los aficionados al porno del viejo.