El último tango en París

El último tango en París (Last Tango in Paris, Bernardo Bertolucci, 1972)

En las modernísimas redes sociales encontramos los chistes de toda la vida. Los nuevos medios sirven como vehículo de las bobadas con que nos hemos reído desde la prehistoria. Que la suegra metiche, que el marido cornudo, que la tía regañona, un gato que chilla, un niño vomita, un borracho trastabilla y cae, y por supuesto, todo el pipí y popó que se pueda encontrar. De niños nos desternillábamos de risa con esas sandeces y lo mismo hicieron nuestros honrados antepasados y las nuevas generaciones continúan la saga chistosa y de mal gusto, pero por medio de tecnologías avanzadísimas. La misma perra, con una guasca audiovisual. Aunque no solo en el ramo del humor funciona la repetición de la repetidera. Parece que el famoso contenido de los creadores de contenido es el mismo de siempre, en todos los casos.

Hace años, en un programa radial mañanero, alguien mencionó la película El último tango en París, cuando de inmediato, un señor, que parecía tener ya mucha edad, comentó: “ah, la mantequilla”. Una cortina sonora interrumpió al inteligente analista. Parece ser que cuando la película en cuestión se estrenó en 1972 y años posteriores, en medio de polémicas y censuras, dependiendo del país, la conversación de los peatones y pasajeros de buses y taxis era exactamente igual: la mantequilla, el culo, Marlon Brando, la muchacha esa… Pues hoy, en las redes, la cosa sigue igual. Si por acaso aparece esa película mencionada es para describir, criticar o denunciar, la dichosa escena de la mantequilla. La mala fama, o la fama a secas, de la película de Bertolucci se reduce, aparte de círculos especializados, al momentazo de la mantequilla como lubricante erótico.

Volver a esta película después de muchos años de no verla es una manera de comprobar que la información que recorre internet, igual que la chismografía que se riega por medios tradicionales, como el cuchicheo entre amigotes, por ejemplo, en vez de ayudarnos a entender la realidad, nos la oculta. Así por ejemplo, la idea común de que El último tango es una cinta repleta de sexo, casi pornográfica, es obviamente falsa. No solo las escenas son bastante mesuradas, comparadas con infinidad de películas y series posteriores, sino que en realidad ocupan poco espacio del metraje. Es como si al volver a ver Rambo después de tanto tiempo, en verdad no hubiera tantos balazos ni vietnamitas acribillados. Sin embargo, la fama escandalosa de esta película fue la que la convirtió en un éxito y a su director en un personaje, admirado o despreciado, más allá de los ambientes cinéfilos. En verdad, todo fue un malentendido. El último tango en París no debió haber sido un taquillazo. Una obra tan poco complaciente, tan incómoda, no era material para reventar el box office, pero así fue, y no deben faltar despistados que piensen que se van a encontrar con una película pornográfica vintage, llena de pelos en los genitales y en los bigotes de los poco agraciados protagonistas masculinos.

Lo que el espectador se encuentra es una película de tono sombrío, deprimente, pero de todos modos atractivo y embriagante, como la propia figura de Marlon Brando, ya envejecido, pero no tanto como para no poder hacer el último papel de macho sexy de su carrera. Por cierto, un personaje que yo había olvidado completamente, es el del amante de la suicida mujer de Brando, residente en el hotel que administraba la pareja. El actor que hace el papel es Massimo Girotti, viejo galán italiano, protagonista de dramas neorrealistas y de películas de romanos. En una escena hablan él y Brando, entre otras cosas, de cuál de los dos sería más apuesto en sus tiempos. La escena, humorística a su manera, mezcla la ficción de los personajes con aspectos de la realidad de la vida de los actores. En este caso, el envejecimiento de los galanes. No es el único caso, pues en realidad, como se sabe, el personaje de Brando está basado en su vida y sobre todo en su leyenda, como problemática estrella de Hollywood. También el joven director de cine, novio virginal de la muchacha que se acuesta con Brando sin siquiera saber su nombre, está interpretado por Jean-Pierre Léaud, actor de muchas películas de Truffaut y de otros directores de la “nueva ola”. Este personaje es una especie de caricatura de realizador de vanguardia de la época.

Maria Schneider, por su parte, interpreta a la típica chica liberada, pero de familia burguesa tradicionalista, con padre militar, bien ubicado apartamento en la ciudad y villa enorme en las afueras. A pesar de su aire hippie, no abandona a su conservadora y decadente familia ni termina su casta relación con el insufrible director de cine. Aquí es cuando comienza una aventura puramente sexual con el infeliz personaje de Brando. Cada uno de los dos parecen querer escapar de su destino por medio de la práctica de sexo maquinal, sin sentimientos, y aparentemente sin interés ninguno, ni siquiera económico. Estos famosos encuentros sexuales son lo menos excitante que se pueda ver, y son unos penosos forcejeos tratando de encontrar algo parecido al placer o quién sabe qué. En todo caso, llega un momento en que la muchacha parisina decide volver definitivamente a su destino de esposa burguesa de izquierdas, que le pondrá a su primer hijo Fidel, por Fidel Castro, y quiere dejar al desesperado americano interpretado por Brando. El pobre diablo trata de seducirla y ella termina matándolo con la pistola que guarda de su padre, oficial del ejército, quizás muerto en la guerra de Argelia. El final es triste, no por este asesinato, sino porque después de tanta deprimente transgresión sexual, resulta que cada quien termina cumpliendo el destino que tenía marcado. Ella casada con su noviecito artístico, burgués y casto, y Brando muerto. Porque en verdad todo era para él un modo de postergar su inevitable suicidio.

Esta película, tan seductora estéticamente, por sus imágenes y su música, es un canto al fracaso, un monumento a la resignación. Definitivamente, no recomendable para los aficionados al porno del viejo.

No es porno vintage

El último tango en París (Last Tango in Paris, Bernardo Bertolucci, 1972)

En las modernísimas redes sociales encontramos los chistes de toda la vida. Los nuevos medios sirven como vehículo de las bobadas con que nos hemos reído desde la prehistoria. Que la suegra metiche, que el marido cornudo, que la tía regañona, un gato que chilla, un niño vomita, un borracho trastabilla y cae, y por supuesto, todo el pipí y popó que se pueda encontrar. De niños nos desternillábamos de risa con esas sandeces y lo mismo hicieron nuestros honrados antepasados y las nuevas generaciones continúan la saga chistosa y de mal gusto, pero por medio de tecnologías avanzadísimas. La misma perra, con una guasca audiovisual. Aunque no solo en el ramo del humor funciona la repetición de la repetidera. Parece que el famoso contenido de los creadores de contenido es el mismo de siempre, en todos los casos.

Hace años, en un programa radial mañanero, alguien mencionó la película El último tango en París, cuando de inmediato, un señor, que parecía tener ya mucha edad, comentó: “ah, la mantequilla”. Una cortina sonora interrumpió al inteligente analista. Parece ser que cuando la película en cuestión se estrenó en 1972 y años posteriores, en medio de polémicas y censuras, dependiendo del país, la conversación de los peatones y pasajeros de buses y taxis era exactamente igual: la mantequilla, el culo, Marlon Brando, la muchacha esa… Pues hoy, en las redes, la cosa sigue igual. Si por acaso aparece esa película mencionada es para describir, criticar o denunciar, la dichosa escena de la mantequilla. La mala fama, o la fama a secas, de la película de Bertolucci se reduce, aparte de círculos especializados, al momentazo de la mantequilla como lubricante erótico.

Volver a esta película después de muchos años de no verla es una manera de comprobar que la información que recorre internet, igual que la chismografía que se riega por medios tradicionales, como el cuchicheo entre amigotes, por ejemplo, en vez de ayudarnos a entender la realidad, nos la oculta. Así por ejemplo, la idea común de que El último tango es una cinta repleta de sexo, casi pornográfica, es obviamente falsa. No solo las escenas son bastante mesuradas, comparadas con infinidad de películas y series posteriores, sino que en realidad ocupan poco espacio del metraje. Es como si al volver a ver Rambo después de tanto tiempo, en verdad no hubiera tantos balazos ni vietnamitas acribillados. Sin embargo, la fama escandalosa de esta película fue la que la convirtió en un éxito y a su director en un personaje, admirado o despreciado, más allá de los ambientes cinéfilos. En verdad, todo fue un malentendido. El último tango en París no debió haber sido un taquillazo. Una obra tan poco complaciente, tan incómoda, no era material para reventar el box office, pero así fue, y no deben faltar despistados que piensen que se van a encontrar con una película pornográfica vintage, llena de pelos en los genitales y en los bigotes de los poco agraciados protagonistas masculinos.

Lo que el espectador se encuentra es una película de tono sombrío, deprimente, pero de todos modos atractivo y embriagante, como la propia figura de Marlon Brando, ya envejecido, pero no tanto como para no poder hacer el último papel de macho sexy de su carrera. Por cierto, un personaje que yo había olvidado completamente, es el del amante de la suicida mujer de Brando, residente en el hotel que administraba la pareja. El actor que hace el papel es Massimo Girotti, viejo galán italiano, protagonista de dramas neorrealistas y de películas de romanos. En una escena hablan él y Brando, entre otras cosas, de cuál de los dos sería más apuesto en sus tiempos. La escena, humorística a su manera, mezcla la ficción de los personajes con aspectos de la realidad de la vida de los actores. En este caso, el envejecimiento de los galanes. No es el único caso, pues en realidad, como se sabe, el personaje de Brando está basado en su vida y sobre todo en su leyenda, como problemática estrella de Hollywood. También el joven director de cine, novio virginal de la muchacha que se acuesta con Brando sin siquiera saber su nombre, está interpretado por Jean-Pierre Léaud, actor de muchas películas de Truffaut y de otros directores de la “nueva ola”. Este personaje es una especie de caricatura de realizador de vanguardia de la época.

Maria Schneider, por su parte, interpreta a la típica chica liberada, pero de familia burguesa tradicionalista, con padre militar, bien ubicado apartamento en la ciudad y villa enorme en las afueras. A pesar de su aire hippie, no abandona a su conservadora y decadente familia ni termina su casta relación con el insufrible director de cine. Aquí es cuando comienza una aventura puramente sexual con el infeliz personaje de Brando. Cada uno de los dos parecen querer escapar de su destino por medio de la práctica de sexo maquinal, sin sentimientos, y aparentemente sin interés ninguno, ni siquiera económico. Estos famosos encuentros sexuales son lo menos excitante que se pueda ver, y son unos penosos forcejeos tratando de encontrar algo parecido al placer o quién sabe qué. En todo caso, llega un momento en que la muchacha parisina decide volver definitivamente a su destino de esposa burguesa de izquierdas, que le pondrá a su primer hijo Fidel, por Fidel Castro, y quiere dejar al desesperado americano interpretado por Brando. El pobre diablo trata de seducirla y ella termina matándolo con la pistola que guarda de su padre, oficial del ejército, quizás muerto en la guerra de Argelia. El final es triste, no por este asesinato, sino porque después de tanta deprimente transgresión sexual, resulta que cada quien termina cumpliendo el destino que tenía marcado. Ella casada con su noviecito artístico, burgués y casto, y Brando muerto. Porque en verdad todo era para él un modo de postergar su inevitable suicidio.

Esta película, tan seductora estéticamente, por sus imágenes y su música, es un canto al fracaso, un monumento a la resignación. Definitivamente, no recomendable para los aficionados al porno del viejo.

A favor de las malas traducciones

Hace muchos años, me entretenía hojeando libros en las bibliotecas. Cogía, por ejemplo, una edición de Las almas muertas de Gógol, luego buscaba otra y otra más. No recuerdo de qué editoriales. Algunos libros eran bonitos, con un retrato del autor en papel de mejor calidad, pero la mayoría eran ejemplares viejos, manoseados, de ediciones de bolsillo. A veces se revelaba el trabajo de un insecto, que había dejado su marca en forma de huequitos que atravesaban las hojas de cubierta a cubierta.

Pero no son los aspectos sensoriales de tales volúmenes lo que me molestaba, sino su contenido. Obviamente eran traducciones del ruso, o quizás alguna lo era del francés, las más antiguas. Miraba la primera página y en cada versión el texto era diferente. Saltaba a la página cien, por ejemplo, y sucedía lo mismo. En ocasiones una página, como la ciento cincuenta y tres, quizás, se componía de tres o cuatro párrafos en unos libros, mientras en los otros no había ni un solo punto y aparte. Semejante despelote traductológico me desesperaba. Sabía que nunca iba a aprender ruso, así que la versión original me estaba vedada. La desconfianza se apoderaba de mí. Lo mejor sería no leer nada que no estuviera en su lengua original. Toda traducción es un fraude y es una estupidez caer en engaños a sabiendas, cuando nadie nos obliga.

Lógica implacable y certera, pero que a la vez revelaba una gran inocencia, o mejor, ignorancia juvenil. Porque negarse a leer traducciones por desconfiar de su fidelidad, implica creer que existe una dotación infinita de obras valiosas. Y que una lengua como el español, por ejemplo, las debería tener de sobra. Este optimismo es falso. La verdad es que no hay tantos libros verdaderamente importantes escritos en ninguna lengua y si la única manera de acceder a ellos es a través de traducciones problemáticas, pues hay que aceptarlo, es más, hay que agradecerlo. Y hay algo más importante. Puede que existan grandes obras maestras poéticas o científicas o filosóficas, pero nunca vamos a tener el interés por leerlas, con todas sus complicaciones. Si la curiosidad nos lleva a pasar muchas horas con una obra, quizás mal traducida, no deberíamos desperdiciar este accidente afortunado.

Está muy bien leer en las versiones originales, pero mientras no podamos entender el acadio y el sumerio, tendremos que disfrutar con la traducción que algún erudito hizo del poema de Gilgamesh.

El buen gusto y la exactitud deben ceder ante la necesidad.

The Bear: El trabajo de la suerte

The Bear (Christopher Storer, 2022 – 2023)

La serie The Bear tiene hasta ahora dos temporadas. La mayor diferencia entre ambas no es ni estética ni narrativa, sino, podríamos decir, ideológica. La primera temporada trata de un grupo de personajes sufriendo y penando, mientras tratan de sobrevivir ellos y a la vez salvar un negocio que literalmente se cae a pedazos. El caos y la angustia se dan por igual dentro y fuera de la mugrosa y estrecha cocina. En la segunda temporada, sudan y gimen como antes, pero ahora no se trata solo de aguantar. Ya los esfuerzos tienen un propósito superior, al menos más atractivo. El grupo de infelices se esfuerza por montar un restaurante de talla (llamado The Bear), que hasta pueda aspirar a una estrella de no sé qué. No más maquinitas tragamonedas ruidosas ni sándwiches grasientos. Ahora todo será la dichosa mezcla de tradición y originalidad de la alta cocina, aunque, extrañamente, el lujoso emprendimiento tiene lugar en el mismo local, es decir, en el mismo barrio no muy bonito del comienzo.

Pero, como sea, lo importante es que si el trabajo humano (¿existe otro?) era visto como una desgracia sin sentido en la primera temporada, en la segunda, el esfuerzo, igual de duro, se llena de significado. No solo luchan animados por construir un sueño, sino que, a la vez, se construyen a sí mismos, como si se dieran una nueva forma. Cada quien se corta, se pela, se amasa, se fríe y se cocina, hasta convertirse en un plato excelente, o al menos mejor que la pobre materia original. Pero no nos engañemos. El cambio en la actitud de los personajes proviene, no de su fuerza interior, sino de un par de hechos casi fantásticos. El primero es que al final de la primera temporada, encuentran un tesoro de muchos miles de dólares escondido en latas de pasta de tomate. Una inesperada herencia del hermano suicida que le heredó el ruinoso restaurante al protagonista. El segundo evento es, si se quiere, más raro todavía. El tío rico y arrogante, pero que en el fondo tiene buen corazón, que se hace socio del riesgoso emprendimiento y aporta una jugosa suma. Es así que esta producción, excelente en todos los aspectos, sobre todo en la veracidad de sus actuaciones y escenarios, se convierte en un cuento muy de estilo hollywoodense, aquel en el que un millonario adopta a un huérfano, conmovido por la bondad de la criatura. De ahí el aire fantástico que tiene este cuadro tan realista.

La marca de la pantera

La marca de la pantera (Cat People, Paul Schrader, 1982)

La marca de la pantera es una historia que transcurre en un mundo de fantasía, donde hay humanos que se transforman en felinos y viceversa, todo por causa de antiquísimos rituales primitivos. Las fieras acechan a sus víctimas y los monstruos son a su vez acosados por maldiciones atávicas. Los colores son diferentes a los de la realidad en aquel mundo mítico. Es una luz misteriosa, como la que ilumina a Nastassja Kinski en la noche que, dominada por el instinto, sale a cazar un conejito en el bosque. Es una escenografía y unos colores que recuerdan al viejo cine en tecnicolor, filmado en estudio, con decorados artificiosos y pintorescos. Es decir, la estética de cómic de terror fantástico funciona más o menos bien. El problema es que estas criaturas del más allá habitan en este mundo terrenal, concretamente en la Nueva Orleans de principios de los ochenta, y todo el asunto de empleados de zoológico, policías y turistas es la que resulta fastidiosa de ver. Aparte de algunas tomas bonitas de la ciudad, el lado contemporáneo y realista se siente como una pérdida de tiempo, con escenas de suspenso y acción un poco torpes y con diálogos insulsos de telenovela.

Honor a las películas malas

Las películas malas proporcionan un placer que las buenas no permiten. Podemos completar una película mala, imaginar cómo sería si nosotros pudiéramos terminarla o volver a realizarla. Es una satisfacción poética de segundo orden, pero es mejor que nada.

Si se está de buen humor, o al menos no se está muy triste, el deseo de llevar a la perfección una obra mal hecha da una satisfacción que solo los emperadores poéticos pueden disfrutar, la de moldear la innoble masa y darle forma bella y eficaz, aunque solo sea en la imaginación. Pero, al fin y al cabo, se supone que una de las funciones de las artes es excitar la facultad imaginativa. Pues bien, las obras potentes y maravillosas suelen dejar al espectador obnubilado, lo cual quiere decir un poco deprimido, porque con todas sus bellezas, tienen el defecto de dejarnos a nosotros, pobres infelices, como absolutas nulidades, sin poder hacer otra cosa que callar frente a la perfección, al menos de momento. Pero la obra imperfecta, mediocre, torpe, nos deja en una situación de superioridad, aunque solo sea subjetivamente. Si yo no barro esta basura y recojo un poco el desorden, no sé qué va a pasar en el mundo. Ya lo tengo claro, debo corregir aquella película: guion, fotografía, reparto, edición, vestuario, escenografía. En cada sección de la producción soy un genio. Es  mucho mejor que ser técnico de fútbol frente a la pantalla del televisor, pues las posibilidades del deporte son limitadas, como se dice, son once contra once y se gana se pierde o se empata. ¿Quién pondrá límite a los deseos en el caso del cine? Vemos a tal personaje, y pensamos: “Ese papel era para Spencer Tracy”, o “esa escena quedó muy larga”, o “a esa actriz, la hubieran doblado, con su voz real suena horrible”.

Barbie y los «recursos humanos» de Mattel

Barbie (Greta Gerwig, 2023)

Creo que nunca me había sentido tan raro al entrar a ver una película. Al encontrar a tantas niñas y adolescentes, algunas aún con el uniforme del colegio y casi todas con blusas o alguna otra prenda rosada, me parecía que aquel no era un lugar adecuado para un hombre adulto. Era algo así como irrumpir en una chiquiteca o en una piñata; sobre todo porque iba solo, y no en calidad de chaperón de infantes. Aunque debo decir que había al menos dos travestis no muy jóvenes con vestidos rosados en el centro comercial donde la vi. Definitivamente, no era el único mayor de edad en la sala.

Sin embargo, mi extrañeza no se limitaba a la audiencia. Es un hecho que no sé casi nada del universo de Barbie, ni como muñeca ni como personaje de series y películas de televisión. Por eso entré con el convencimiento de que no iba a entender gran cosa, y que no captaría las ironías ni podría reírme de los chistes en torno a todo aquel mundo de plástico para niñas. Pero, curiosamente, la película comienza con un prólogo que hace referencia a una secuencia de 2001: Odisea del espacio (2001, A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick, nada menos que la famosa secuencia de los humanos simiescos que encuentran un monolito espacial. Así pues, en ese momento, el que podía entender el chiste era yo, y no la audiencia de colegialas, que no debía haber visto la clásica película de ciencia ficción y ni siquiera conocería la parodia en un viejo episodio de Los Simpsons. Es que, en verdad, más allá de anécdotas, la película de Greta Gerwig vive a la vez del amor por las muñecas y su mitología, y de referencias culturales no muy del gusto infantil, pero sobre todo de comentarios y críticas a problemas sociales relacionados con el poder masculino en todos los órdenes y, por supuesto, con la lamentable subordinación de la mujer. Esta mezcolanza no tiene nada de particular. En realidad, hablar de temas muy polémicos y de plena actualidad (racismo, patriarcado, guerra, desigualdad, migrantes, etc.) a través de una estética colorida, con referencias cinéfilas y rostros conocidos que hacen cameos, es común en videos musicales y en publicidades de marcas de ropa y perfumes.

Pero una cosa es un video clip de tres minutos y otra un largometraje de casi dos horas. La intención aleccionadora hace que la película se torne pesada, como una capacitación programada por el área de “recursos humanos” de la compañía. Al menos en el cine donde yo la vi, no oí muchas risas durante la proyección y el único comentario del público acerca de la película fue cuando sonó un tema de Karol G que habla sobre el consumo de aguardiente.  A pesar de lo cual, por un momento, Barbie me recordó a Austin Powers (Jay Roach, 1997), con sus decorados y personajes artificiosos, solo que aquí no hay espacio para chistes sexuales y escatológicos. Aunque tampoco es tan sentimental como Toy Story (John Lasseter, 1995), cinta con la que tiene mucho en común. En Barbie, el discurso feminista se pone por encima del drama de la muñeca, pero también de los chistes y hasta de los números musicales.

Este curso express de feminismo para primíparos solo me despertó un recuerdo nostálgico relacionado con muñecos: uno de esos programas infantiles con vocación pedagógica, donde un oso o un tigre de peluche con voz chillona nos explicaban la importancia de cepillarse los dientes y lavarse las manos.

Pajaritos docentes

Las redes están repletas de maestros: cocina, maquillaje, matemáticas, jurisprudencia, cómo encontrar el punto G, manejo de Excel, estrategia militar romana, superar la ansiedad, invertir en dólares, la Fenomenología del espíritu de Hegel, inglés, ruso, alemán, y un interminable etcétera. Ahora bien, por qué se considera normal que cualquier persona ande por ahí dedicada a la enseñanza. Si alguien ejerce sus deberes conyugales fuera del matrimonio se le considera un inmoral, y se le llama infiel, por ejemplo. Si cualquier individuo cumple funciones propias de jueces o policías sin haber sido nombrado conforme a la ley para tales cargos, se le señala como criminal, y es un usurpador y puede llegar a ser un asesino o secuestrador, si lleva demasiado lejos su farsa. Sin embargo, a quien ejerce la docencia por ahí en cualquier red social se le llama emprendedor, se exalta su altruismo, y en cualquier caso, nadie lo mira como inmoral o delincuente.

No es acaso un fastidio, que cuando un pobre infeliz quiere perder el tiempo y distraerse en las redes sociales, tenga que soportar la maniática función docente de millones de catedráticos, cuyo oficio y recreo consiste en diseminar conocimientos, como si fueran esos pajaritos que riegan las semillas de los árboles. No es tan fructífera la enseñanza en internet.

Babylon. Calígula en Los Ángeles

Babylon (Damien Chazelle, 2022)

Hay una película sobre el amor no confesado entre un aspirante a productor de origen mexicano y una aspirante a estrella de cine proveniente del sector poblacional que llaman basura blanca en Estados Unidos. Luego hay otra sobre un galán del cine mudo que ve como pasa su época de oro al llegar el sonido. Además, se cuenta la historia de un trompetista negro que comienza tocando detrás de cámaras y termina en pantalla cuando cambia la tecnología, solo para ser humillado de un modo más sofisticado. Y hay una actriz y bailarina china, cuyo lesbianismo la hace incontratable al cambiar los estándares morales en Hollywood. Cada uno de estos personajes daría para hacer una película o varias, pero los vemos a todos embutidos en las tres horas de metraje de la cinta de Chazelle. Y lo que vemos no es su biografía, o algún momento destacado de su trayectoria, explicado desde las circunstancias sociales y las particularidades psicológicas de cada individuo; para nada, estos seres y sus vivencias son solo una excusa para una exhibición grotesca de violencia, orgías, excesos de todo tipo, y hasta la explotación y el estrés laboral convertidos en espectáculo.

Es curioso, aunque no para bien, que una película cuya trama sucede, en parte, en los tiempos del cine silente se parezca a las comedias de los primeros tiempos del medio cinematográfico. En las más antiguas cintas de Charles Chaplin, Buster Keaton o Fatty Arbuckle, las historias y personajes eran completamente secundarios. Lo importante eran los números cómicos, a veces verdaderos retos físicos, donde las estrellas sacaban toda su habilidad. Ahora bien, aquellas geniales películas eran en su mayoría cortos, de muy bajo presupuesto, y dónde a veces un mismo actor hacía varios papeles, con solo ponerse un bigote o una barba, todo para ahorrar y para agilizar la producción. La película de Chazelle dura tres horas, y se ve de todo en ella menos economías. Además de que su propósito no es simplemente entretener a la triste audiencia. Para nada, aquí se trata de reflexionar sobre las miserias detrás del glamur del mundo del cine, sobre los cambios tecnológicos y sus inevitables perdedores, sobre la depravación de los ricos y famosos, y temas más generales como los sueños frustrados y las falsas expectativas. Para cumplir todo lo que promete, la película debería ocuparse en mostrar el desarrollo de cada personaje, así la tragedia individual se comprendería y lograría conmover. Nada de eso. Como una comedia de slapstick de 1915, todo se reduce a una sucesión de escenas llamativas, extremas, estrambóticas. Del gran galán interpretado por Brad Pitt, no vemos su gloria fílmica, solamente sus borracheras. De hecho, alguien nos tiene que decir que hizo más de ochenta películas en menos de veinte años, cifra normal en esa época, dado la rapidez de los rodajes sin sonido y el desarrollo acelerado de la industria en las primeras décadas del siglo XX. Tales películas ni las vemos ni las vislumbramos. Pero, si se tratara de una comedia grotesca, no habría problema, el problema es que se supone que estamos viendo una gran tragedia, la de la fama engañosa y el arte corrompido. Del personaje de Margot Robbie, vemos dos escenas de rodaje interesantes, la primera en la época muda y la segunda en los comienzos del sonoro, con todas las dificultades de la nueva tecnología. Pero cuando vemos la historia de la mujer fuera de los estudios, no presenciamos más que un alboroto de “perreo” vintage y vómito. Al final, después de tanto despliegue visual, la historia y los conflictos de los personajes nos los tienen que contar con palabras, en aburridos diálogos explicativos.

Ahora bien, todos los defectos narrativos quedarían compensados si la estética de la película fuera verdaderamente sobresaliente, como en el Satyricon (1969) de Fellini y su representación de la antigua Roma, muy alejada de los péplum de Hollywood. En realidad, aquí estamos más cerca de Calígula (Caligola, Tinto Brass, 1979), la célebre y pésima cinta de orgías de la antigüedad, en versión con o sin porno, y en el mejor de los casos, de El aviador (The Aviator, 2004) o El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), es decir, del Scorsese más pedestre. De hecho, Demien Chazelle trata de hacer montajes parecidos a los de Scorsese, sin lograr superar el nivel de la copia.

Al final, el personaje de Manuel Torres, productor caído en desgracia, después de muchos años alejado del cine, vuelve a Los Ángeles, y mientras ve en un teatro Cantando bajo la lluvia, (Singing in the Rain, Gene Kelly, Stanley Donen, 1952) tiene una especie de alucinación, donde se proyecta en la pantalla un montaje con fragmentos de películas de toda la historia del cine, desde los primeros dispositivos experimentales hasta Terminator. Esta secuencia onírica, que supuestamente es muy conmovedora, en realidad no supera el nivel de innumerables videos nostálgicos que se pueden ver en redes sociales o en YouTube, o los que a veces presentan en las ceremonias de entrega de premios, como los Oscar.

Tár: Tragedia y chiste en el mundo de la cultura

Tár (Todd Field, 2022)

Tár le pone las cosas muy difíciles al espectador. La dificultad no reside en la complejidad de la trama o en la multiplicidad de los personajes. A decir verdad hay solo un personaje, Lydia Tár, los demás no alcanzan a desarrollarse, y en realidad son solo elementos que cumplen diferentes funciones en la ruta de la protagonista hacia el Olimpo, o hacia el infierno: obstáculos, distractores, ayudantes. El problema es que la película se plantea como una tragedia y termina, no como una comedia, sino simplemente como un chiste.

Al comienzo se detalla la increíble hoja de vida de la artista, en medio de una entrevista frente a un numeroso público, con todos los títulos y éxitos imaginables. Luego se la ve en una clase con estudiantes de música a la que asisten cuatro gatos y donde sus méritos no tienen, al parecer, ningún valor, pues se enzarza en una discusión ideológica con un alumno woke, de la que no sale bien parada, pero que sirve para demostrar su aparente solidez intelectual. También la vemos comportarse de modo muy profesional y disciplinado en el cumplimiento de su apretada agenda, y gestionar sus dramas familiares con mano de hierro o guante de seda, según el caso. Según esto, se puede decir que la directora de orquesta, compositora, autora y filántropa es una especie de “padrino”, como si fuera un don Corleone del mundo de la música (aquí no funciona el femenino madrina, del mismo modo que el personaje dice que deben llamarla maestro, en inglés, y no maestra). Y como “capo” mafioso que se respete, tiene enemigos, pero que en este caso no usan las balas o las bombas, sino la difamación, arma predilecta en los ambientes artísticos, sobre todo en tiempos de internet.

Y aquí es donde está el problema y donde el drama del poder se convierte en desastroso, pero al fin y al cabo vulgar chismorreo: el elemento que genera tensión desde el comienzo, y que termina por desatar la tormenta sobre el personaje, es el abuso (¿sexual?) de que es acusada por una antigua discípula. Sin embargo, los hechos criminales o inmorales nunca los vemos, y a la víctima ni se la ve ni se la oye. A la tiránica semidiosa artística no la vemos ejerciendo la violencia. No presiona el gatillo del revólver ni baja la cremallera del vestido de la subordinada sin consentimiento.

Si Tár fuera una especie de falso documental, donde se mostrara la vida de una famosa a partir de fragmentos de reportajes, fotos privadas y entrevistas con expertos y amigos, resultaría interesante que las graves acusaciones en su contra quedaran sin clarificar, como testimonios sin confirmar. Pero en esta película vemos a la mujer en su intimidad, con su familia, con sus subordinados y colegas, vemos su insomnio y hasta sus sueños. Lo que no presenciamos son los actos criminales contra su asistente. Semejante omisión argumental hace que el drama se vuelva demasiado abstracto. Es más, el enredo adquiere tintes sobrenaturales, pues la supuesta víctima acecha a la protagonista como si fuera un alma en pena. Viva o muerta, la acusada es un fantasma. Y el caso es que el rollo de espectros y aparecidos desentona con esta historia realista sobre la pedantería de las instituciones culturales, su politiquería, su doble moral, envidia, arribismo, etc.

Una película tan dura y tan descarnada deja en el aire el delito fundamental, que por su crueldad e injusticia desencadena el desastre para la protagonista. Entonces Lydia Tár no es un monstruo ni un ángel caído, es una política que pierde las elecciones porque revelaron unas conversaciones de WhatsApp donde le decía maricón a un empleado. Para eso no hacía falta tanto despliegue cinematográfico ni tanta expresividad de la actriz principal. Por eso el final, donde dirige una orquesta para una masa de cosplayers de un videojuego, muy lejos de Mahler y Beethoven, no es triste ni reflexivo, es simplemente chistoso.

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