Semana Santa en Hollywood

Gladiador (Gladiator, Ridley Scott, 2000)

Un soldado romano flaco y bajito luce un casco de plástico y blande una espada del mismo material. Santicos exhiben los tenis y las sudaderas bajo las túnicas, mientras que la Magdalena juega con las puntas de su pelo, increíblemente negro para ser natural. Un individuo sin camisa y con un trapo enrollado que le cubre las piernas se arregla una peluca sobre la cabeza con gran dificultad. Tiene un par de kilos de más y su barba es escasa, pero no cabe duda de que es el Señor. De repente entra el cura sin la indumentaria litúrgica completa y el soldado romano le pregunta cómo se ve con su atuendo. “Estás muy bien”, contesta el párroco, y a continuación le recuerda al rollizo mesías las palabra que debe decir en la ceremonia. Toda la tropa sale de la casa cural, y mientras se ubican en sus puestos, niños que comen papitas y chupan bombones los observan entre risas. El cura agarra el megáfono… y supongo que el resto de la historia es conocida. Horas después, en un televisor de un billar pasan una película bíblica. Unos niños miran alguna superproducción dirigida por DeMille o Zeffirelli, y uno de los soldados romanos, ya vuelto a ser administrador de un bar de salsa, comenta: “¿Cómo harán para representar todo eso?”.

Gladiador, el gran éxito de romanos del año 2000, es una Semana Santa en vivo, pero con una producción espectacular y costosísima. Nada de bóxers de rayitas asomados tras las armaduras de papel de aluminio de los centuriones, ni espaditas verdes o rosadas colgando de los cinturones de cartón. Al contrario, todo es brillante, reluciente, o polvoriento y sucio, según el caso, pero nada se ve barato. Tristemente, algunas otras cosas, sobre todo el guion, que no es poco, resultan tan poco creíbles como la representación de la Semana Santa en vivo de cualquier pueblo o barrio. Salvo algunas actuaciones, como la del “lanista” o propietario y entrenador de gladiadores (interpretado por el actor, fallecido durante el rodaje, Oliver Reed), el resto es forzado, inauténtico, superficial. Escenas de acción, efectivas pero corrientes. Historia de venganza, como en un spaghetti wéstern de los malos. Un malo malísimo emperador Cómodo, en la tradición de los Nerones de los cincuentas, y un personaje femenino, interpretado por la bellísima Connie Nielsen, que es sin duda la primera supermodelo del Imperio Romano, siempre con un traje más bonito que el anterior. Precisamente, en la última, o penúltima escena de la película, sale Lucilla (Connie Nielsen), con su vestido dorado que le cae tan bien, y que relumbra con el sol. Despide al gladiador, muerto heroicamente después de consumar su venganza y salvar al imperio. La dama se inclina sobre el difunto, mientras soldados y gladiadores observan la escena desde el fondo, parados como niños de primaria disfrazados de apóstoles en jueves santo. Entra luego el senador y dice que le ayuden a cargar al difunto héroe. Todos se van. Solo faltó el cura que comenzara a cantar por un megáfono pidiéndole al pueblo que lo acompañara. La escena no es menos rígida y árida que la representada en el atrio de la iglesia, solo que los trajes son mucho mejores y hay más efectos de computador y cámara lenta.

Alguien dirá que en la película se tratan temas políticos y hasta filosóficos de mucho alcance, o que el drama sicológico de los personajes es brutal, pero sinceramente, más trágico y jodido que la pasión de Cristo no hay, al menos en la tradición occidental, y tal trascendencia no salva del ridículo (aunque simpático) a la representación de Semana Santa en la parroquia. Así que, contestando al amigo que preguntaba ¿cómo harán para representar todo eso?, la respuesta es dinero, mucho dinero para pagar a los mejores profesionales del mundo. Porque sin dólares el plástico de las espadas es insustituible, y si aparece un animal, no es un tigre, sino una pobre mula que ya lleva diez años cargando a Jesucristo, ya sea de yeso o de carne y hueso.

Santa crueldad

Temple de acero (Valor de ley, True Grit, Joel y Ethan Coen, 2010)

Western sobre un peregrinaje violento en busca de venganza con una protagonista adolescente.

La niña sale al camino en busca de justicia. Peligros de toda clase la asechan, pero cuenta con la ayuda de su guía y mentor. La pareja es en realidad un único ser, donde la chica es el alma y el viejo pistolero es el cuerpo. Ella tiene la conciencia tranquila y sus principios intactos, por lo mismo no duda ni un segundo de la justicia de su causa: quiere llevar al asesino de su padre ante la ley, lo cual significa al patíbulo, o en todo caso quiere que muera. No hay nada que pensar acerca del objetivo, la mente trabaja para resolver los problemas prácticos de la persecución, no se hacen reflexiones morales. El viejo, en cambio, no tiene en cuenta la justicia en ningún caso, le basta con no violar la ley de modo evidente, pero, ante todo, su objetivo es el dinero. Otro pistolero aparece buscando una recompensa. Pero es un lerdo de quien se burla la niña por considerarlo incompetente, aunque más que nada lo desprecia desde su superioridad moral: ella quiere justicia a cualquier precio, él solo busca un premio por pescar a un bandido. Pues bien, esta alma transparente de niña domina con su temple a los rudos machotes, que se convierten en sus ejecutores. Coraje, persistencia, paciencia y quien sabe cuántas otras virtudes se agolpan en el pequeño y débil cuerpo de la jovencita, pero todas sus capacidades se asientan en el absoluto convencimiento de tener razón en su proceder, y esta seguridad le viene dada por su fe. Porque la joven vaquerita no actúa por su propio interés, ella cumple la misión que Dios le encomendó. Aunque Dios solo se mencione una vez al comienzo de la película: “No hay nada gratis, excepto la gracia de Dios”. En esta frase está la esencia de la obra, pues la niña tiene la gracia de Dios de su parte, lo cual es lo mismo que decir que está bendita. De ahí que sea una misión sagrada la que cumple la joven almita y los cuerpos con pistolas que la asisten. Por este motivo el punto de vista es el de la joven, y por tanto, aun los hechos más atroces pasan por su lente de pureza moral y pierden su aspecto infame. Diríamos que son sucesos terribles pero sagrados: sean balazos en el vientre, culebras venenosas o cadáveres colgados. Nada afecta a nuestra heroína, no porque sea insensible, sino porque el plan de Dios no se para en pequeñeces, como un delincuente desangrándose o un indio congelado suspendido de la rama de un árbol. La gracia divina que llena a la protagonista se ve en los cálidos colores de la fotografía y en el ritmo tranquilo pero constante de la narración. Tanto que por momentos uno creyera estar viendo un episodio de La familia Ingalls (La casa de la pradera, Little House in the Praire), solo que con más balazos y más muertos.

Temple de acero es una muy buena película, que se ve con agrado y por momentos con entusiasmo, pero es un tanto confuso su contenido ideológico. Para decirlo rápidamente, yo entiendo el “mensaje” de la historia más o menos así: nadie sabe las cosas terribles de que es capaz una conciencia tranquila que cumple la voluntad de Dios. Aunque dudo que esa sea la intención de los realizadores. Supongo que será más bien un homenaje a la determinación y a la fe inquebrantable que hacen que las personas trabajen en equipo para lograr un objetivo que parece imposible. No lo sé, a mí me parece confuso. Me quedo con las escenas de la travesía por terreno salvaje, que recuerda un poco a Dead Man (1995) de Jim Jarmusch, aunque en este caso el protagonista no parecía tener a Dios de su lado.

Turismo de venganza

El ritmo de la venganza (The Rhythm Section, Reed Morano, 2020)

El ritmo de la venganza es una mezcla extraña. Es una película de acción centrada en la venganza de un personaje solitario contra toda una banda de malvados, pero es también una historia de sanación, a través del viaje por escenarios exóticos y  pintorescos. En tales películas, la trama sigue a un personaje que, después de sufrir alguna pérdida, o atravesar una crisis personal, decide irse a “mochiliar” para encontrar la paz recorriendo calles de centros históricos y tomando cocteles con desconocidos en terrazas con vista al mar. Un ejemplo sería Comer, rezar, amar (Eat, Pray, Love, Ryan Murphy, 2010) con Julia Roberts, aunque hay muchos otros, sobre todo en el cine indie gringo. Pues bien, a la protagonista se le ve vagando por la campiña escocesa, por Madrid, Marcella, Tanger, Nueva York, y no recuerdo donde más. Quizás no hubo presupuesto, o tiempo, para que Blake Lively hiciera el necesario viaje a Italia, como si lo hizo Diane Lane en Bajo el sol de Toscana (Under the Tuscan Sun, Andrey Wells, 2003). Se le ve triste, acongojada, casi siempre desaliñada, como perro sin dueño. Y la cámara la sigue, mostrando los bonitos o curiosos escenarios, y a veces la música la acompaña para ponerle ritmo al turismo de sanación. Pero la diferencia es que la pobre joven en realidad es una fiera entrenada que busca venganza con una pistola con silenciador. Aquí pensamos no en Julia Roberts sino en Jean Claude Van Damme, porque se trata de una película de Van Damme, pero con la diferencia de que la chica no sabe artes marciales y todo su entrenamiento fue muy apresurado. A decir verdad, su única habilidad es entrar sin problemas a los lugares supuestamente más seguros (aunque esto parece ser un fallo del guion), porque luego le falla la técnica, y, salvo una vez, parece que no tiene mucho talento para mandar a la gente a conocer a su creador. Es decir, es como Van Damme, o Liam Neeson en Búsqueda implacable  (Taken, Pierre Morel, 2008) pero con la sicología de una estudiante atormentada por alguna crisis de madurez.

Me dio la impresión de que trataron de darle a la protagonista una apariencia similar a la de Nikita en la película de Luc Besson La femme Nikita (1990), pero mientras Nikita es una drogadicta con talento natural para el sicariato, en El ritmo de la venganza nos encontramos con una drogadicta a secas, sin ningún talento, como no sea que se llame talento a la suerte.

Podría haber sido el comienzo de un nuevo género: “viaje mochilero de sanación con persecuciones, balaceras y bombas”. Por ahora solo tenemos escenas de acción convencionales y un tour terapéutico con todos los gastos pagos, incluyendo pistolas, granadas y terroristas.

Todo bien, es ficción

Fleabag (Phoebe Waller-Bridge, 2016-2019)

Fleabag, el personaje, tiene una apariencia difícil de clasificar, diríamos que es difícil de entender. Parece superficial hablar de la apariencia de una persona, pero aquí se trata de un personaje no de un ser humano real, y en el cine lo que se ve es lo que importa. Pues bien, esta muchacha parece bonita un instante, y después… no digamos fea, porque eso sería exagerado, pero sí de apariencia problemática. Este comentario desafortunado sirve para expresar el carácter contradictorio de toda la serie. Porque no es una tragicomedia, es más bien una tragedia que es interrumpida por la comedia, o al revés, una comedia entorpecida por la tragedia. Siempre que algo muy dramático está sucediendo, súbitamente algo pasa y todo se transforma. Prueba de que esto es así es que cuando la serie desarrolla escenas un tanto más comunes, totalmente cómicas o totalmente dramáticas, pierde fuerza. Pero esto es raro, lo común es que sea un despelote. No es que sea una idea totalmente nueva, en realidad que lo que hicieron fue presionar el acelerador para sacarle jugo a un concepto. Porque, en verdad, con muy pocas excepciones, cada escena es una montaña rusa que va de lo triste a lo hilarante, y a veces realmente provoca carcajadas.

El hecho de que siempre que la cosa va a volverse seria, algo ocurre y la convierte en un chiste, impide que los personajes y la trama puedan solidificarse. Cuando estábamos formándonos una idea acerca de alguien, o de algún suceso, todo se va al demonio. Por eso siempre que vemos un personaje es como la primera vez, incluyendo a la protagonista. La historia avanza, ocurren hechos dramáticos, hay transformaciones, pero nada importa, porque el tono de la serie es completamente caótico, y esta es precisamente su gracia. Al no tomar forma concreta, tampoco pesa en lo absoluto. La levedad es la sensación dominante en toda la serie. Uno de los rasgos más llamativos de la producción es que la protagonista constantemente mira al espectador y comenta los acontecimientos. Quizás lo que se quiere decir es: esto es un espectáculo, suave, ligero. Nada es real, ni los remordimientos, ni el constante “auto slut shaming” (se dice puta a sí misma todo el tiempo), ni las peleas con la madrastra, ni los problemas con su negocio, ni el enredo con el cura. Todo es un pretexto para hacer muy buenos chistes y presentar excelentes actuaciones. Me parece maravilloso que no haya ningún mensaje, ojalá sigan así.

El infiltrado del Klan: Cómic político de Spike Lee

El infiltrado del Klan (BlacKkKlansman, Spike Lee, 2018)

El infiltrado del Klan se puede ver como una película policiaca donde se desarrolla una investigación encubierta muy arriesgada y un tanto aparatosa, centrada en una confusión de identidades, que culmina con un final emocionante lleno de tensión. Pero es obvio que la trama policial, con sus enredos y giros dramáticos, no es el centro de la película. De hecho, todo esa historia solo sirve de soporte para denunciar el racismo en Estados Unidos, en concreto las ideas y actividades del grupo extremista Ku Klux Klan en los años setenta. Además, se presentan en paralelo las actividades de grupos negros, considerados radicales, durante la época de las luchas por los derechos civiles.

Otro aspecto importante es que la película no solo habla del pasado, sino que relaciona las circunstancias de los setenta con la situación actual de tensión racial, en concreto los hechos sucedidos durante la presidencia de Trump, lo que se hace explícito al final cuando se muestran imágenes documentales de violencia callejera provocada por grupos racistas hace poco tiempo.

El elemento que integra la denuncia del conflicto racial, con la trama policiaca dentro de la película es un oficial que resulta ser el primer policía negro en un pueblo de Colorado. Este individuo sufre la contradicción entre sus ideales políticos, cercanos al activismo afroamericano, y su trabajo como agente del Estado opresor. Aunque su integración en las fuerzas del orden parece justificarse porque su accionar está encaminado a combatir al Klan, una causa justa al fin y al cabo. Es como si el personaje representara la posición ideológica de ciertos sectores dentro de la comunidad negra, que creen que el Estado puede reformarse y servir como eje de un proceso de superación del racismo y la opresión.

En realidad, todos los personajes representan las posiciones ideológicas de determinados sectores dentro del conflicto social de la época:

Los miembros del KKK: Blancos ordinarios, racistas, fanáticos e ignorantes.

Los policías blancos: La buena voluntad del Estado, a pesar de sus prejuicios.

Los activistas negros: Compromiso y fidelidad a la causa, a la vez que una gran suspicacia frente al Estado, al que consideran parte del problema y no de la solución, al contrario de la posición conciliadora del protagonista.

Los personajes interactúan representando estas ideas y posiciones, lo cual los convierte en figuras simbólicas más que en seres de carne y hueso.

En cuanto al aspecto propiamente visual, la película es muy tradicional, con planos medios y primeros planos que sirven únicamente para enmarcar los coloquios de los personajes, donde cada uno declara de manera explícita sus ideas e intenciones. La única osadía visual sucede en la escena donde un líder negro da un discurso incendiario y los rostros de los oyentes se presentan unidos en una especie de mosaico, aunque el efecto es muy sutil y nada sicodélico. Es más, ni siquiera se pretende imitar el estilo del cine de los setentas, de hecho, lo único que hace pensar en el cine de aquella época, además del vestuario y los peinados, es la fotografía oscura, que recuerda un poco a El Padrino, por ejemplo.

En conclusión, la película es plana visualmente, como son planos sus personajes. Lo cual indica que se trata de una decisión creativa y no un error. Para mi es claro que el realizador quería denunciar un conflicto social, y quería hacerlo de manera simple y evidente. Para ello recurrió al impacto que produce en el público el género policiaco, así como a unos personajes planos, propios del cómic, donde cada quien ocupa una posición determinada (el bueno y el malo fundamentalmente).

El infiltrado del Klan es una especie de comic político, de ahí su efectividad como denuncia, pero también su pobreza cinematográfica.

La última imagen de la película es una bandera de Estados Unidos volteada al revés que ocupa toda la pantalla. Un símbolo de la lucha contra el racismo en la actualidad. No es el único ícono reconocible de forma obvia (sobre todo en Estados Unidos), de hecho, todos los personajes no son más que caricaturas estereotipadas que participan en un conflicto que parece abstracto, aunque su origen sea una situación real y presente.

No me parece malo que Spike Lee haga cine político en  Hollywood, de hecho es meritorio por varias razones, pero no esperaba ver otro cómic cinematográfico de tantos que se exhiben hoy en día, sobre todo de parte del mismo director de la complejísima y divertida Haz lo correcto (Do the Right Thing, 1989).

Alicia en el país del rocanrol

How to Build a Girl (Coky Giedroyc, 2020)

No tiene nada de malo que una película se desarrolle de acuerdo a un esquema fijo. Es más, según algunos, todas las historias son solo variaciones infinitas de una serie finita de modelos narrativos. Por ejemplo, las historias que tienen la forma de un viaje, o las narraciones donde un personaje llega a salvar una comunidad trastornada, y así otros moldes por el estilo. Sin necesidad de disquisiciones teóricas, que no estoy en capacidad de hacer, se puede decir que casi siempre es fácil ver el molde narrativo de una película o de un libro, aunque no se pueda precisar de modo riguroso. Así, en el caso de How to Build a Girl, es fácil decir que comparte esquema narrativo con películas como El diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada, David Frankel, 2006) o, para no ir más lejos, con la exitosa telenovela Yo soy Betty, la fea (Fernando Gaitán, 1999). El molde es claro: joven mujer, no muy agraciada, logra hacerse respetar por su talento en un medio social superior al suyo, donde además la apariencia es decisiva para triunfar profesionalmente. El éxito, que parecía el tesoro principal, resulta ser un señuelo para caer en la degradación moral, de la que la protagonista se salva apreciando sus orígenes humildes, que al final se convierten en una ventaja,  pero sin renunciar a lo ganado en la lucha por el ascenso social, dentro de lo cual, casi siempre, se incluye un amorcito.

Sin embargo, How to Build a Girl se diferencia de otras obras similares en que no hay verdadera lucha de la protagonista para llegar a su objetivo. En este aspecto se parece a Alicia en el país de las maravillas, pues el cambio de vida es súbito y casi absoluto, en el orden económico, de las relaciones interpersonales -incluido el sexo-, y hasta en el nombre. Se agradece, eso sí, que el cambio en la apariencia física se redujera al traje y al peinado, y no incluyera adelgazamiento ni cirugías.

Ahora bien, no es del todo aparatoso el viraje fantástico de la vida de la colegiala. Ya desde el comienzo la vemos hablar con un santoral de figuras de la literatura, la filosofía y la farándula, que incluye a Freud, Marx, Sylvia Plath, Elizabeth Taylor y hasta a Cleopatra. Las fotos hablan desde sus marcos con la chica, y resultan ser sus únicos amigos. De ahí que cuando consigue el éxito como crítica en un tabloide musical de los noventa en Londres, las figuras retornan a su mudez. La fantasía existía desde antes de entrar por el agujero del conejo a un mundo musical y periodístico, que ya no es posible revivir ni en la más loca de las ensoñaciones, pues internet transformó por entero la industria  de la música y el periodismo, incluido el de espectáculos.

Por tener esta vida llena de imaginación es que no es extraño el modo abrupto como la pobre proletaria se transforma en referente crítico y en reina de la noche de la bohemia pop del Londres de fines del siglo XX. Lo que si se echa en falta es que las condiciones de vida en un barrio pobre de una ciudad de provincias no se sientan más auténticas. La miseria suburbana se queda en lo pintoresco, sin que se palpe la amargura tan característica de las clases bajas en los países ricos. No digo que la película se hiciera según el modo de Ken Loach. Se trata de una obra muy lejana al realismo crítico, de gran tradición en el cine británico. Pero el problema es que el juego excesivo con la fantasía hace que la película se acerque a algo así como una producción de Disney o Nickelodeon, solo que un tanto pasada de tono -aunque no mucho-, en lo que a sexo, drogas y rocanrol se refiere.

Con todo, la película se ve con cierto gusto por la calidad de las actuaciones, pero sobre todo por los chistes que no faltan en casi cualquier producción británica. Por ejemplo, en un momento la muchacha dice que solo piensa en morirse, y la foto de Sylvia Plath le contesta que le puede dar ideas sobre cómo hacerlo. O está el comentario cuando tienen que vender o empeñar el televisor, y la chica afirma que es una tragedia comparable para su familia a la muerte de Beth en Mujercitas, la novela de Louisa May Alcott (adaptada de nuevo al cine recientemente). Si se le saca partido a estos momentos de humor agrio, se puede olvidar por un instante el cursi mensaje de superación personal que la protagonista declara directamente a la cámara para terminar la película.

Underwater: Sin profundidad

Amenaza en lo profundo (Underwater, William Eubank, 2020)

Siempre estuve pensando, a medida que veía Amenaza en lo profundo, que en algún momento iba a ocurrir un giro inesperado que cambiaría el sentido de la historia de manera absoluta. Curiosamente, la única sorpresa que encontré fue que la trama siguiera su curso predecible, como una película de terror de ciencia ficción del montón. Digo que esperaba un cambio de rumbo en la narración, porque me extrañaba la simpleza del guion y la convencionalidad de la realización, así que suponía que de un instante a otro se revelaría que todo se trataba de una parodia o de algún enredo meta-narrativo, como por ejemplo, que un guionista estuviera escribiendo una cinta de serie B sobre unos científicos o técnicos instalados en una base submarina a gran profundidad, y en tal caso, la película sería solo la recreación del mal guion que estaría escribiendo. Pero, en realidad, la tal película trataría acerca de quién sabe qué, por ejemplo, sobre los problemas de los escritores que trabajan en Hollywood obligados a perpetrar libretos vulgares hasta la náusea para satisfacer los estándares cada vez más bajos de los estudios.

No se crea que exagero. Todos conocemos los chistes acerca del orden en que mueren los personajes de una película de terror, y en este sentido, y salvo excepciones, si hay un negro en el grupo, creo que nadie dudará acerca de quien será la primera víctima. Pues bien, en Amenaza en lo profundo, se cumple la regla a rajatabla. Pero algo todavía más perturbador es la forma precipitada en que comienzan el desastre y la persecución: de un momento a otro, y apenas iniciada la película, estalla todo de golpe, y así seguirá hasta el fin. Cualquier detalle sobre los personajes, o cualquier otro elemento de la historia, se nos informa a medida que avanza el despelote por boca de alguno de los desgraciados. No sé, me dio la impresión de que veía una serie de televisión por primera vez, pero había visto el capítulo número cincuenta, y por tanto no entendía nada.

Pero creo que no hay nada que entender. Aparte de un acartonado mensaje ecologista –los humanos no deberíamos estar escarbando el lecho marino-, creo que es obvio que el único objetivo de los realizadores era hacer una película de género con todos los clichés, para darle gusto a los aficionados, aunque sin gastar demasiado en efectos, ya que en el fondo del mar no hay luz, y por tanto no se ve gran cosa. Aunque pensándolo bien, quizás si hay algo un poco diferente. La protagonista femenina no tiene un interés romántico en nadie del equipo, y además no tiene aspecto convencionalmente femenino o sexy. Pero, probablemente para compensar semejante “rareza”, otra muchacha del grupo hace el papel de damisela nerviosa, llorona, bonita, enamorada y asiática.

Chinatown en la belle époque

El oficial y el espía (J’accuse, Roman Polanski, 2019)

El oficial y el espía no es un buen título para la última película de Roman Polanski, aunque tampoco sirve para mucho el original J’accuse, tomado del famoso panfleto de Émile Zola denunciando la injusticia contra el capitán Dreyfus. Se trata del célebre “affaire Dreyfus”, cuando a fines del siglo XIX un oficial judío del ejército francés es condenado a prisión en la Isla del Diablo, colonia francesa cerca a la costa de la Guyana, acusado falsamente de pasar información al gobierno alemán, en un contexto de crecientes tensiones entre las potencias europeas, que con los años conducirían a la Primera Guerra Mundial. El caso estuvo muy marcado por el antisemitismo de parte de la opinión pública francesa y dividió a políticos e intelectuales, que se peleaban en las páginas de los periódicos, y que también provocó disturbios en las calles. Puede que en parte la película quiera traer a la actualidad este famoso episodio, tan relacionado con problemas de hoy, como el racismo, el nacionalismo, el autoritarismo, y otros asuntos por el estilo. Sin embargo, creo que un título más cinematográfico para la cinta sería algo así como “Chinatown en la belle époque”, entre otras cosas porque reduciría el riesgo de considerar a la película un docudrama de divulgación histórica. Aunque  tampoco es una cinta de cine negro, como el clásico Chinatown (1974) de Polanski. La película no es muchas cosas. Creo que una descripción en negativo servirá para entender un poco un trabajo notable que ha quedado sepultado por la polémica que envuelve la vida del director.

Porque una cosa se puede definir tanto por lo que es como por lo que no es. En el caso del último trabajo de Roman Polanski, creo que se comprende mejor si nos fijamos en lo que no es. Así, en la trama abundan los elementos que servirían para construir un gran dramón o bien una historia violenta y oscura, con muchas lágrimas y mucha sangre: interrogatorios, juicios, humillaciones públicas, adulterio, un duelo, una pelea callejera, disturbios, un atentado, homosexualismo diplomático, espionaje, cárceles, destierros, etc. Y, sin embargo, la película mantiene un tono reservado y distante respecto a los hechos, solo aprovechando los giros de la propia historia para mantener el interés, sin pegarse de tales puntos de quiebre para crear picos dramáticos. En definitiva, no es un melodrama ni un thriller de espionaje. También se trata de una película que tiene lugar en París a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la llamada belle époque, lo cual significa, lujo decadente en los espectáculos, edificios decorados con exceso, largas y esponjadas faldas, verborrea colorida en los discursos, gestos patéticos, y junto a esto, la más pintoresca y asquerosa miseria, con niños de cara sucia y prostitutas con colorete y sin dientes. El cine ha aprovechado la imagen de aquellos años para crear ambientaciones apabullantes, recargando las tintas tanto por el lado de la riqueza como por el de la miseria. Un ejemplo entre muchos serían las películas de Sherlock Holmes (2009, 2011) de Guy Ritchie, aparte de que se consideren buenas o malas. Pero El oficial y el espía parece buscar una especie de equilibrio. Las cárceles no son tan repugnantes y las oficinas del Estado son lugares fríos, un tanto mugrosos, donde el polvo se acumula en los expedientes. Además, los uniformes no parecen tan imponentes. Las insignias y botones se sienten como aditamentos incómodos y estrambóticos. La ropa es una acumulación de excesos textiles, poco práctica sobre todo, aunque, en general, sin llegar a la extravagancia. Es decir, la película no es una pomposa reconstrucción de época. Al contrario, rara vez el espectador se puede entretener mirando panorámicas urbanas o texturas de trajes elegantes. La historia no deja tiempo a distracciones.

Pero qué significa que la película rechace la pompa y el melodrama, cuando la trama parecía exigirlo; por qué no son protagonistas ni el oro y ni la sangre, materias brillantes, costosas y peligrosas. Creo que el truco está en que siempre hay algo que cubre el exceso en todo momento. El cielo nublado no deja que reluzcan los decorados, el polvo se esparce por las superficies y las desvaloriza, y por último, la oscuridad de los interiores hace que tanto el lujo como la miseria pierdan su impacto. El resultado es que el gran hecho histórico pierde su grandeza. El crimen es producto de la envidia de individuos mediocres y resentidos. Odios y prejuicios vulgares son más determinantes que potentes ideologías para decidir el futuro de un hombre, o el de muchos, porque en estas sórdidas oficinas repletas de papeles mugrosos se ordena el destino de todos, se los hace triunfar o se los lleva a la muerte.

Hay un melancólico pesimismo en la película. He aquí otro “no” fundamental: no es una  historia de final apoteósico. Podría haberse aprovechado el éxito de la causa de los perseguidos para hacer un gran final lleno de discursos acompañados patéticamente por toda la orquesta sinfónica. Pero el desenlace último apenas se indica con unos letreros. La escena final es una tensa y parca conversación entre Dreyfus y el general Picquart, el verdadero protagonista de la película. Dreyfus pide un favor administrativo que cree merecer, y el ahora ministro, antes oficial también preso, le niega la petición por inconvenientes políticos. Los dos hombres se separan intercambiando disculpas y agradecimientos. El tono tan tranquilo de este final es muy revelador. El triunfo no salva a los implicados. Sin duda ganaron, pero el sistema que creó todo el problema sigue intacto. La mala fe, la mediocridad y la envidia dominan a los individuos, así como las ideologías destructivas llenan de fervor a las multitudes.

Y otra cosa que se puede pasar por alto, pero que es de lo más original de la película en su tratamiento del caso Dreyfus, es que la narración no aprovecha la perspectiva de un héroe carismático perseguido por sus ideales, como sería el caso del escritor Émile Zola, que en otras películas y libros relacionados con el caso Dreyfus es el protagonista. En El oficial y el espía vemos los acontecimientos desde la perspectiva del coronel Picquart, personaje protagonista con quien es difícil identificarse, y por tanto, sus sufrimientos y sus alegrías se hacen menos intensos para el espectador. Desde la perspectiva actual, el coronel (luego general) no resulta muy simpático. Podría haberse optado por crear un personaje más amable, más políticamente correcto para el mundo de hoy. Pero el coronel es un señor decimonónico, que defiende su honor mientras se acaricia el mostacho. Su actitud estoica es muy masculina, de hombre que aguanta con gesto tranquilo los embates del destino, y que no parece muy preparado para dejar ver sus debilidades y confesar sus temores. Su único momento de duda es cuando tiene que entrar en conflicto con el ejército, institución que ama y respeta.

Y por último, otro aspecto que distancia la película de un drama judicial al uso es que los momentos positivos para los implicados no están en el éxito en los estrados judiciales, sino en los placeres sencillos de la vida, como una conversación con amigos, una pieza tocada al piano, un momento de entretenimiento erótico, o un huevo revuelto devorado con hambre. Porque la gran causa está perdida, quiero decir, la causa del  bien. Aparte de unos cuantos momentos, pareciera que Polanski coincide con José Alfredo Jiménez en su definición de la existencia:

No vale nada la vida
La vida no vale nada
Comienza siempre llorando
Y así llorando se acaba
Por eso es que en este mundo
La vida no vale nada

Y si la referencia a una ranchera parece traída de los cabellos, digamos que El oficial y el espía genera la misma sensación de desesperanza que deja el final de Chinatown. Y eso que, como ya se dijo, en la película actual el desenlace parece premiar a los justos, mientras en el clásico de los setenta el mal triunfa sin atenuantes.

Carne tras el plástico

Capone (Josh Trank, 2020)

Tom Hardy interpreta a Al Capone, pero cuidado, no se le puede llamar ni por su nombre ni por su apellido, todos lo deben llamar “Fonz”, supongo que otro diminutivo de Alphonse, porque “Al” remitiría a sus años de gloria y poder en Chicago, en cambio “Fonz” es el nombre de un pobre inválido con la mente trastornada que vive retirado en una lujosa casa en Florida, rodeado de caimanes y de deudas.

Hay una escena donde el hijo de Capone le dice a su madre que deberían poner al viejo en un zoológico, y los dos se ríen por la ocurrencia. Este Capone moribundo es una bestia que mira sin mirar. Tras sus ojos vidriosos parece haber algo, aunque no es posible saber que es: culpa, remordimiento, o el natural miedo de una fiera acorralada. Se muestra que en el pasado aquel despojo fue una bestia magnífica, que infundía temor y admiración, aunque siempre fue un animal, alguien que estaba por debajo, o por encima de los humanos normales. Para encontrar humanidad en el personaje hay que ir hasta la infancia, pero de ese niñito mudo no sabemos nada.

Creo que hay cierta polémica sobre la caracterización de Tom Hardy, por exagerada; sin embargo, creo que lo único valioso en esta película son unos cuantos planos del rostro de Capone/Fonz totalmente destruido por las cicatrices de navajas y de infecciones. Tras esa costra de maquillaje se agita algo misterioso, algo que no se llega a desarrollar en un guion convencional, que trata de moverse entre el delirio y la realidad sin llegar a impactar en ninguno de los dos momentos. Si el protagonista es un ser infrahumano con una apariencia de zombi, el resto del reparto es una insulsa galería de tipos ordinarios que se mueven en una cuidada ambientación de época, quizás demasiado cuidada. Capone es una de esas películas donde todo el mundo parece estar estrenando ropa, incluyendo los jardineros y los albañiles, y la casa está tan limpia como un museo. En este aspecto y otros se parece a la serie American Horror Story. De hecho, podría decirse que Capone no es más que un capítulo largo de la famosa serie, quizás con menos humor negro.

Midsommar: Incendio en el museo de cera

Midsommar (Ari Aster, 2019)

Repiten los comentaristas lo que el director dice en entrevistas: Midsommar es una película acerca de una ruptura amorosa. Es una pesadilla, porque así son las historias de amor cuando terminan, y la protagonista logra liberarse del dolor y comenzar de nuevo, literalmente, quemando su pasado en un sacrificio de purificación. Supongamos que esa fue la intención del realizador. Ahora pasemos a lo que se ve en pantalla: una joven estudiante sufre una terrible tragedia cuando su hermana se suicida y mata a sus padres. Tiempo después se va con su novio y unos amigos a pasar el verano en una comunidad cerrada en Suecia, donde van a presenciar una fiesta pagana. Este es un esquema típico del cine de terror, quiero decir, veinteañeros se van al campo o al bosque a vivir nuevas experiencias y todo se va al demonio. En efecto, la comunidad practica ritos asesinos, sexo forzoso y mantiene una política de secreto muy estricta -lo normal en estos casos-, y además desde el comienzo el consumo de hongos y otras yerbas funciona como la grasa que aceita toda la maquinaria ritual. A grandes rasgos esta es la película, con la sangre y otras porquerías de siempre.

La pregunta es si este formato de cine de terror cumple con la función de representar el duelo y la superación de una relación fallida. La respuesta es no, porque la tal relación es meramente abstracta. Para que el público pueda comprender el fin de un amor es necesario que se identifique con los personajes, que sienta su relación como real para luego sufrir con la separación y entender el proceso de recuperación, o de autodestrucción. No basta decir: estos son los novios, tienen problemitas, ahora vamos con el resto. No hay ninguna necesidad de que la obra sea realista, puede ser todo lo fantástica o surrealista que se quiera, pero los sentimientos, buenos y malos, tienen que sentirse reales. Pues bien, no sé si sea cosa mía, pero la pareja protagonista está constituida por los dos actores con menos química, y con menos gracia de cualquier tipo, en toda la historia del cine; en particular el muchacho es un don nadie tan absoluto que dudo mucho que alguien lamente su cruel destino. Y lo propio se puede decir de los demás personajes, tipos genéricos, que no logran ni hacer reír ni conmover con sus líneas de diálogo trilladas.

Pero no solo son los torpes personajes el problema. Desde la primera imagen es claro el gusto del realizador por las composiciones simétricas y la fotografía llamativa. Oscura al comienzo, colorida después, con planos secuencias espectaculares y tomas muy amplias. Todo esto genera aún más distancia con los personajes, que se sienten como piezas ubicadas de modo preciso para no dañar el cuadro; aunque pueda haber quien disfrute el despliegue técnico, sobre todo en pantalla grande.

Pero Midsommar se destaca, dicen, por sus abundantes y lujosas referencias cinematográficas. No solo a cierto cine de terror en general, como ya se dijo, sino a un clásico de culto de los setenta con Christopher Lee (el Drácula más famoso), sobre una secta pagana. Además se citan nombres célebres de todo tipo: Polanski, Bergman, von Trier, Kubrick, y no sé quién más. Según parece, varias tradiciones se dan cita en esta humilde película de terror, y para el ojo experto, las referencias son evidentes. Para el cinéfilo, esta película es un banquete, y, al parecer, deleita su paladar detectando cada referencia. Confieso que no pertenezco a dicha categoría de degustadores cinéfilos; primero, porque no estoy entrenado en ese fino arte; segundo, porque rara vez se explican tales detalles en el contexto de la obra, es decir, aparte de demostrar la erudición del espectador, de qué sirve saber que tal plano recuerda a Bergman, o tal otro a Polanski, o a tal género o película. La mayoría del cine scorsesiano es absolutamente insulso, a pesar de su supuesto apego al legado del maestro, lo mismo los innumerables epígonos de Woody Allen. Todo indica que el cinéfilo no quiere ver buenas películas, solo desea pertenecer a una comunidad de gente que entiende los mismos memes y los mismos chistes en cualquier lugar del mundo, ya que se saben de memoria a Hitchcock, por ejemplo, o a Tarkovski, que para el caso es lo mismo. Más que cinéfilos deberían llamarse “cinéfagos”. La palabra cinefilia sugiere una relación de amistad con el medio, que no implica obsesiones ridículas. Pero los “cinéfagos” ven cualquier trabajo audiovisual como los vampiros la sangre. Necesitan con desespero tragarse cualquier bodrio para buscar la referencia a no sé que, o la influencia evidente de no sé quién.

En buena medida, Midsommar es una película para “cinéfagos”, solo ellos podrán disfrutarla. Los demás no veremos más que un drama sin dramatismo -por la pobreza de los personajes-, y una cinta de terror que no da miedo, por la torpeza de las escenas de violencia y los efectos feos, como las imágenes distorsionadas, truco barato si los hay. Aunque creo que esto es parte del rollo de las influencias de no sé qué subgénero.

Dicen que la película es perturbadora. Habría que recordar que la gente en el cine no se muere de verdad, mucho menos van a morir en serio personajes que solo son maniquíes o momias, mucho antes de que los despellejen y los rellenen de aserrín. ¿Por qué nos reímos de Chucky y con estos otros muñecos tenemos que sufrir?

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