El oficial y el espía (J’accuse, Roman Polanski, 2019)
El oficial y el espía no es un buen título para la última película de Roman Polanski, aunque tampoco sirve para mucho el original J’accuse, tomado del famoso panfleto de Émile Zola denunciando la injusticia contra el capitán Dreyfus. Se trata del célebre “affaire Dreyfus”, cuando a fines del siglo XIX un oficial judío del ejército francés es condenado a prisión en la Isla del Diablo, colonia francesa cerca a la costa de la Guyana, acusado falsamente de pasar información al gobierno alemán, en un contexto de crecientes tensiones entre las potencias europeas, que con los años conducirían a la Primera Guerra Mundial. El caso estuvo muy marcado por el antisemitismo de parte de la opinión pública francesa y dividió a políticos e intelectuales, que se peleaban en las páginas de los periódicos, y que también provocó disturbios en las calles. Puede que en parte la película quiera traer a la actualidad este famoso episodio, tan relacionado con problemas de hoy, como el racismo, el nacionalismo, el autoritarismo, y otros asuntos por el estilo. Sin embargo, creo que un título más cinematográfico para la cinta sería algo así como “Chinatown en la belle époque”, entre otras cosas porque reduciría el riesgo de considerar a la película un docudrama de divulgación histórica. Aunque tampoco es una cinta de cine negro, como el clásico Chinatown (1974) de Polanski. La película no es muchas cosas. Creo que una descripción en negativo servirá para entender un poco un trabajo notable que ha quedado sepultado por la polémica que envuelve la vida del director.
Porque una cosa se puede definir tanto por lo que es como por lo que no es. En el caso del último trabajo de Roman Polanski, creo que se comprende mejor si nos fijamos en lo que no es. Así, en la trama abundan los elementos que servirían para construir un gran dramón o bien una historia violenta y oscura, con muchas lágrimas y mucha sangre: interrogatorios, juicios, humillaciones públicas, adulterio, un duelo, una pelea callejera, disturbios, un atentado, homosexualismo diplomático, espionaje, cárceles, destierros, etc. Y, sin embargo, la película mantiene un tono reservado y distante respecto a los hechos, solo aprovechando los giros de la propia historia para mantener el interés, sin pegarse de tales puntos de quiebre para crear picos dramáticos. En definitiva, no es un melodrama ni un thriller de espionaje. También se trata de una película que tiene lugar en París a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la llamada belle époque, lo cual significa, lujo decadente en los espectáculos, edificios decorados con exceso, largas y esponjadas faldas, verborrea colorida en los discursos, gestos patéticos, y junto a esto, la más pintoresca y asquerosa miseria, con niños de cara sucia y prostitutas con colorete y sin dientes. El cine ha aprovechado la imagen de aquellos años para crear ambientaciones apabullantes, recargando las tintas tanto por el lado de la riqueza como por el de la miseria. Un ejemplo entre muchos serían las películas de Sherlock Holmes (2009, 2011) de Guy Ritchie, aparte de que se consideren buenas o malas. Pero El oficial y el espía parece buscar una especie de equilibrio. Las cárceles no son tan repugnantes y las oficinas del Estado son lugares fríos, un tanto mugrosos, donde el polvo se acumula en los expedientes. Además, los uniformes no parecen tan imponentes. Las insignias y botones se sienten como aditamentos incómodos y estrambóticos. La ropa es una acumulación de excesos textiles, poco práctica sobre todo, aunque, en general, sin llegar a la extravagancia. Es decir, la película no es una pomposa reconstrucción de época. Al contrario, rara vez el espectador se puede entretener mirando panorámicas urbanas o texturas de trajes elegantes. La historia no deja tiempo a distracciones.
Pero qué significa que la película rechace la pompa y el melodrama, cuando la trama parecía exigirlo; por qué no son protagonistas ni el oro y ni la sangre, materias brillantes, costosas y peligrosas. Creo que el truco está en que siempre hay algo que cubre el exceso en todo momento. El cielo nublado no deja que reluzcan los decorados, el polvo se esparce por las superficies y las desvaloriza, y por último, la oscuridad de los interiores hace que tanto el lujo como la miseria pierdan su impacto. El resultado es que el gran hecho histórico pierde su grandeza. El crimen es producto de la envidia de individuos mediocres y resentidos. Odios y prejuicios vulgares son más determinantes que potentes ideologías para decidir el futuro de un hombre, o el de muchos, porque en estas sórdidas oficinas repletas de papeles mugrosos se ordena el destino de todos, se los hace triunfar o se los lleva a la muerte.
Hay un melancólico pesimismo en la película. He aquí otro “no” fundamental: no es una historia de final apoteósico. Podría haberse aprovechado el éxito de la causa de los perseguidos para hacer un gran final lleno de discursos acompañados patéticamente por toda la orquesta sinfónica. Pero el desenlace último apenas se indica con unos letreros. La escena final es una tensa y parca conversación entre Dreyfus y el general Picquart, el verdadero protagonista de la película. Dreyfus pide un favor administrativo que cree merecer, y el ahora ministro, antes oficial también preso, le niega la petición por inconvenientes políticos. Los dos hombres se separan intercambiando disculpas y agradecimientos. El tono tan tranquilo de este final es muy revelador. El triunfo no salva a los implicados. Sin duda ganaron, pero el sistema que creó todo el problema sigue intacto. La mala fe, la mediocridad y la envidia dominan a los individuos, así como las ideologías destructivas llenan de fervor a las multitudes.
Y otra cosa que se puede pasar por alto, pero que es de lo más original de la película en su tratamiento del caso Dreyfus, es que la narración no aprovecha la perspectiva de un héroe carismático perseguido por sus ideales, como sería el caso del escritor Émile Zola, que en otras películas y libros relacionados con el caso Dreyfus es el protagonista. En El oficial y el espía vemos los acontecimientos desde la perspectiva del coronel Picquart, personaje protagonista con quien es difícil identificarse, y por tanto, sus sufrimientos y sus alegrías se hacen menos intensos para el espectador. Desde la perspectiva actual, el coronel (luego general) no resulta muy simpático. Podría haberse optado por crear un personaje más amable, más políticamente correcto para el mundo de hoy. Pero el coronel es un señor decimonónico, que defiende su honor mientras se acaricia el mostacho. Su actitud estoica es muy masculina, de hombre que aguanta con gesto tranquilo los embates del destino, y que no parece muy preparado para dejar ver sus debilidades y confesar sus temores. Su único momento de duda es cuando tiene que entrar en conflicto con el ejército, institución que ama y respeta.
Y por último, otro aspecto que distancia la película de un drama judicial al uso es que los momentos positivos para los implicados no están en el éxito en los estrados judiciales, sino en los placeres sencillos de la vida, como una conversación con amigos, una pieza tocada al piano, un momento de entretenimiento erótico, o un huevo revuelto devorado con hambre. Porque la gran causa está perdida, quiero decir, la causa del bien. Aparte de unos cuantos momentos, pareciera que Polanski coincide con José Alfredo Jiménez en su definición de la existencia:
No vale nada la vida
La vida no vale nada
Comienza siempre llorando
Y así llorando se acaba
Por eso es que en este mundo
La vida no vale nada
Y si la referencia a una ranchera parece traída de los cabellos, digamos que El oficial y el espía genera la misma sensación de desesperanza que deja el final de Chinatown. Y eso que, como ya se dijo, en la película actual el desenlace parece premiar a los justos, mientras en el clásico de los setenta el mal triunfa sin atenuantes.