Los días de la ballena

Los días de la ballena (Catalina Arroyave Restrepo, 2019)

La luminosidad de Los días de la ballena hace pensar en una fábula situada en algún reino de “nunca jamás”, y eso a pesar de que las calles que se ven son las de los barrios de Medellín, sin retoques turísticos. Es el verano del trópico que, en el mito, es eterno y sin cambios. Las nubes sirven si acaso de adorno para el cielo azul.

Esta luz que baña el tortuoso paisaje urbano es el rasgo que permanece en la memoria de la sencilla crónica callejera que se narra en la película. El resto son un grupo de personajes que tiene que tomar decisiones difíciles en medio de las duras circunstancias de la ciudad. La decisión de irse o quedarse; retar al combo del barrio pintando una pared o someterse a su voluntad; o si vivir con el padre o con la madre. Los dramas que desencadenan las decisiones quedan apenas esbozados, y pareciera que las historias de los personajes deberían continuar en los episodios siguientes, pues Los días de la ballena da la impresión de ser el primer capítulo de una serie que siguiera la vida y obra de la protagonista, su familia y sus amigos. El mismo arte del grafiti no está tan explotado en la trama como se esperaría, siendo la pasión por “rayar” paredes, como ellos mismos dicen, uno de los ejes del conflicto personal y social de los personajes.

Quedan los momentos donde la cámara observa a los seres humanos en su cotidianidad sin exigirles aportes para la armazón de la trama, como la secuencia en que, estando amenazado el novio en su barrio, la muchacha lo deja entrar furtivamente al apartamento donde vive con su padre, y aprovechan para disfrutar de una silenciosa intimidad. Toda la escena, en una sola toma y en medio de la penumbra, resulta tierna y humorística, casi sin pretenderlo, como lo es la caritativa cachondez de la protagonista. En general, el humilde erotismo de algunas tomas es de lo mejor de la obra, quizás porque no está ahí para hacer avanzar la trama ni busca un confuso simbolismo, como las escenas de la ballena en el río y en la calle, por otra parte, muy bien conseguidas técnicamente.

Mujer maravilla 1984: Circo barato

Mujer maravilla 1984 (Wonder Woman 1984, Patty Jenkins, 2020)

Después de ver Mujer maravilla 1984 se tiene la impresión de haber visto muchas películas a la vez sin haber realmente disfrutado ninguna. La películaes una obra sin centro temático, pero que también carece de unidad argumental y estética. Quizás sea una característica de las sagas de superhéroes, pero la lista de géneros que se mezclan de modo inorgánico es enorme y el efecto es mareante. Al comienzo es un extraño péplum (cine de ambiente grecorromano), luego sigue una reconstrucción costumbrista de los primeros años ochenta en Estados Unidos, lo cual incluye una especie de versión de El lobo de Wall Street sin drogas ni sexo. Hay una comedia sobre viajes en el tiempo que incluye chistes sobre la moda y la tecnología. Por supuesto que no falta el enredo sentimental lleno de besitos y de lágrimas, que va de la comedia romántica a la tragedia amorosa. También una relación traumática entre un padre y su hijo, y, por último, un apocalipsis que sirve para criticar la ambición descontrolada del capitalismo. Es probable que aún haya más temas y tramas, como el de las mujeres víctimas de acoso en el trabajo y en la calle.

Y mientras tanto, hay una superheroína que vuela y esquiva balas. Pero la tal trama de la amazona perdida en los ochenta es una de las muchas de la película, que también queda sin desarrollo. De ahí que no haya tanta espectacularidad como se podría esperar. Solo un par de escenas son verdaderamente bonitas y con el nivel de efectos esperable en una cinta protagonizada por una destacada integrante de la “Liga de la justicia”. El resto del metraje se compone de secuencias ordinarias en calles y oficinas, y balaceras como las que hemos visto toda la vida.

Es probable que una de las razones del éxito de esta película, y de producciones similares, sea la posibilidad de encontrar en dos horas y media un resumen de múltiples géneros muy diferentes empacados en la llamativa bolsa de una saga legendaria con individuos disfrazados que vuelan y tiran rayos. Porque, claro, casi cualquier obra incluye elementos de géneros diferentes, como una película de espías con una trama romántica intercalada, pero en Mujer maravilla lo que se ve es una falta de dirección, como si faltara un punto de gravedad que concentrara el peso de la narración. Más que un collage, donde elementos disímiles aparecen integrados por una dinámica interna, la impresión que da la película es la de un “cuarto de Sanalejo”, donde vemos arrumado un cuadro del Corazón de Jesús junto a la máquina de ejercicios que nadie usó. Esa es la causa de la sensación de vacío que produce Mujer maravilla 1984. Es un largo tráiler que nos deja pensando si quizás la verdadera película está por verse, o más bien la serie de películas de muchos géneros que no se acaban de desarrollar.

Pero quizás este aspecto caótico de viejo circo sea lo que buscan los productores de Mujer maravilla y obras similares, porque aquí podemos ver al elefante, al mico, al payaso, al trapecista, y quizás hasta un circo de pulgas. Todo en medio de una gran campaña de expectativa, en parte pagada y en parte espontánea; esta última creada por los numerosos fans que llenan internet de comentarios graciosos o patéticos. Lo cual es similar a los sentimientos, entre admirativos y despreciativos, que debía despertar un circo o una banda de gitanos cuando llegaba a una aldea perdida sin electricidad ni teléfono, pero que poseía en exceso lo mismo que también nos sobra hoy en día en nuestro mundo interconectado: aburrimiento.

Martin Eden: Parodia del tiempo

Martin Eden (Pietro Marcello, 2019)

Martin Eden es una parodia. No es una película especialmente chistosa, pero la clave de la parodia no es su hilaridad sino la imitación de un modelo para desbaratarlo, para revelar su constitución interna. De ahí que si alguien, por ejemplo, quiere conocer la estructura de un género, lo mejor es que se fije en su parodia. Porque quizás al estar entretenidos con la trama no prestamos atención al arsenal de trucos que cualquier obra necesariamente utiliza y con los cuales logra su objetivo; por ejemplo, hacernos llorar o asustarnos. La pregunta aquí es cuál es el objeto de la parodia. Porque no es la novela de Jack London del mismo título en que se basa el guion. Qué sentido tendría hacer una película parodiando una novela de comienzos del siglo XX, no especialmente famosa hoy en día. Parodiar a Jane Austen sería más entendible dado el éxito actual de sus novelas, y sobre todo las muchas adaptaciones al cine y a la televisión. Pero hacer una parodia italiana de una novela de un autor americano muerto hace más de cien años no es algo que parezca tener mucho interés, sobre todo considerando lo ambiciosa que es la película. No es precisamente un video hecho por estudiantes para la clase de literatura del colegio, al contrario, se trata de una película muy arriesgada formalmente.

La ambientación es lo que más llama la atención. El personaje Martin Eden se mueve a través de todo el siglo XX y esto de la manera más natural, sin que nadie repare en el asunto. El vestuario del personaje parece ser el de los años cuarenta o cincuenta, sin embargo, su enamorada y la familia de esta visten los trajes y tienen las costumbres de una familia burguesa de comienzos del siglo pasado. Martin vive con su hermana y su cuñado en un apartamento de los años setenta. Hay ocasiones en que parecen ser los años treinta o antes, y a la vez parece que nos encontramos en la actualidad. Contado así, parece ser un despelote surrealista, pero el hilo de la historia, bastante sencilla por cierto, no se pierde ni un instante. A todo esto se agrega una gran cantidad de material de archivo procedente también de todo el siglo y con las más diversas calidades: desde tomas profesionales de antiguos documentales hasta videos caseros de calidad problemática. Estas tomas, en sí mismas geniales, se intercalan en medio del montaje haciendo juego de manera extraña con las secuencias de puesta en escena. Con ello se ahonda en el carácter intemporal de la narración. Y a pesar de todo, la historia es perfectamente realista y, todo hay que decirlo, muy convencional y melodramática. Se trata de las luchas de un joven proletario para lograr el éxito como escritor. Todo está en su contra, pero con determinación y algo de suerte consigue su objetivo, solo para terminar decepcionado de todo y de sí mismo. Aunque no he leído la novela, es probable que la película siga la trama de modo muy fiel, lo cual es de todos modos algo secundario.

Porque, de nuevo, se trata de una parodia, aunque no de la obra de Jack London. El objeto del ataque paródico es difícil de caracterizar, aunque podría decirse, quizás, que es el tiempo. No el tiempo de la vida de una persona, que podría llamarse el tiempo biológico, sino el tiempo histórico, o dicho de otra manera, la “Historia” con mayúscula. No es fácil de expresar, pero la película despedaza la idea según la cual, en principio, una vida humana solo se explica en relación con un momento histórico determinado. Porque Martin Eden vive durante todo el siglo XX, y no en línea recta, pues el personaje va y vuelve en el tiempo según las circunstancias. No es que se haya trasladado la obra a una época distinta, como Ricardo III (Richard Locraine, 1995) con Ian Mckellen,  donde la obra de Shakespeare es ambientada en los fascistas años treinta. Más bien, es que el personaje no está circunscrito a ninguna época, precisamente porque se mueve con naturalidad por todas. Puede ser un obrero en los años ¿cincuenta?, ¿sesenta? y bailar en una fiesta de barrio, o asistir como invitado inapropiado a una cena de burgueses cultos de la Belle Époque. La música también va desde pop italiano de los setentas hasta música electrónica y sonidos clásicos, sin que se corresponda necesariamente con la época representada. En realidad, no es que la obra se adapte a otras épocas sino que todas las épocas le vienen bien a la obra. Y es un tema para pensar, si a cualquier otra narración o personaje no se le podría aplicar este mismo tratamiento.

Pues se supone que una época histórica es como un suelo donde se dan ciertas plantas y otras no nacen o nacen débiles e improductivas. Por ejemplo, el café no se da ni en zonas muy bajas ni muy altas, necesita de una determinada altitud entre los extremos. Sin embargo, la planta Martin Eden se da bien en todas las altitudes y bajo todos los climas históricos. Como una mala yerba, florece y da frutos lo mismo en cuidados jardines que entre ruinas. Martin goza y sufre lo mismo a finales que a comienzos de siglo, y su suerte no parece marcada por los grandes hechos históricos, sino por las circunstancias de su vida personal, sobre todo por los encuentros afortunados o nefastos.

Aunque no se trata de decir que la historia no importa y que los tiempos no cambian; precisamente el siglo XX fue un momento de cambios acelerados como ninguna otra época. Pero esto acentúa más lo arriesgado de la película. En vez de cantar la vieja canción de los tiempos que cambian sin cesar y las ruinas que quedan desperdigadas, la película invierte la perspectiva, pues si todo cambia -la técnica, las costumbres, la política-, el ser humano no cambia, al menos a un cierto nivel.

La escena final es especialmente significativa, y en cierta forma resume la película. Martin está sentado en una playa de Nápoles al atardecer, detrás y delante de él hay unas ruinas, a un lado una familia de negros se divierte -¿inmigrantes de nuestra época?-; al otro lado, unos jóvenes con uniformes charlan y juegan, parecen fascistas o militares, uno de ellos cubre con pintura unos grafitis contra la guerra. Un hombrecito apoyado en un palo pasa gritando que hay guerra, se acerca a Martin y parece preocupado por el evidente deterioro físico del muchacho. El hombrecito se va y Martin corre hacia las olas. ¿Qué guerra anuncia el viejo, la Primera, la Segunda, o es cualquier guerra?; y los fascistas juguetones justo al lado de una familia de negros tranquilos en la playa, ¿es una escena de hoy o de hace cien años?; y en qué fecha el hombre solitario sale corriendo hacia el mar.

No se habla en la película sobre la historia. La reflexión sobre el tema se ve y se oye en la pantalla, a través de las imágenes y la música. Esta película cautiva al espectador con su brillantez, pero a la vez lo obliga a pensar, no tanto en el destino de Martin Eden, sino en el tiempo sin tiempo en que vive su aventura.

Mank

Mank (David Fincher, 2020)

Es bonita Mank y se puede disfrutar por su calidad de producción, sobre todo por la evocadora fotografía en blanco y negro. Sin embargo, padece del didactismo propio del cine de pretensiones históricas. Se ven con claridad las ambiciones de divulgación en las escenas de diálogos, donde los personajes comentan la situación política del momento a nivel local y mundial, así como los intríngulis de la industria del cine en la época de los grandes estudios de Hollywood. Largas parrafadas de diálogos explicativos que parecen sacadas de un documental con partes dramatizadas de Discovery o National Geographic.

Lo peor es que las secuencias que sirven para exponer el contexto histórico le restan fuerza al drama humano del guionista alcohólico y menospreciado, que se supone que es el eje de la película. Porque aunque el argumento se base en hechos reales, en verdad se trata de la vieja fábula del artista despreciado por los poderosos que solo lo usan para divertirse con él o para explotarlo, algo así como el poeta de El rey burgués de Rubén Darío. Pero el cuento de Darío se desarrolla en un escenario ideal, como de un cuento de hadas, mientras que Mank se quiere anclar en una época concreta del siglo XX, con Hitler en el poder y los millonarios gringos defendiendo sus privilegios a toda costa. La fábula se queda corta en su valor ejemplar, mientras que la clase resumida de historia resulta muy poco para quien sabe algo del tema, o un galimatías sin sentido para quien no está enterado.

Algo adicional. No es justo proceder por comparación, pero es imposible no pensar en Ed Wood (1994) de Tim Burton al ver Mank. La amarga e irónica cinta noventera gana por mucho a la pedantería de la producción de Netflix.

Pasión, muerte y resurrección en los Andes

Retablo (Álvaro Delgado Aparicio, 2017)

La primera acepción de la palabra «retablo» en el diccionario de la Real Academia es «Conjunto o colección de figuras pintadas o de talla, que representan en serie una historia o suceso».

El retablo del que hablamos no tiene figuras pintadas o de talla, pero si es verdad que se representa una historia o suceso en serie. Cada escena de la película es un cuadro donde aparecen figuras pintorescas. Las escenas representan la historia de un joven aprendiz de artesano y sus padres en el escenario idílico de los Andes peruanos. Se ven ahí pintadas las altísimas mesetas donde viven los campesinos hablantes de quechua, las casitas de barro, los vallados de piedra, los caminos polvorientos, los maizales y los sembrados de papa. También se ven las concurridas calles de la ciudad de Ayacucho, con sus coloridos mercados. En otro momento se puede apreciar una fiesta popular llena de disfraces grotescos y bailes típicos.

No tiene caso seguir con la enumeración de cosas representadas en este retablo, pues sería interminable la lista. Lo importante es que nos encontramos frente a una especie de cuento popular lleno de personajes y situaciones reconocibles. Es probable que todos hayamos visto láminas con escenas similares colgadas en cualquier pared de la casa de un familiar anciano. No solo es característico el tema sino la forma: las figuras dispuestas de modo simétrico, a veces con el protagonista en el centro, con un cacho de cielo en el fondo que se ve a través de una ventanita. Los colores ocres de la tierra, el verde del pasto, los interiores apenas iluminados, como pinturas barrocas y, en contraste, los trajes coloridos, el fuego y las figuritas chillonas de los retablos.

Ahora bien, lo extraño de Retablo es que desde el comienzo el pintoresquismo bucólico o grotesco va quedando en segundo plano. Un dramatismo creciente invade cada escena. Puede que por momentos el cuadro parezca estático, pero siempre está emanando una energía inquietante. Es una estructura de múltiples capas en cada secuencia. Por ejemplo, vemos la reunión de una familia adinerada con mucho trago, comida y gente emperifollada hasta lo ridículo. El escultor y su hijo son recibidos con cierta consideración por la evidente simpatía de todos por el humilde artista. Pero luego se siente la tensión entre los ricos parranderos y el artesano y su hijo, que van a entregarles el retablo a la fiesta. Además está el malestar del joven con el comportamiento desvergonzado de su padre borracho. Se revela en este cuadrito una tensión social y personal que nunca se hace explícita en palabras por los personajes. Claro que a medida que avanza la película crece el conflicto y hay escenas decididamente violentas, pero permanece la estructura cuidada de las imágenes y la sutileza de los movimientos de cámara. Porque, aunque es una historia muy humana, jamás pierde su carácter ideal, como una parábola bíblica o una fábula. Si fuera un relato costumbrista o realista tendría que abandonar el marco rígido del retablo para reflejar con más exactitud el alboroto de la vida cotidiana. En la película se plantea, más que una anécdota o caso tomado del natural, una especie de drama de trayectoria ideal: un joven cae en un pozo de dudas y de odio cuando descubre que su padre, no solo bebe más de la cuenta, sino que tiene relaciones homosexuales. La situación escala a tal punto que la familia es destruida por la crueldad de la presión social. Al final, el joven descubre en el arte una forma de reconciliarse con su padre y con el mundo. No es una historia realista, es una parábola de salvación. Como en las vidas de santos representados en los retablos, que alcanzan la gloria después de pelear con dragones o de arder en la hoguera, el protagonista se levanta del pozo de rencor y de dolor en que había caído. Por eso al final cierra las puertas del retablo y da fin a la película. Curiosamente, es la rigidez pictórica de la puesta en escena la que le quita el aspecto de narración folklórica de interés etnográfico. No hay intención documental de ningún tipo, pero tampoco es un cuento fantástico. Sobre un fondo real se construye una fábula ideal de muerte y resurrección. La forma rígida y pintoresca del retablo logra que la historia supere el aspecto local y provinciano. Por eso vemos un drama terriblemente humano donde los protagonistas son graciosos muñequitos. De ahí que, una obra hablada en su mayor parte en quechua en la sierra peruana, pueda ser entendida más allá de cualquier interés por una cultura específica. El distanciamiento producido por la estética pintoresca de Retablo hace posible la presentación de un conflicto universal a partir de referentes visuales y lingüísticos de una cultura regional.

La La Land: Maniquí cinematográfico

La La Land (Damien Chazelle, 2016)

Los colores, la composición y la luz están ahí en la pantalla para quien sepa apreciarlos. Los diseños de la ropa y del mobiliario tienen el encanto de parecer sacados de otra época sin que se pueda saber cuál, pues aunque la película se desarrolla en la California de hoy, la ambientación, y sobre todo el vestuario, tienen un extraño aire anacrónico que le agrega interés visual a la obra. Y por supuesto que la música es pegajosa, ya sea en las partes movidas o en las melancólicas. Tanta calidad termina por ser un defecto, ya que hace más dura la desilusión de no encontrar vida en este colorido y sentimental planeta cinematográfico que es La La Land. La imagen que representaría a este exitoso musical de Hollywood es la de uno de esos voluptuosos maniquíes que exhiben lencería en las vitrinas de las tiendas. La vista puede llegar a engañarse por un momento con las anatomías hiperrealistas de las muñecas, pero no hay necesidad de recurrir al tacto para descubrir que solo hay plástico y aserrín donde debería haber carne. Al ver la película de Chazelle, y sobre todo al pensar sobre ella no se descubre nada tras la brillante fachada. Es un comercial de perfume o un video musical demasiado largo.

Glamuroso aburrimiento

Somewhere (Sofia Coppola, 2010)

Stephen Dorff, el protagonista de Somewhere, podría haber sido parte de la saga de Rápidos y furiosos (The Fast and the Furious). El papel que interpretó el difunto Paul Walker le habría venido de maravilla y quizá su carrera hubiera despegado con más fuerza. Pero el caso es que Somewhere podría entenderse como el lado oculto de las populares películas sobre delincuentes heroicos a bordo de carros súper veloces. La película de Sofia Coppola se puede definir como “los tiempos muertos de un macho rápido y furioso”, aunque el personaje es en realidad un actor de éxito que trata de sobrevivir al aburrimiento en un famoso hotel de Los Ángeles (el Chateau Marmont). El personaje maneja su Ferrari, se acuesta con modelos, bebe, juega, trata de ser un padre cool para su hija y atiende fastidiosos compromisos publicitarios, pero sobre todo… duerme, o lucha contra el sueño, pues vive en un perpetuo estado de somnolencia que termina por transmitirse al espectador.

Quien esté picado del morbo farandulero puede disfrutar del lujo vulgar del Hollywood actual que se exhibe en Somewhere, quien no esté tan interesado en la vida de las estrellas es probable que encuentre insustancial la sucesión de escenas de la cotidianidad de los millonarios, sin escándalos, sin venenos y sin balazos.

Quizás Vin Diesel, con su voz de dibujo animado y su varonil calvicie, hubiera resultado más carismático en el papel de la triste y aburrida estrella, un héroe trágico a quien ni todas las prostitutas del mundo podrían hacer feliz.

El pecado de Scorsese: La última tentación de Cristo

La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, Martin Scorsese, 1988)

Siglos y siglos de pintura y escultura han definido nuestra visión de la Biblia y sobre todo de la figura y hechos de Jesucristo. Las imágenes sacras no estaban encerradas en museos, sino que se exhibían a la vista de todo el mundo en capillas y catedrales, y también ilustraban Biblias, libros de oraciones y textos escolares. En el siglo XX, el cine y la televisión acabaron de moldear la forma en que concebimos la historia sagrada a nivel visual y sonoro. Sin embargo, al menos en los países católicos, son las celebraciones y representaciones de Semana Santa que se escenifican cada año en muchos barrios y pueblos las que mandan la parada en lo que a imaginario popular se refiere. Por supuesto que tales espectáculos callejeros se inspiran en los cuadros religiosos y puede que hasta en las películas, en tiempos más cercanos, pero hay un tono, a la vez muy artificioso y muy auténtico, que es característico de esas procesiones callejeras con un vecino barbado cargando una cruz y con soldados romanos engominados y de tenis. La pasión, muerte y resurrección de Jesús queda teñida por los colores chillones de las telas baratas de las túnicas, las espadas y yelmos de plástico, así como la infaltable lluvia, que obliga a que Cristo sea atado a la cruz bajo un paraguas.

La mezcla de lo vulgar y lo sagrado es propia de toda religión multitudinaria. Una de las consecuencias que tiene el espectáculo de las procesiones y puestas en escena callejeras es que todos terminamos por conocer la historia, al menos en líneas generales, y por esperar un determinado tipo de recreación visual: Cristo de barba, la Virgen llorosa, ángeles rubios, san Pedro calvo y todo lo que se quiera. Quizás el encanto que tiene El Evangelio según San Mateo (Il Vangelo secondo Matteo, 1964) de Pier Paolo Pasolini es conservar la grosera rigidez y además cierta torpeza de la representación callejera tradicional, en su versión cinematográfica de la vida de Jesús. Un ejemplo de ello es la decisión de poner a un estudiante ateo sin experiencia previa a interpretar al Salvador. El muchacho se mueve de acá para allá, entre ruinas medievales y extras desconcertados, con música clásica de fondo. El hecho de que ni siquiera intente actuar es parte del éxito de la película, porque conserva el necesario amateurismo y tono naif de cualquier espectáculo parroquial, sin la dramatización hollywoodense o telenovelesca de otras versiones, como la conocida Jesús de Nazaret (Jesus of Nazareth, 1977) de Franco Zeffirelli o La pasión de Cristo (The Passion of Christ, 2004) de Mel Gibson, o cualquiera de las películas que se han hecho desde los comienzos del cine. Diálogo pomposo, música efectista y recreación de murales y lienzos renacentistas o  del academicismo decimonónico son ingredientes infaltables de la receta del cine bíblico. Con sus defectos y virtudes, todas las películas evangélicas siguen la estela de La vida y la pasión de Jesucristo (Vie et Passion de Jésus-Christ) de Ferdinand Zecca & Lucien Nonguet, película de 1907, que recrea cuadros famosos de la historia del arte en las temblorosas imágenes del cine recién nacido. La idea es impresionar al público con el prestigio de la tradición pictórica y transmitir un mensaje no menos tradicional. La diferencia de la película de Pasolini es que apela a referentes más populares para recrear su Evangelio y no agrega drama a la sencilla narración bíblica.

Al comienzo de la película de Scorsese aparecen estos dos textos. El primero es una cita de Nikos Kazantzakis, autor de la novela adaptada, y el segundo es una advertencia de los realizadores sobre la relación de la cinta con el Nuevo Testamento.

“La  doble  sustancia  de  Cristo  ha  sido  siempre  para  mí  un  misterio profundo e   insondable; el anhelo del hombre, tan humano, tan sobrehumano, de llegar hasta Dios (…) mi  angustia  primera, la fuente de todas mis alegrías y de todos mis desasosiegos, ha sido  ésta:  la  lucha  incesante  y despiadada entre el espíritu y la carne (…) y mi alma era el campo de batalla donde estos dos ejércitos en conflicto se enfrentaban y se unían”.

“Esta película no está basada en los Evangelios sino en esta exploración ficcional del eterno conflicto espiritual”

La película pretende ser una reflexión sobre el problema de la lucha entre el espíritu y la carne y para ello utiliza la figura de Jesús. No es una obra hecha para ayuda de los catequistas de niños ni para entretenimiento de feriado de Semana Santa, pero tampoco es una reconstrucción pretendidamente exacta de la vida en el Medio Oriente hace dos mil años. Parece incluso que no se reduce al cristianismo el problema filosófico, sino que toma una perspectiva mucho más universal, que no se circunscribe a ninguna tradición cultural específica.

Con todo, lo que vemos es una versión de la vida de Cristo un poco despegada de los Evangelios, aunque sujeta a ellos en lo sustancial, y con una puesta en escena que no se separa nunca de la tradición cinematográfica del cine bíblico. La tortura interna del protagonista se pone en escena, casi siempre, a través de largos diálogos en plano contra plano; coloquios confusos donde se conversa sobre esta vida y la otra, literalmente. Lo demás son efectos visuales de mal gusto, propios de una cinta de terror de bajo presupuesto, y también juegos de estilo típicos de Scorsese, que no aportan mucho al desarrollo del problema planteado al comienzo. El dinamismo de la cámara y del montaje resulta inadecuado en una obra pretendidamente reflexiva y profunda. El interés costumbrista en los detalles, tan importante en el cine del director neoyorquino, se hace imposible en un territorio y una época que apenas si conoce, de ahí el convencionalismo y la poca expresividad de la ambientación y el vestuario.

El esfuerzo didáctico de La última tentación de Cristo es notable, y por lo mismo tan evidente su fracaso. Siempre que se trata de enseñar algo que no se sabe, o que no se entiende con suficiente profundidad, se cae en la pedantería y a veces en la cursilería.

El problema del conflicto entre cuerpo y espíritu, o el del hombre en busca de Dios, puede ser muy importante, o no tanto, según a quien se le pregunte, pero resulta una vana exposición de sabionderías si no se ha estudiado con profundidad y rigor. La película de Scorsese tiene un nivel intelectual de mesa de bar, y sus personajes y trama parecen diseñados por un televidente asiduo de los documentales de History Channel sobre los evangelios apócrifos. Lo único que queda es la gracia visual de unas cuantas tomas, que resultan insípidas si se comparan con otros trabajos del director.

Es increíble que la adaptación de la novela de Kazantzakis fuera el proyecto más largamente preparado por Scorsese, y su obra más polémica. La verdad es que puede muy bien servir para pasar una tarde de Viernes Santo, viendo a Willem Dafoe gesticular, en lugar de ir a ver al cura hacer lo propio en el altar.

Alegoría del fascismo

Vincere (Marco Bellocchio, 2009)

Vincere es una película histórica hecha con una calidad excepcional en todos los aspectos. Destacan, sin embargo, las actuaciones de Filippo Timi, que interpreta a Mussolini y luego a su hijo, pero sobre todo la de Giovanna Mezzogiorno, que da vida a una tal Ida Dalser, la desgraciada amante del Duce, antes de que se convirtiera en el Duce. El futuro dictador era un militante socialista opuesto a la guerra, pero más tarde se suma fervoroso a la contienda y termina fundando el partido fascista y llegando al gobierno en pocos años. Su amante lo sigue con ardor durante todo su proceso, solo que el líder corta la relación y la abandona a ella y a su hijo.

La historia, dramática y cada vez más pesadillesca, puede entenderse como una crónica muy humana acerca de un olvidado personaje secundario en un contexto de dimensiones internacionales, pero también como una alegoría, en la que una mujer (el pueblo) cae en la locura debido a la atracción irracional por un tirano carismático, que sería lo que le sucedió a Italia durante el fascismo. Este salto de la narración de una triste aventura privada, a la encarnación en un personaje de toda una nación no funciona bien del todo.

La historia de la mujer, luchando por recuperar su lugar, no parece muy creíble, ya que la relación madre e hijo no está bien desarrollada. Además, el retoño del Duce no aparece con un perfil claro hasta casi el final, lo cual hace que el espectador no entienda su conflicto. Todo indica que la apuesta política de la película, que es una denuncia de los efectos perversos del fascismo a nivel moral en la sociedad italiana, hizo que el desarrollo del drama personal de los protagonistas perdiera importancia. El propio Mussolini ya solo aparece, durante más de media cinta, en los documentales de propaganda que ve la angustiada y atolondrada ex amante. El líder desaparece de escena y se convierte en un fantasma.

Vincere merece ser vista en su totalidad, pero es su primera parte, con el joven y desconocido Mussolini, la que resulta más sorprendente y memorable. La parábola antifascista restante está bien, pero adolece de un didactismo a veces pesado.

La heroica ilusión del cine

La última orden (The Last Commnad, Josef Von Sternberg, 1928)

El día de su muerte preguntó repetidas veces si su estado producía algún alboroto en el exterior; y pidió un espejo, y se hizo arreglar el cabello para disimular el enflaquecimiento de su rostro. Cuando entraron sus amigos, les dijo: “¿Os parece que he representado bien esta farsa de la vida?” Y añadió en griego la sentencia con que terminan las comedias: “Si os ha gustado, batid palmas y aplaudid al autor”

Suetonio – Vida de Augusto

Nada como ver una buena película muda para curarse del fastidio cinematográfico del presente. Ante todo para descubrir, una vez más, que el cine es el mismo casi desde el comienzo, y que los cambios que se han producido son necesariamente secundarios.

La última orden es una película barroca por la fotografía, los movimientos de cámara, la escenografía, el vestuario y la actuación, en particular de su protagonista, el histrión alemán Emil Jannings. Pero el esplendor fílmico no es un estilismo del director para sazonar un melodrama pseudohistórico. Porque la supuesta realidad de los personajes es tan fantasmagórica como la ilusión cinematográfica en que también participan.

Un importante general zarista termina exiliado trabajando en Hollywood como extra, después de la revolución. Un director ruso que filma una película sobre los hechos de 1917 lo contrata para representar a un general en medio de una batalla con sus soldados sublevados. Como se ve, el general se va a representar a sí mismo en un decorado cinematográfico con las cámaras rodando. Pero no es el único caso de superposición de realidad y representación. Años atrás, durante la guerra, las tropas se disponen en una parada reluciente para el zar, mientras son derrotadas en combate. Una actriz, que actúa para los soldados, es en realidad una revolucionaria, que termina por hacer el papel de alegre cortesana del general mientras triunfa la revolución. Luego, la misma mujer, se pasa al bando rebelde y humilla a su amante, solo para ayudarlo a escapar. El mismo director de la película (dentro de la película), que ahora es un tiránico director de cine en Estados Unidos, era en el pasado un revolucionario. Es como si las convulsiones de la historia obligaran a cada cual a representar un personaje diferente según el cambio del escenario. De ahí la genialidad de mostrar los escenarios “reales” igual de artificiosos a los sets de cine, o que una cola de pobres esperando un plato de sopa en Rusia sea igual de agobiante a la fila de extras agolpados frente a las puertas de un estudio de Hollywood en busca del jornal.

La secuencia final es memorable. El general se representa a sí mismo en una trinchera de utilería y se imagina a unas turbas de revolucionarios que avanzan por entre las alambradas mientras cae envuelto en la bandera zarista. La ilusión del cine se mezcla con la ilusión de su mente, además, por supuesto, de la ilusión de la película que vemos nosotros. La fuerza de las imágenes no se puede explicar, ese es precisamente su gran mérito. No se puede negar, sin embargo, el impacto que produce una visión muy amarga del cine, no solo como negocio, sino como medio, como espectáculo. La enajenación del personaje es comparable a la enajenación del espectador, seducido y traicionado como el general.

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