La petulancia

“En rigor en la frase ‘el hacha’, tanto el artículo como el nombre son femeninos. Los artículos ‘el’ y ‘la’ son la transformación fonética de los demostrativos latinos ‘ille’, ‘illa’, o mejor dicho, de sus acusativos ‘illum’, ‘illam’, según las reglas de cambio de sonidos formulados por la ciencia. El artículo femenino antiguo fue ‘ela’. Decíase ‘ela casa’, ‘ela duenna’, ‘ela agua’, ‘ela águila’, y por repugnar al genio de la lengua española (si tal genio existe) la duplicación de vocales, se suprimió en voces como ‘ela agua’, ‘ela águila’ el ‘a’ final del artículo. De modo que cuando se dice ‘el alma’ en rigor se conserva el artículo femenino apostrofado. La ‘e’ del artículo ‘ela’ desapareció por elisión como ha desaparecido en otros vocablos”.

Baldomero Sanín Cano (“La enseñanza del idioma”)

Para la mayoría de nosotros es difícil entender este párrafo, pero es en estos términos o similares que se debe hablar de asuntos relacionados con la lengua. Sentar cátedra en cualquier sentido basados en preferencias personales o en la autoridad de Google no es más que petulancia.

El juez de la horca es don Quijote

El juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean, John Huston, 1972)

El juez de la horca cuenta la historia del bandido Roy Bean, quien, a fines del siglo XIX, liquida a los maleantes que regentan un macabro burdel en medio del desierto de Texas. El forajido se autoproclama juez del lugar y funda un poblacho con los residentes mexicanos, algunos criminales en fuga y varias prostitutas. Con el tiempo la aldea crece y el progreso arrincona a los viejos pioneros. Incluso descubren petróleo en la región, y la civilización al fin derrota a la barbarie, que termina siendo un cuento para entretener turistas.

Este relato, ficticio o real, es la sinopsis de un western más o menos tradicional, con sus balaceras, juegos de póker, conflictos entre mandamases, villanos diabólicos, etc. Pero, en verdad, El juez de la horca es una burla a todo lo que significa el género del oeste.

Desde el comienzo se dice que quizás las cosas no fueron como se cuentan, pero deberían haber sido así. Y la puesta en escena deja claro que no es el realismo lo que se busca. Diversas voces en off narran la historia o la comentan. Los estereotipados personajes entran y salen de escena como en un espectáculo de títeres. Pero lo más característico es el propio juez. Un curtido hombre lleno de opiniones sobre todo: la ley, el progreso, la civilización, la dignidad, el honor, la paz, la justicia, la vida y la muerte. El tal juez es en realidad un don Quijote, con su forma sentenciosa de hablar y sobre todo su idea grandiosa de sí mismo. Para que no le falte nada, tiene hasta una Dulcinea en la forma de una diva de ópera a la que nunca ha visto u oído, pero de la que está sinceramente enamorado, y empapela su local con carteles con la cara de la estrella. “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”*. He aquí el lema del melancólico juez.

Dulcinea es Ava Gardner, lo cual tiene sentido, pero don Quijote es Paul Newman, en un papel sorprendente, sin nada de su imagen de galán traumatizado.

Sin embargo, este don Quijote muere como caballero, y parece que triunfara al final, solo que su legado civilizador queda reducido a una tienda de suvenires en el desierto.

*El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda parte, capítulo XVII

Un comentario sobre el cuento «La distancia entre los árboles» de la joven escritora colombiana Lina María Parra Ochoa

La distancia entre los árboles  (Lina María Parra Ochoa, 2018)

Todo sucede en la mente de la protagonista. Se narra lo que ella ve, se describen sus sentimientos, sus ideas, sus recuerdos y sus predicciones. Pero nada es dicho por la protagonista sino por una voz narrativa que todo lo sabe.

Sorprende un poco que no se use la primera persona en una narración tan personal. Sabemos lo que ve, oye y huele la joven veterinaria. Sabemos de sus razones para aceptar el trabajo en la empresa constructora de una hidroeléctrica en una zona selvática. Conocemos sus sentimientos de angustia frente a la naturaleza arrasada. Entendemos su cansancio y su hartazgo con la inútil tarea de salvar animales condenados a morir en medio del dolor. La voz que todo lo sabe nos informa con un nivel de detalle que sería, quizás, inverosímil para una primera persona.

Pero no son únicamente los detalles de la narración lo que es expresado de modo clarísimo. El mensaje del relato se declara con no menos decisión. No hay misterio. La veterinaria encargada de salvar animales silvestres realiza el único acto honesto de su vida laboral: matar un espécimen destrozado por la furia de las motosierras de la empresa constructora. La tragedia es que tiene que incumplir su deber para ser fiel a sí misma. «Sabe que hizo lo correcto, sabe que de haberla declarado, los asistentes se hubieran llevado a la cría y la hubieran dejado agonizar días enteros sin misericordia, por políticas de la compañía que no puede matar animales en sus proyectos de expansión».

Es un acto de liberación para el animal y para ella, pero a la vez de una tristeza irremediable. El único futuro es la muerte, y, por raro que parezca, casi la única esperanza. «Se sienta al pie del árbol, quiere disfrutar un momento de la sombra, de la oscuridad de la selva. Piensa en que si se queda allí, lo de afuera se detendrá. Deja de oír las motosierras, se concentra en los movimientos que se intuyen entre las ramas, trata de darle un nombre de pájaro a cada canto, a cada gorjeo. Pero finalmente Estefanía, en la selva, sabe que todo lo que la rodea se muere de a poco, igual que ella al pie de ese árbol».

La voz narrativa es la que hace que en un cuento tan sensorial se respire cierta frialdad, y eso a pesar del calor que sufre la protagonista. Porque Estefanía no aparece en escena. Se trata de una especie de lente que permite que veamos los objetos que nos presenta la narradora (o narrador). Y esta voz omnisciente lo único que quiere es llegar lo más rápido posible a su triste conclusión acerca de la vida de la protagonista y de la vida en general. Las experiencias confusas y dolorosas del relato funcionan como proposiciones de un razonamiento, algo así como un silogismo. El ruido del árbol al caer, el sudor en el cuerpo, el insulto recibido con resignación son escalones que llevan de manera inexorable a la dolorosa reflexión final. Por eso tiene que desaparecer la voz de la protagonista, porque el cuento La distancia entre los árboles no es la narración de una anécdota o la confesión de una mujer, es más bien un ejemplo para ilustrar una idea: la vida es una cosa lamentable donde todas las virtudes son despreciadas y la verdad es solo una ilusión. A veces se puede pensar, leyendo el relato, que el mundo puede tener un aspecto positivo, sobre todo el hecho de que existan cosas reales que se pueden ver, tocar y oler, aunque sean terribles. Pero en el cuento las cosas solo aparecen como imágenes en la mente de la protagonista, imágenes que la narradora expone con rapidez y seguridad, en oraciones cortas. No son estas realidades importantes, lo único relevante es demostrar la tesis de la obra. Es una pieza de oratoria que va dirigida a convencer al oyente, y para lograrlo debe conmoverlo con una parábola sobre la pobre muchacha que perdió la alegría en el monte, un día que tuvo que matar un pequeño marsupial para salvarlo.

Enlace para leer el cuento: https://bienestaruniversitario.medellin.unal.edu.co/cultura/378

Parra Ochoa, L. M. (2018). Malas posturas. Medellín: Editorial EAFIT.

El feo mundo de la belleza The Burnt Orange Heresy

Una obra maestra (The Burnt Orange Heresy, Giuseppe Capotondi, 2019)

La malicia inherente al mundo del arte es el centro de este drama de misterio que cuenta en su reparto con el mismísimo Mick Jagger, en el papel de un excéntrico “art dealer” que invita a su villa del norte de Italia a un crítico de arte casi arruinado. El tipo acepta y se lleva de acompañante a una joven gringa, medio aventurera o medio turista, que acaba de conocer. La misión para el crítico es descubrir la última obra que está haciendo un viejo pintor que se hizo famoso cuando su obra se quemó en París en 1968. Las fotos de los marcos calcinados de sus lienzos solo con una nota se hicieron célebres. Desde entonces el artista no ha mostrado nada, y Mick Jagger quiere que el crítico descubra lo que el viejo guarda en la casa donde le permite vivir, cerca de su lujosa mansión. Hasta aquí la cosa funciona con su mezcla de personajes de base realista en una situación más bien inverosímil, pero luego todo se transforma en un thriller psicopático de aire noventero que parece otra película, con el pobre diablo crítico convertido en un verdadero diablo y la mochilera descerebrada transformada en una doncella ofrecida en sacrificio en un ritual macabro al dios de la ambición. Suena exagerado, pero quien lo vea lo entenderá.

Es curioso que el actor protagonista sea Claes Bang, el mismo de The Square (Ruben Östlund, 2017), la premiada película sueca donde  interpreta al director de un museo. Aquí también el tema es el mundo del arte, al menos en principio, pero mientras en la cinta de Östlund el humor negro con ciertos toques surreales sirven para profundizar en el tema, a la vez que divierten bastante, en Una obra maestra, el juego con el género del thriller resulta forzado. El asunto del arte viene a ser un pretexto, casi un McGuffin, que hace que la trama avance y se torne cada vez más escabrosa. Con una violencia sin sentido, pues no se corresponde con lo que sabemos de los personajes. Además, la crítica al negocio del arte es confusa. Al principio se sugiere que todo el negocio de galerías y museos consiste en vender humo, algo así como una elaborada estafa que se aprovecha del esnobismo y la cursilería del público. Pero luego se sazona la trama con crímenes de naturaleza violenta de los que no se puede culpar al insensato y ridículo mercado artístico.

En su primera parte la película se puede disfrutar, aunque no sea la gran cosa: un drama bien actuado en un escenario de elegancia decadente. El resto se puede ver aumentando la velocidad si a alguien le interesa saber cómo termina.

Martin Guerre: un viejo conocido del siglo XVI

El regreso de Martin Guerre (Le retour de Martin Guerre, Daniel Vigne, 1982)

La historia de Martin Guerre ocurre en el siglo XVI en el sur de Francia. Un extraño enredo que involucra confusión de identidades, conflictos económicos, problemas familiares, costumbres sexuales, creencias religiosas, superstición y muchas otras cosas. El material para una tesis doctoral. De hecho, el guion se basa en el libro de una historiadora que investigó los documentos del proceso judicial relacionado con el dicho Martin Guerre. Lo importante, desde un punto de vista histórico, es que se ahonda en la vida de campesinos comunes, no de reyes o papas.

Pero no es una película donde se explote el exotismo del pasado. Podrá ser un mundo muy diferente al nuestro en muchos sentidos, sobre todo en el aspecto tecnológico y en las costumbres familiares, pero extrañamente los personajes son seres humanos normales, es decir, su manera de reaccionar ante las diversas situaciones no parece ni sobrehumana ni infrahumana, o dicho de otra manera, no son héroes o monstruos de leyenda. Por eso no es una exhibición de rarezas de la peculiar gente de hace cinco siglos, sino un drama protagonizado por personas más o menos parecidas a nosotros. Este logro se produce al utilizar una puesta en escena que no abusa de efectos de ningún tipo para hacer sentir al espectador como un viajero en el tiempo, que es lo que casi siempre sucede con el cine histórico. Un ejemplo: en un cierto momento del interrogatorio a la esposa de Martin, el juez le pregunta por qué cree ella que su joven esposo era impotente para consumar el matrimonio. La campesina contesta con toda tranquilidad y convicción que era porque había sido embrujado. Para curar el mal se someten ambos a una serie de rituales. Es como si a una pregunta similar en la actualidad hubiera contestado que el estrés era la causa del mal desempeño sexual del muchacho. En el mundo en el que ella vivía la brujería era una realidad. La película no muestra la creencia en hechizos bajo ninguna luz misteriosa o patética, ni a nivel visual ni en la actuación ni en los diálogos.

Por lo general, el cine histórico lo que pretende es modernizar a los personajes para hacerlos cercanos, haciéndolos hablar con modismos actuales, por ejemplo, o comentando temas de moda, en una calle de la antigua Roma. O el caso opuesto, presentar seres de otro planeta sin ninguna relación con el mundo de hoy. Martin Guerre es sobre personas como nosotros, pero diferentes, como todo el mundo.

Comentario a un cuento de Carlos Arturo Truque (1927-1970), escritor colombiano

Vivan los compañeros (Carlos Arturo Truque, 1954)

El cuento Vivan los compañeros de Carlos Arturo Truque es una oración invocando al futuro socialista. La paz llegará de la mano de la justicia y de la ilustración después del sacrificio de muchas vidas. El futuro esperado ocupa el lugar de Dios en la súplica del creyente en la revolución.

Es curioso que si se mira la historia que se narra podría pensarse en el guion de una película de acción con elementos del subgénero de “supervivencia”, donde un individuo o un grupo tienen que sortear los ataques de los enemigos o las dificultades de la naturaleza, siempre en condiciones de extrema vulnerabilidad. Una partida de guerrilleros pierde a cinco de sus hombres en un combate con el ejército. El grupo llegó a tener cien miembros y ahora son solo veinte. Además de los muertos, uno de los combatientes es herido en la última escaramuza, y deben cargarlo hasta encontrar el campamento del grupo de “bandoleros” de los llanos al que planean unirse. Son los años cincuenta (se dice directamente que el presidente es Laureano Gómez) y la guerra entre los partidos está en su peor momento. Durante la fría noche la tropa cabalga y el narrador –“el Estudiante” – recuerda a sus compañeros muertos, campesinos pobres víctimas de crímenes atroces. Los vejámenes sufridos los han lanzado a la guerra, a diferencia del Estudiante, que ha entrado en “la chusma” por idealismo. Pero ahora él también tiene muertos que vengar. El dolor los mantiene a todos en armas aunque dudan de las posibilidades de éxito de su causa. La brutalidad de la guerra genera una dualidad en los hombres. Cuando sus comandantes le sugieren al Estudiante que abandone la guerrilla y vuelva a su hogar, la vida de antes de la Violencia vuelve a ellos y también al Estudiante. Pero la guerra es el único camino, aunque deshumanice a los luchadores.

Aquí es cuando aparece la figura del moribundo compañero. Florito es un guerrillero analfabeta que quiere que el Estudiante le enseñe a leer. Tirado en el suelo de una choza del campamento, con el último aliento recita la frase que su improvisado profesor le escribe en una pizarra: “Vivan los compañeros”. El hombre muere al mismo tiempo que comienza a salir el sol. La tristeza hace que su humanidad se recomponga: “el regreso a mí mismo, como compensación tardía de esa dualidad del hombre y su camino” (p.56). La larga noche de huida ha dejado al narrador cansado y lleno de dudas. Lo único que le queda es pelear para que el sufrimiento de sus camaradas no sea en vano. Sin embargo, la muerte de Florito, haciendo el último esfuerzo para aprender a leer, representa un rayo de luz en la lucha revolucionaria. Ahora no son los agravios sufridos los que impulsan la causa, es la esperanza de un futuro donde todos sepan leer y escribir y nadie muera a balazos lejos de su tierra. De este modo, la dualidad entre el hombre y su camino desaparecería. Es literalmente la muerte como motivo de esperanza, ya que los muertos son semilla de un futuro donde no habrá dolor. El relato es una oración que habla del futuro pero que se dirige al presente para que los luchadores no pierdan la fe en medio de las tribulaciones y comprendan la justicia de su causa, más allá de personales deseos de venganza.

La habilidad es notable al convertir el relato de una anécdota de la vida guerrillera en una profesión de fe socialista. Una crónica de guerra transformada en canto a la educación como instrumento de liberación de los oprimidos. Pero este es el problema del cuento como tal cuento. Los personajes, las descripciones, los diálogos, los monólogos internos, y todos los elementos de la narración son usados para transmitir una idea y un sentimiento al lector: la fe en la revolución. El Estudiante, Florito, Barrera, Osorio, el negro Ayala, los morichales, el llano, el río, los fusiles y los caballos; todo pierde interés propio y sirve solo como pieza de una máquina que debe producir un determinado efecto en el lector. Nada de imaginación, nada de reflexión. El mensaje oscurece a la obra, a pesar de la claridad de la prosa. A mí me viene a la mente un cura en Viernes Santo predicando las Siete Palabras, en el momento en que dice: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” o “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. En este punto todos debemos caer de rodillas o al menos bajar la cabeza para disimular el bostezo.

Truque, C. A. (2010). Vivan los compañeros. En C. A. Truque, Vivan los compañeros. Cuentos completos (pp. 47-56). Bogotá: Ministerio de Cultura.

Cuarentena voluntaria en Roma

Tú y yo (Io e te, Bernardo Bertolucci, 2012)

Tú y yo tiene el extraño honor de ser la última película de Bertolucci. Esta circunstancia le concede un cierto aire misterioso, desde el punto de vista cinéfilo, a lo que no es más que un sencillo melodrama. Tiene además otra peculiaridad. Bertolucci realizó su último trabajo en silla de ruedas. Otros directores famosos han filmado en la vejez con graves problemas físicos. Se pueden mencionar  los casos de John Huston en Dublineses (The Dead, 1987) y Luchino Visconti en Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974). Quizás haya otros ejemplos, pero resulta llamativo que tanto Dublineses como Confidencias sean películas que transcurren en buena medida en un solo escenario, con un cierto ambiente  claustrofóbico. Esta preferencia por rodar en un solo espacio se debe, en parte al menos, a la limitada movilidad del realizador. Es el mismo caso de Tú y yo, donde los dos personajes protagónicos pasan la mayor parte del tiempo encerrados en un sótano. Pero a diferencia de las películas de Visconti y Huston, que son obras muy personales y que ocupan un lugar destacado dentro de sus filmografías, la cinta de Bertolucci es un trabajo menor en el conjunto de su cine, aunque no por ello despreciable. Sin embargo, sea cual sea el juicio sobre Tú y yo, es indudable que es una producción pequeña, casi familiar, comparada con la mayoría de las películas del director. El contraste es significativo si se piensa en el tamaño de los escenarios de otras películas de Bertolucci, como El cielo protector, El último emperador, La luna, Novecento, El conformista, La commare secca, etc. Porque el director italiano se destacó por la observación cuidadosa de los dramas de sus personajes, solo que muchas veces estas criaturas se movían por unos decorados y unos exteriores de dimensiones épicas, ya sea el desierto del Sahara, la Ciudad Prohibida de Pekín, una hacienda del norte de Italia durante medio siglo XX, o toda la ciudad de Roma. Lugares donde la historia con mayúscula resonaba.

En su última película, en cambio, no solo el escenario es estrecho, sino las ambiciones de la narración. La ciudad de Roma apenas si se insinúa, pero es que el resto del país y del mundo desaparecen por completo. No es que sea un defecto, pero sí sorprende el cambio de tono de la película con respecto a la mayoría de la obras del director.

La historia es sencilla. Un adolescente aprovecha una excursión del colegio para esconderse durante una semana en el sótano de su edificio. Gasta el dinero del viaje para aprovisionarse y poder pasar una semana encerrado leyendo novelas de vampiros, oyendo música y tragando papitas y gaseosa. Una cuarentena voluntaria que parece ideal para un muchacho que tiene tanta ansiedad social como granos en la cara. Sin embargo, la llegada inesperada de su drogadicta hermana, a quien no ve hace años, le desbarata los planes. El solitario y egocéntrico adolescente se transforma en enfermero de una destruida y maleducada chica bohemia. Aunque el cambio parecía negativo, al final se sugiere que el adolescente recupera algo de interés por el mundo exterior y su hermana supera la crisis. Aunque el futuro se muestra incierto, sobre todo para la chica, el mensaje es esperanzador.

Tú y yo es una película bien narrada, con buenas actuaciones y hasta con una banda sonora que incluye a David Bowie cantando en italiano uno de sus temas más famosos. Pero es una película ligera. Tiene un tono parecido al de ciertas producciones dirigidas al público juvenil como Ciudades de papel o El sol también es una estrella, o a series de colegiales problemáticos como Skins o Euphoria.

Resulta curioso que en una entrevista Bertolucci dijera que su intención con Tú y yo era hacer un episodio de Arrested Development, la exitosa comedia gringa sobre una familia muy problemática. Porque podría pensarse que era un chiste del director, cuando en realidad estaba siendo completamente honesto. Tú y yo es una pequeña obra amable que trata temas muy duros. Quizás no sea tan famosa como debiera por el simple hecho de ser una producción italiana, y el público juvenil es anglófilo, aunque vea las películas dobladas.

Jesucristo mafioso

Mean Streets (Martin Scorsese, 1973)

Mean Streets presenta dos estilos diferentes y casi opuestos. Por un lado, el tono documental de las escenas callejeras y de la cotidianidad barrial de Little Italy en Nueva York, con secuencias que parecen filmadas para hacer parte de un reportaje. Y por otro lado, escenas estilizadas, con tomas cuidadosamente encuadradas y movimientos de cámara complicados, todo lleno de una iluminación expresionista, en general marcada por un tono rojizo. Lo mismo sucede con la música, que en algunas escenas compite en protagonismo con las imágenes, por su sonido vibrante y hasta estridente –se trata de rock y blues en su mayoría-, mientras que en otros momentos la banda sonora son los ruidos de la ciudad o la apagada canción que suena en un radio, cuando no es el silencio que le deja todo el protagonismo a los diálogos.

Estos contrastes señalan dos momentos de la trayectoria del personaje protagonista, que se mueve entre la vulgaridad de su cotidianidad y la vida imaginaria a la que aspira. Por un lado, es un muchacho de barrio que trata de encontrar su camino en medio de una gran confusión. Por otra parte, es un aspirante a mafioso que se da aires de gran “capo” con sus amigos del bar. Viste como un señor, siempre con corbata, y se ocupa de sus asuntos fingiendo varonil desparpajo. Sus compañeros siguen más o menos el mismo patrón, con la excepción de Johny Boy (Robert De Niro), un desequilibrado que no respeta las reglas no escritas del código callejero, aunque vive inmerso en el barrio, a pesar de su condición un tanto marginal. Charlie (Harvey Keitel) (el protagonista), además de sus delirios gansteriles, carga con una conciencia religiosa torturada que lo obliga a hacer el papel de redentor de sus semejantes, o al menos intentar ser un san Francisco de esquina, que se compadece de las desgracias del projimo, en vez de dejarse llevar por el cinismo de su entorno. Pero no le va mejor como santo que como mafioso. En las escenas de la iglesia, habla con Cristo y le expresa su drama íntimo, en unas tomas extrañamente artificiales, que parecen sacar al personaje de la realidad. Pero luego todo termina en unas grotescas peleas y balaceras. En realidad, Charlie lo único que hace es hablar, pues casi siempre es incapaz de actuar. Su inutilidad es síntoma de su desconexión con la realidad.

Sin embargo, es importante decir que la película no se burla del personaje. La incongruencia de su existencia es observada de un modo comprensivo, sin exaltarlo, pero sin convertirlo en un caso patológico o en una marioneta ridícula. Al fin y al cabo tanto Charlie como los demás, incluida su novia (único personaje femenino) son seres humanos que tratan de hacer algo con sus vidas tomando como material lo que les ofrecen las calles en que han crecido, y entre otras cosas, es claro que juegan un papel importante la familia, la lealtad mafiosa y el catolicismo. Se puede intentar dejar todo atrás y empezar de nuevo, como trata de hacer la joven amante de Charlie, pero es muy difícil. Los otros personajes se adaptan como pueden, aunque sin lograr el éxito, como el fracasado delincuente que se viste y actúa como un mafioso de El Padrino, aunque todo le sale mal. O caer en la locura desesperada de Johny, que no puede terminar bien de ningún modo. Y está la opción religiosa de Charlie, que resulta ser la más extraña, y que tampoco soluciona nada.

El final sangriento coincide con una celebración popular donde los parroquianos cantan tonadas folklóricas. El horror y el pintoresquismo superpuestos. La fuerza poética de la película de Scorsese se podría entender haciendo un símil con una de esas estampas religiosas donde junto a los ángeles y los santos se arrastran multitudes de pecadores miserables esperando su juicio. El efecto humorístico a la vez que repugnante de estos cuadritos es similar al que produce Mean Streets. La brillantez visual y sonora junto a las más ásperas y vulgares imágenes de la ciudad no permiten que el espectador saque conclusiones fáciles respecto al conflicto vital de los personajes, conflicto que va mucho más allá de las pandillas de Little Italy en los setenta.

Cancelar a Newton

Nadie dice que se deberían prohibir, o presentar con notas aclaratorias, las obras de
Galileo o Newton, que eran hombres blancos y europeos. Claro que los libros de estos científicos nadie los lee y solo se enseñan resúmenes o fórmulas sacadas de sus obras. Deben ser pocos los estudiantes que hayan leído los textos originales de los gigantes de la física y la matemática de siglos pasados. Y lo propio ocurre con los estudiosos de la química y la biología, con la posible excepción de Darwin, cuyos libros son bastante conocidos. Pero en todo caso, nadie promueve la expulsión del canon científico de los grandes nombres de la historia de la ciencia europea, que al fin y al cabo eran escritores, porque fueran machos blancos.

Muy distinta es la situación cuando se habla de poetas, novelistas, dramaturgos y también filósofos. Para estos autores se pide el ostracismo post mortem de las aulas y de las librerías. Si ocurre que en las obras de los hombres blancos en cuestión se encuentran expresiones que indican misoginia o racismo, la condena es mucho peor. Con toda seguridad se quemarían sus libros en las plazas, si no fuera esta una acción tan problemática desde el punto de vista de la corrección política, por razones de todos conocidas.

Pero los combates críticos hacen parte de la realidad social de los textos. Y en verdad se trata de algo positivo, pues ya que los textos aparecen como respuesta a ciertas realidades, se entiende que algún papel cumplen en los diversos debates ideológicos que recorren la sociedad en una determinada época. Si una obra no es motivo de conflicto en algún sentido, o arma en el contexto de una lucha, con toda probabilidad sirve solo para alimentar cucarachas o ratones. Lo curioso es que el argumento para atacar ciertas obras, que se consideran creaciones de representantes del patriarcado o del imperialismo, no se utilice para desprestigiar las obras de los científicos célebres, o por lo menos no se exige que por esta falta deberían dejar de estudiarse. Y eso aunque tales personajes hayan trabajado bajo las órdenes del gobierno nazi. Aunque la obra de Darwin si es atacada por algunos grupos que la consideran pecaminosa, pero en estos casos los censores son considerados, por lo general, sectarios irracionales podridos de fanatismo e ignorancia.

Por lo visto se puede vivir, y muy bien, sin novelistas, poetas, pintores, cineastas y filósofos blancos, imperialistas y cristianos, pero no resulta fácil renunciar a la ciencia y la tecnología desarrollada por individuos de similares características. Por ejemplo, no podríamos usar internet, que fue creado por científicos a órdenes del gobierno de Estados Unidos con propósitos militares, como todo el mundo sabe.

Peter Pan en El padrino

Run with the Hunted (John Swab, 2019)

Peter Pan más “drama sureño” más El padrino. La película logra que se sienta empatía por los protagonistas y se sufra con ellos. Son niños que como Peter Pan nunca crecieron. No porque vivieran entre algodones, al contrario, siempre padecieron miseria y soledad. Quizá por este desamparo nunca abandonaron la infancia. Es como si buscaran toda su vida la niñez que no tuvieron, o lo que es lo mismo, la inocencia, perdida del modo más terrible.

Viven los niños en una comunidad rural, religiosa y pobre. El protagonista comete un acto terrible para salvar a sus amiguitos de su despiadado padre. Huye a la ciudad y encuentra refugio en una banda de delincuentes que lo inician en las artes criminales y se convierten en su familia. Aquí se interrumpe el cruento relato infantil, pues un jefe mafioso local (Ron Perlman) controla la delincuencia a todos los niveles, desde los políticos y los policías corruptos hasta los atracadores menores de edad. El “padrino” sureño se convierte en una figura paterna para el cada vez más trastornado protagonista y su novia, que devienen en caricaturas punk. Pero todo se revoluciona cuando llegan a la ciudad los antiguos vecinitos que fueron salvados y buscan a su defensor. Son estos dos, jóvenes pobres también, y tristes, pero no degradados por la violencia. Sin embargo, son niños que tratan de recomponer su vida hallando al amigo perdido. Es un dolor y una ausencia que los iguala a pesar de la larga separación.

El problema es que este turbio cuento infantil se narra en paralelo con una trama de gánsteres, que incluye tensas conversaciones y maquiavelismo municipal. Son dos películas que no encajan del todo. Con el agravante de que las escenas de gansterismo son de las mejores de la cinta, sobre todo por la calidad de los actores, incluyendo a Ron Perlman, pero también a su mano derecha, al policía corrupto y al detective privado.

Los jóvenes tienen un final incierto que no parece muy positivo, pero los viejos quedan en nada. Un guion injusto con unos personajes tan atractivos, que vivos o muertos, desaparecen simplemente, como si se hubiera perdido material en la sala de montaje. Además, las escenas de acción (pocas) resultan un tanto forzadas, con un cierto aire noventero que no convence. Sin embargo, otras escenas tienen un mérito particular, como la escena del autocine, con primeros planos muy bien logrados en un entorno surreal.

Queda la solidaridad que inspiran en el espectador los estoicos y aguerridos niños perseguidos por la injusticia, rodeados de ese tono deprimente sureño de cierto cine americano, bueno y malo, muy alejado del glamour de Hollywood.

Run with the Hunted, que es algo así como “corre con los perseguidos” (cita de un poema que se lee en la película), es el segundo largometraje del director John Swab. El primero no me he atrevido a verlo porque es protagonizado por Marilyn Manson…

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