Burla melancólica

Los espíritus de la isla (Almas en pena de Inisherin, The Banshees of Inisherin, Martin McDonagh, 2022)

En los subtítulos y en la versión doblada al español de Hispanoamérica de la película Los espíritus de la isla, la palabra ‘despair’ se traduce como depresión. En el doblaje ibérico a veces se traduce como depresión y a veces como desesperación. Sin embargo, en la versión original en inglés solo se usa la palabra ‘depressed’ (deprimido) en una escena, cuando hermano y hermana están comiendo y hablan acerca del motivo por el cual su amigo se ha distanciado sin haber reñido ni tenido ningún inconveniente. No recuerdo que se usara nunca la palabra ‘depression’ (depresión), en cambio la palabra ‘despair’ es pronunciada muchas veces por varios personajes, incluido el cura, que en el confesionario le pregunta al músico Colm (el amigo que rompe relaciones sin razón aparente) sobre sus pecados, entre los cuales el peor es precisamente el denominado ‘despair’, que viene a ser un casi sinónimo de ‘sloth’, uno de los siete pecados capitales: la pereza.

En el diccionario Cambridge se define ‘despair’ (sustantivo) como “the feeling that there is no hope and that you can do nothing to improve a difficult or worrying situation” (el sentimiento de que no hay esperanza y que no puedes hacer nada para mejorar una situación difícil o preocupante). Entre los ejemplos se dice: “A feeling of despair descended on us as we realized that we were completely lost” (un sentimiento de desesperación descendió sobre nosotros cuando nos dimos cuenta que estábamos completamente perdidos). “He sank into deep despair when he lost his job” (se hundió en una profunda desesperación cuando perdió su trabajo). Estos ejemplos dejan ver que el concepto de ‘despair’ se refiere a una reacción provocada por una circunstancia externa muy negativa de cualquier tipo, que parece no tener solución. De aquí se deriva el hecho que se equipare ‘despair’ con el pecado capital de la pereza, pues este implica que el cristiano cae en desesperación, y por tanto en la inacción, cuando pierde la confianza en Dios, es decir, pierde la esperanza en la salvación.

El mismo diccionario define ‘depressed’ (adjetivo) como “unhappy and without hope” (infeliz y sin esperanza). O sea que estar ‘depressed’ equivale estar ‘in despair’, según la acepción de esta palabra ya mencionada. Por otra parte, el primer significado de ‘depression’ es casi idéntico, “the state of feeling very unhappy and without hope for the future” (un estado que consiste en sentirse muy infeliz y sin esperanza en el futuro), pero el ejemplo de uso de este vocablo se distancia un poco del concepto de ‘despair’: “I was overwhelmed by feelings of depression” (estaba abrumado por sentimientos de depresión), es decir, la depresión aquí parece ser la causa del mal y no la consecuencia de un problema externo. El segundo significado sí se aleja por completo de los conceptos anteriores: “a mental illness in which a person is very unhappy and anxious (= worried and nervous) for long periods and cannot have a normal life during these periods” (una enfermedad mental en al cual una persona es muy infeliz y ansiosa [= preocupada y nerviosa] por largos periodos de tiempo y no puede tener una vida normal durante estos periodos). Los ejemplos lo dejan claro: “Tiredness, loss of appetite, and sleeping problems are all classic symptoms of depression” (cansancio, pérdida del apetito y problemas de sueño son todos síntomas clásicos de depresión). “If you suffer from depression, it’s best to get professional help” (si tú sufres de depresión, es mejor conseguir ayuda profesional). Como se ve, la depresión se caracteriza, según el diccionario, por ser un problema interno del sujeto que le causa sentimientos similares a los que se producen por circunstancias difíciles en el mundo que rodea al individuo. La depresión causa síntomas parecidos a los que se producen en el desesperado por dificultades de la existencia, pero no parece que fueran lo mismo.

Todo esto viene al caso porque he oído decir que el tema de Los espíritus de la isla es la depresión. Que es una especie de parábola sobre la depresión. No creo que la película sea sobre enfermos mentales, por muchas locuras que se vean en pantalla. De hecho, la psiquiatría y la psicología brillan por su ausencia. A nadie le recetan el manicomio como cura o le recomiendan ir donde el médico.  La película sucede en los años veinte del siglo pasado. En esa época existían hospitales mentales, y por ejemplo, Freud ya era famoso. Ahora bien, ni de psicoanálisis ni de ninguna otra terapia se habla en ningún momento.

No pretendo dictar doctrina sobre asuntos tan complicados, pero creo que el concepto de ‘despair’ se refiere a algo que rodea a los personajes, como si fuera una atmósfera malsana, o hasta un maleficio, no un problema del organismo o de la mente. Y vale la pena pensar en el vocabulario utilizado en los subtítulos y el doblaje, porque el caso es que en esta película las palabras son esenciales. Siendo malvado, se podría decir que es una película no para verse sino para oírse. Y aunque no sea verdad, sí lo es que los diálogos son esenciales, como rara vez lo son en muchos otros filmes. Y es que los personajes hablan arrojándose saetas verbales llenas de humor o de amargura. Nada de expresiones acartonadas, convencionales. Casi siempre se trata de palabras corrientes, incluso monosílabos, pero dichos en el momento justo y con el tono exacto. Entre los personajes se produce algo así como un duelo de trovadores, a veces divertido, a veces triste. Es más, aunque uno no entienda el dialecto irlandés en que se expresan los actores, su mera musicalidad, tan distinta de la que se oye normalmente en Hollywood, es en sí misma un aspecto decisivo de la película.

La historia sucede en una islita idílica, escenario de cuento de hadas. Allí, sin embargo, la pobre gente vive ‘in despair’. Es un paisaje donde sueñan con mudarse los desesperados de las grandes ciudades, pero que con todo y su gracia romántica, los personajes de la película llegan a considerar un infierno. Arroyos cristalinos discurren por entre las verdes colinas y van a dar al tranquilo mar. Mansos animales pastan en los campos cercados con vallados de piedra, como de piedra son las casas de los tranquilos habitantes, con sus techos de paja y sus humeantes chimeneas, signo por el que se puede saber que los honrados campesinos preparan sus rústicos alimentos o buscan refugio de la lluvia y el frío. Este bucolismo de manual sirve de escenario casi fantástico de esta humorística y trágica historia.

En la película de 2008 In Bruges (Escondidos en Brujas), también del guionista y director Martin McDonagh, y con los mismos protagonistas (Colin Farrell y Brendan Gleeson), se partía de una historia estereotipada de gánsteres para, a partir de este esquema convencional, ahondar en el problema de la redención, no en términos trascendentales, sino aquí mismo, en este mundo pecador. En Los espíritus de la isla, en el escenario rural superidealizado de una ficticia isla irlandesa, se habla más bien de la imposibilidad de la redención. La única opción que queda es la huida, opción que no todos pueden tomar, porque abandonar su infernal paraíso tendría en ellos el mismo efecto que sacar a un pez del agua. Los dos examigos, un campesino inocentón y un viejo músico ‘folk’, están atados a su tierra como viejos árboles. El suelo donde crecen sus raíces es la desesperación. No es un estado pasajero ni es una enfermedad, es la única realidad que conocen.

París, distrito 13. Comedia romántica sin risas

París, distrito 13 (Les Olympiades, Jacques Audiard, 2021)

“Un grupo de jóvenes encuentra el amor en lugares inesperados”. Con esta frase, que parece sacada de la solapa de una novela romántica superventas, se puede resumir la trama de esta película. Implica también, por supuesto, la intención de que el lector se identifique con los personajes, como siempre en esta literatura de enredos amorosos, familiares y laborales de veinteañeros y treintañeros en grandes ciudades. Otra descripción sería que se trata de una comedia romántica donde las risas quedan apagadas, no tanto por los hechos desgraciados o violentos, sino por la melancolía de los personajes y lo sombrío del ambiente en que viven. Se trata de un sector de París no apto para turistas. Enormes edificios de apartamentos donde residen muchos migrantes, aunque no se vean ni indigentes ni criminales, solo gente que no vive como los personajes de Emily en París (Emily in Paris, Darren Star, 2020). En un momento, una de las protagonistas, una provinciana que llega a estudiar a la capital, describe por teléfono su apartamento y dice que desde la ventana se ve el Sena, pero nosotros no vemos el río. Es decir, no hay ni torre Eiffel ni campos Elíseos ni puentes sobre el Sena ni nada de lo que uno esperaría ver en París. Sí, en cambio, se ven apps de citas, matoneo misógino, OnlyFans, y telemarketing como único trabajo disponible, aunque ninguna de estas realidades tiene nada de francés ni de parisino, se trata de fenómenos globales. Es curioso, porque una película que tiene el título en español de París, distrito 13, y en el original se llama Les Olympiades, el nombre de un conjunto habitacional realmente existente, tenga tan poco color local. Al menos eso es lo que me parece a mí, que no conozco París, y que quizás por esto no pueda entender muchas de las referencias de la película, en cuanto al lenguaje de los personajes, o sobre lo que significan ciertos lugares que se ven en pantalla. Es sabido que las ciudades tienen una geografía de sentimientos, hecha de prejuicios, positivos o negativos, que ciertos edificios, calles o plazas inspiran en quien conoce la urbe por propia experiencia. Digo, el típico pueblo de una sola calle polvorienta de los westerns es un lugar abstracto, lo mismo que la aldea medieval con su sombrío o mágico castillo al fondo sobre una colina. En cambio, una cinta que se desarrolla en una ciudad contemporánea es probable que aproveche los significados concretos que los barrios y avenidas tengan para los transeúntes que la recorren. Pero como yo no puedo percibir tales peculiaridades, lo que veo es una historia que podría suceder en cualquier parte, o al menos en cualquier mega urbe moderna. Y así se puede decir que esta París es una especie de ciudad Gótica o Metrópolis, en cualquier caso una ciudad genérica, un poco de cartón paja, filmada en un precioso blanco y negro, como si fuera Sin City (Frank Miller y Robert Rodríguez, 2005). El resultado es que el drama realista queda subsumido en un esteticismo que termina por aplacar su crudeza.

El tema principal que se plantea es el del sexo, real o virtual, que se usa como compensación frente a las frustraciones económicas, familiares, sentimentales o de cualquier otro tipo. De hecho, un personaje lo dice literalmente muy al comienzo. El sexo casual ha perdido cualquier misterio y se ha integrado a la cotidianidad, tanto que se ha convertido en una especie de rutina, casi un trabajo. De ahí que sea uno de los aspectos estéticamente más interesantes la realización de las escenas eróticas, pues carecen de espectacularidad, pero destacan por la belleza de los cuerpos fotografiados en blanco y negro. Por eso, sin necesidad de las risas de la comedia romántica, se compensa la tristeza de los personajes con la belleza visual y la música electrónica minimalista. Creo que esta gracia estética (fotografía, edición, banda sonora), además del buen ritmo narrativo, es lo que hace tan fácil de ver una historia tan amarga y tan frustrante, como lo es la de estos tres parisinos contemporáneos. Es más, ni siquiera el final esperanzador, con su apuesta por el amor romántico, llega a iluminar totalmente la dureza de las vidas de los protagonistas. Vidas difíciles, aunque aquí no haya sangre ni muerte, como en la excelente Un profeta (Un prophète, 2009), la obra más conocida del director Jacques Audiard, y que no creo que sea superada por esta melancólica tragicomedia millennial.

Fragmentos fílmicos

Es curioso el modo como nos relacionamos con el cine hoy en día. Se parece en algo a lo que sucede desde hace mucho tiempo con la ópera. Muchas personas conocen arias de melodramas famosos, y hasta puede que las sepan tararear, pero nunca en su vida han visto una ópera completa, así sea en un registro de video. Lo mismo se puede decir de algunas oberturas, o incluso de fragmentos de oberturas, popularizadas por series, películas o comerciales de perfumes. Del mismo modo, hoy en día podemos ver en internet multitud de clips de películas o series famosas. A veces modifican la edición o la música, o agregan efectos visuales. Aunque también ocurre que los fragmentos no son ni siquiera tomados de obras canónicas o muy recordadas, sino que salen de producciones que casi nadie conoce, pero que han conseguido retornar del reino del olvido, en la forma de un segmento de baja calidad que recorre la web, desteñido y mugroso, como una momia que arrastra su podredumbre fílmica por el desierto de las redes. Los highlights de fútbol, es decir, los goles, las gambetas, las faltas, y demás, no parecen que le hagan sombra al espectáculo del balompié, aunque sea el que se ve por televisión, pero esto es porque es un show en vivo, donde la emoción de lo inesperado es el elemento esencial. Pero el cine (incluyendo series, por supuesto), puede verse, y de hecho disfrutarse, reducido a pequeños trozos emocionantes, por lo chistosos o por lo dramáticos, o por motivos estéticos (movimientos de cámara, iluminación, vestuario, etc.). Las películas completas tenderían a convertirse en menjurjes pesados y hostigantes, como lo son las óperas de Verdi o Wagner para tantas personas. El consumo de fragmentos no serviría como promoción y propaganda de las obras, sino más bien como un sustituto. Algo así como las pastillitas alimenticias que comían en las viejas cintas futuristas: “una deliciosa píldora de pollo frito…”.

La amargura

Una experiencia significativa en la vida de cualquier persona consiste en aprender a disfrutar comidas y bebidas amargas. Superar la repulsión que generan la cerveza, o el café y el té (sin azúcar), y otros brebajes por el estilo, es esencial en la formación de un ser humano. La dulzura es atractiva de modo natural, como lo es la horizontalidad para quien tiene sueño. Quien hace ascos a un líquido de sabor fuerte se asemeja a un bebé con el tamaño de un adulto, un verdadero fenómeno sobrenatural, una criatura donde la ternura se ha transformado en monstruosidad.

También el agua fría es terrible. El líquido helado sobre la piel es una especie de penitencia; por el contrario, el agua tibia es un gozo. Para quien se baña con agua fría, el líquido es sinónimo de aseo, si es caliente, la higiene se convierte en vicio. El frío es inhumano, es cruel, pero es necesario. Es bueno someterse voluntariamente a tratamientos justos, aunque sean ásperos, y así soportar más fácilmente los dolores impuestos por el destino. Por eso se debe tomar cerveza. Su amargura en la boca nos entrena en el arte de aguantar las miserias inevitables de la existencia.

Mia Goth y poco más

Pearl (Ti West, 2022)

La actriz protagonista es una prima dona que escribió un papel para ella misma. Labró el personaje a la medida de sus capacidades y ambiciones y lo desarrolló a plenitud ante las cámaras. Aparte de esta escritura-actuación de Mia Goth, hay una historia basada fundamentalmente en citas irónicas de géneros y películas famosas. La producción es barata y se nota. La creatividad del ahorro es evidente y no deja de ser simpática, como lo es siempre la pobreza llevada con buen humor. Por ejemplo, el pueblo o ciudad donde queda el teatro solo se muestra una vez, y consiste en una calle, el resto del tiempo solo se ve el callejón al lado del cine. Todos  los demás exteriores son praderas y maizales, entes intemporales, al menos para el ojo inexperto, donde no es necesario escurrir el escaso presupuesto para escenografías. La gente se viste de época, según la moda de los tiempos de la Primera Guerra Mundial (Pearl tiene a su marido en el ejército), pero sin concentrarse en los detalles; en verdad, todo el mundo parece estar estrenando, ya que no hubo modo de envejecer las prendas. Al parecer el dinero se gastó en el maquillaje aterrador de las víctimas de la psicopática granjera, sobre todo en el de su cruel madre, una especie de “madre de Carrie”, pero peor.

Lo curioso y hasta extravagante es que la actuación de la protagonista no es que opaque al resto de la película, sino que viene a ser lo único que vale la pena. Pearl alimenta un cocodrilo con un pato: no importa el animal feroz, importa ella. Pearl pelea con la madre: el motivo de la discusión es irrelevante, lo decisivo son los gestos dramáticos de la atormentada muchacha. Pearl tiene un affaire con un proyeccionista de cine, pionero del porno: lo fundamental es la actitud, lúbrica o feroz, de la extraña campesina. Pearl hace una audición para ser bailarina en una compañía ambulante: todos sabemos que no la van a escoger, lo que sí sorprende es la atroz reacción ante la derrota. Pearl tiene una conversación demasiado honesta con su cuñada: el contenido de sus declaraciones no es motivo para tomar notas, lo que sí impacta son sus muecas doloridas.

Tampoco es significativo que Pearl sea una “precuela” de X (Ti West, 2022), del mismo director y con la misma actriz, ni que se mencione la pandemia de gripe española de aquellos años (la película se filmó durante la pandemia de covid). Toda esta información se puede leer en Wikipedia o en su fuente preferida de conocimientos varios.

El sentimiento al terminar Pearl es desconcertante. Normalmente se consideraría inadecuado ver solo fragmentos de una película, en vez de la obra en su totalidad. Pero Pearl invita a disfrutar de la actuación de Mia Goth sin perder tiempo con una cinta irrelevante, tanto en el fondo como en la forma. El trozo de película con la performance de la actriz que se puede ver en YouTube o tiktok casi casi que es mejor que la obra completa. En cualquier caso, pocas veces es real aquello de que una película merece verse únicamente por la actuación de una intérprete. He aquí un ejemplo claro.

Propuesta de creación de una asociación de artistas y prostitutas, basada en la solidaridad y el amor, para prevenir la exclusión social y la pobreza en ambos gremios

En tiempos de tantas dificultades para nuestro país y para el mundo, debemos ser propositivos y dar luces para ayudar a superar las duras pruebas a que estamos sometidos como sociedad. Es necesario que cada quien dé lo mejor de sí en orden a abrir caminos en medio de la maraña de problemas que agobian a la contemporaneidad. No son suficientes, sin embargo, las iniciativas individuales por muy bien intencionadas que sean. Las tentativas de reforma social solo tienen éxito si se asientan en el seno de las comunidades por medio de organizaciones que real y simbólicamente ayuden a generar cambios permanentes. Es decisivo crear instituciones que funcionen con fuerzas propias más allá de los intereses cambiantes de los particulares. Entes autónomos respecto al Estado pero sujetos a las leyes, defensores de la democracia, y que tengan capacidad de influir en el desarrollo de las comunidades dentro del marco de la ley, en diálogo respetuoso con las más diversas instancias sociales. En este sentido, uno de los instrumentos tradicionales de acción participativa son las agremiaciones de profesionales, dadas la comunidad de intereses y la cercanía de los miembros en sus respectivos ejercicios laborales.

Dentro del amplio espectro de las ocupaciones y oficios, existen sectores muy distantes por sus intereses particulares, o por las condiciones cotidianas en que se desarrolla su labor. En tales casos, es comprensible que se asocien en sindicatos o gremios separados, como, por ejemplo, puede ocurrir con los guardianes de cárceles y los docentes de educación básica. Pero en otros casos, la compartimentación de las esferas profesionales puede resultar en un debilitamiento catastrófico, sobre todo cuando son sectores poco numerosos o no muy apreciados socialmente. Cabe aclarar, en este punto, que la valoración social de una actividad no está directamente relacionada con su utilidad, sino que depende de concepciones ideológicas que no tienen otro sustento que la tradición inveterada o la imposición por parte del poder. Este problema de la consideración de las diversas ocupaciones en la sociedad es importante para nuestra propuesta, porque el objetivo de esta es ayudar a mejorar las condiciones materiales y morales de dos actividades, o mejor, dos conglomerados de ocupaciones que han sido objeto de tratos injustos por mucho tiempo y que se han visto particularmente afectadas en la situación actual. Nos referimos a las actividades artísticas y a la prostitución.

La lista de las llamadas artes es amplia y variada, y en el desarrollo reglamentario de la propuesta se enumerarán de manera exhaustiva; aunque a modo de ejemplo, señalaremos a las conocidas como bellas artes y a la literatura. Como se ve, estos nombres hacen referencia a un conjunto muy vasto de ocupaciones, y en este punto, creemos que es suficiente con la idea general que se tenga acerca de ellas. En cuanto a la prostitución, nos referimos a la labor comúnmente conocida con este nombre, pero además a todas las formas de pornografía donde aparecen cuerpos humanos reales, es decir, no dibujos y animaciones, que en realidad vendrían a ser parte (los autores de dichas obras) del gremio de las bellas artes. Se incluyen, por supuesto, los espectáculos sexuales en vivo o a través de pantallas. Es decir, todo lo que se conoce como comercio sexual; solo que este nombre no es muy adecuado, pues podría entenderse también que se refiere a la venta de juguetes y utensilios sexuales de cualquier tipo. Pues es claro que tal negocio pertenece al sector comercial minorista o mayorista, y no tiene con la prostitución más que una relación circunstancial. Todo lo contrario que la relación esencial entre las prostitutas y los artistas, aun cuando tales profesionales podrían no interactuar nunca en la vida cotidiana. Es probable que se considere una broma o insulto contra cualquiera de los dos gremios mencionados el desarrollo de la presente propuesta, pero solo la ignorancia y los prejuicios llevarían a alguien a semejante conclusión.

La unión gremial del arte y la prostitución solo parecerá inapropiada y hasta ridícula a quienes no conozcan las condiciones concretas de la vida laboral en la actualidad. Si se observa con atención y sin restricciones ideológicas caducas, se descubre la relación esencial de los campos profesionales que hemos agrupado en las denominaciones de arte y prostitución. No es necesario remontarnos a la historia para encontrar los nexos intrínsecos entre la situación social de la meretriz y el poeta o el pintor. No es necesario, aunque sería de sumo interés, rastrear tal unión aun en la misma Biblia. Creemos que es suficiente detenernos a mirar la situación presente para demostrar la necesidad de una agremiación entre sectores profesionales solo aparentemente dispares, pero que comparten rasgos esenciales y padecen problemas similares en su desenvolvimiento social.

Propiedades de los oficios en cuestión

Dos propiedades fundamentales, a nuestro parecer, definen la relación indiscutible y esencial entre prostitución y arte. La primera es que son actividades supuestamente placenteras, producto del despliegue de inclinaciones naturales, consideradas pasiones, pero que en el contexto profesional de las artes y la prostitución se convierten en objeto de lucro, en comercio y, por tanto, en trabajo. De aquí se desprende un aspecto no menor que también tienen en común las dos ocupaciones: es parte del oficio el hacer ver que el dinero no es importante y que el único premio es la satisfacción propia. La sinceridad de tal sentimiento es irrelevante, lo decisivo es que parezca auténtico frente al público o clientela.

La segunda propiedad común es la de ser actividades despreciadas por la mayoría de la sociedad. Las características de este desprecio son diferentes, pero tienen el efecto en ambos casos de hacer sentir vergüenza a quienes ejercen las respectivas profesiones. Muchos los consideran oficios inmorales e inútiles, y tales señalamientos repercuten en los propios trabajadores del arte y la prostitución, que se ven obligados a dar enrevesadas explicaciones siempre que alguien les pregunta por su trabajo, con un uso excesivo de eufemismos y casi pidiendo disculpas, aunque nadie las exija, o directamente ocultando su labor a sus familiares y amigos. Otros asumen su condición de marginales y despliegan un triste resentimiento contra la sociedad, que a veces lleva a problemas mentales o al consumo de drogas, o estalla en actos de violencia. Precisamente, uno de los objetivos de la futura asociación de artistas y prostitutas será prevenir los casos de comportamiento antisocial que podrían presentarse entre sus miembros.

De la segunda propiedad se desprende un aspecto curioso, que puede resultar confuso para quien no sea cercano a las peculiaridades de los sectores profesionales de artistas y prostitutas. Se ha evidenciado que los miembros de estos colectivos manifiestan en sus discursos públicos, o en declaraciones que tengan algún carácter oficial, un énfasis en su condición de seres humanos, en el hecho de pertenecer a la humanidad. Lo curioso es que no parece que en el momento histórico actual sea necesario que nadie haga énfasis en su pertenencia a la misma especie que los demás, pues tales debates acerca de si una persona o grupo es igual o no al resto del género humano fueron superados hace siglos. Por tanto, no es el concepto biológico de humanidad el que defienden para sí mismos. Esto sería casi una locura. Quizás lo que pretenden decir es que la humanidad es una cierta condición superior que solo es alcanzada por algunos, merced a su esfuerzo personal, al cultivo de ciertas disciplinas y a un determinado estilo de vida, que los harían conquistar la dignidad de humanos. Sin embargo, tal concepto enrevesado sería esperable de los artistas, pero no de las prostitutas que, y esto hay que reconocerlo a favor de ellas, no suelen tener ideas sublimes acerca de su ser. Es probable, por tanto, que cuando se insiste en la propia humanidad, lo que se quiere decir es que son personas iguales a los demás, que merecen el mismo trato. También este punto se podría considerar un llamado innecesario en tiempos de la igualdad ante la ley, pero la realidad es que el desprecio generalizado ha convertido en parias a muchos artistas y prostitutas. La dificultad del tema es que ellos quisieran ser integrados en la generalidad de los seres humanos, pero sin perder su lugar especial, como si pertenecieran a una categoría diferente, no sometida a las mismas leyes y a la misma moral. Acerca de este aspecto, y a pesar de que no queremos recurrir a la historia, es importante recordar que en otras épocas muchos artistas y prostitutas eran esclavos o pertenecían a alguna categoría social marginada. Aquí se observa muy claramente la importancia de una asociación que, entre otras cosas, defienda el derecho de artistas y prostitutas a ser iguales a los demás, pero sin perder lo que podríamos llamar «derecho a la rareza», que no es lo mismo que el derecho a la «diferencia». La rareza implica el seguir siendo extraño, el no ser mirado como normal, pero sin salir de la categoría de los seres humanos, ya que la rareza o el exotismo son insumos de las artes y de la prostitución. Es claro que si se considerara a las prostitutas (en este plural se incluyen a los varones o de otros géneros que ejerzan el oficio) como personas enteramente iguales, nadie podría hacer uso de sus servicios, pues no es común que se sostengan relaciones sexuales con personas que se acaban de conocer, ya sea por temor o por respeto o por pudor, es decir, porque se supone que la otra persona siente igual que nosotros y podría reaccionar de manera negativa a propuestas de índole sexual. La prostituta adopta una postura, unos gestos y hasta un traje que la sacan de la normalidad, de la normalidad humana. La prostituta se transforma, de este modo, en una máquina que fabrica fantasías sexuales. Si se observa el caso de los artistas, obviamente, viven de crear un personaje que venden al público. El cliente compra al personaje artista más que a su obra, como compra al personaje prostituta, y no a la mujer u hombre que vive bajo el disfraz de meretriz. Ambos gremios deben disfrazarse para vivir.

Aspectos económicos

Ya se ha mencionado como propiedad esencial de los artistas y las prostitutas su particular relación con el dinero, que consiste en hacer como si no lo quisieran. Sin embargo, es conocido por todos, que los miembros más exitosos de ambos oficios siempre son muy cercanos al poder político y económico. Los millonarios, o los aspirantes a serlo, demuestran un gran interés en las artes y viven rodeados de ciertos artistas a quienes llaman amigos. La posesión de obras y la compañía de los artistas es un acabado indispensable en el edificio del éxito personal. Algo muy similar se puede afirmar de las prostitutas de alto nivel, solo que la cercanía de estas tiene un carácter mucho más práctico. Es imposible hacer negocios de gran alcance sin la presencia de «acompañantes», que funcionan como una especie de lubricante en los ásperos engranajes financieros. La prostitución sirve de reposo y solaz al alto ejecutivo, lo mismo que al estadista, igual que el arte, pero además le ayuda a culminar con éxito las más complicadas operaciones. Y por supuesto que las obras de arte pueden llegar a ser una buena inversión. No obstante, el comercio de arte no es un tema que importe en la presente propuesta. Nos interesan los artistas, no los comerciantes de arte, así como no nos importan, por ahora, los proxenetas o las madames.

Naturaleza común de las obras de arte y del sexo

Las dos propiedades mencionadas se refieren a la situación social de los trabajadores del arte y de la prostitución, en su relación con el dinero y en su carácter de marginados sociales. No hemos hablado de la naturaleza similar de las obras que ambos realizan. Basta con reflexionar un minuto para ver con toda evidencia la relación. Tanto el sexo como las obras de arte son materializaciones de objetos imaginarios. El sexo, en su realidad esencial, consiste en practicar ciertos actos en el cuerpo de otros, y en el propio, que la imaginación ha determinado como placenteros. Un acto sexual es la concreción de un deseo, o lo que es lo mismo, de un proyecto de placer, o de la imaginación de la felicidad. Los mecanismos orgánicos son necesarios pero no suficientes para el sexo. El resultado que se obtenga depende de la maestría de los implicados, de las condiciones ambientales y de la calidad del deseo, es decir, del tipo de proyecto erótico. Es evidente que todo lo anterior se puede aplicar a la práctica artística, con la única diferencia de que en el arte el cuerpo no siempre es el principal instrumento, sino que se manipulan otros materiales con herramientas diversas. En el sexo, el cuerpo es a la vez material e instrumento, si no único, sí principal.

Si esta definición del sexo, como si fuera un arte, parece extravagante, se debe a que no se ha reflexionado sobre la diferencia entre el sexo como fin y el sexo como medio; diferencia que, por cierto, se puede hacer también en el caso del arte. El arte se puede usar con fines políticos o publicitarios, pero el arte no es ni política ni comercio. También el sexo se ha vinculado a la reproducción. Sin embargo, esto es más bien una consecuencia del sexo, que no el sexo mismo. De hecho hoy en día se pueden engendrar seres vivientes sin que ningún animal practique el coito. Se habla de otros fines para las prácticas sexuales, de tipo metafísico o espiritualista: una forma de comunicación entre la pareja, como recurso para afianzar las relaciones amorosas; también algo así como un deber moral en el matrimonio, y otras muchas finalidades más vagas todavía, relacionadas con energías, almas en éxtasis y quién sabe qué más. El caso es que el sexo en toda su pureza, o impureza, solo se puede llevar a cabo, casi siempre, por medio de la prostitución. Del mismo modo, las obras de arte son creación de los artistas. Fuera del gremio, el arte únicamente existe por casualidad, de manera excepcional, como de manera excepcional se puede practicar el sexo, simplemente sexo, con alguien que no sea del gremio de la prostitución.

Naturaleza y fines de la asociación

La exposición de las relaciones innegables entre los sectores profesionales de las artes y de la prostitución nos lleva a plantear la propuesta de asociación. Más que las relaciones con el Estado, el propósito de la unión será la colaboración entre ambos estamentos de cara a la sociedad en su conjunto.

Es una realidad que la mayoría de los artistas ganan muy poco con su trabajo. Las prostitutas, en cambio, siempre ganan algo, y el hecho de que la mayoría sea cabeza de hogar es prueba de que los réditos del negocio al menos alcanzan para suplir las necesidades básicas. En cualquier caso, y como ocurre en el arte, solo una pequeña minoría obtiene altos ingresos, y este grupo privilegiado es el llamado a colaborar con una porción mayor. El intercambio será así: el gremio de las prostitutas ayudará económicamente al gremio de los artistas, al menos para que estos puedan vivir sin avergonzarse frente a sus conocidos y familiares; en contraprestación, los artistas les donarán a las meretrices su legitimación cultural. Es sabido que la cultura (los conocimientos y aficiones que hacen a una persona «culta») no es muy apreciada en nuestra época. Sin embargo, en el caso de las prostitutas, una inyección de capital cultural las ayudará a salir de las sombras en que habitan. La prostituta ingresará al medio artístico y podrá desde allí continuar su actividad sin ser discriminada. Por su parte, el artista, con el subsidio de sus colegas meretrices, dejará de ser un estorbo o parásito social. Por otro lado, el creador de éxito podrá presumir, sin mentir, de su compromiso con la ayuda a un sector desfavorecido, el de las trabajadoras sexuales, sin tener que hacer falsa ostentación de sensibilidad social por otros medios. El traspaso del aura espiritual de los artistas a las prostitutas se realizará simplemente por la participación en actos públicos en común y por la convivencia cotidiana en eventos de todo tipo, de ahí que un punto decisivo será la instalación de la asociación en edificios en varias ciudades.

El nombre de tal institución tendrá que ser escogido democráticamente por los propios miembros, pero respetuosamente nos permitimos sugerir el lema de su escudo o emblema: «POR AMOR». Se trata de una expresión confusa, pero así suelen ser este tipo de textos. La claridad no es su mérito. Lo importante es que despierte en los miembros el deseo de combatir por una idea. La gloria y el honor de los dos gremios es el actuar por amor: amor al arte y amor al sexo. El hecho de que muchos nieguen la realidad de tales amores y los hechos parezcan confirmar esta sospecha, no va en contra de la utilidad del lema. Es precisamente la lucha común contra los incrédulos en la sinceridad de los artistas y las prostitutas, el corazón de la empresa que proponemos, ya que es también un llamado de atención frente a los peligros que acechan a ambos gremios.

Como es bien sabido, algunos recomiendan, desde diferentes orillas ideológicas, la abolición de la prostitución, haciendo una analogía con la abolición de la esclavitud, ya que consideran a la venta de servicios sexuales una servidumbre brutal que de ninguna manera puede realizarse por placer o como cumplimiento de una sincera vocación. Pues para nosotros es evidente que el próximo objetivo de este movimiento destructor son los artistas. So pretexto de evitar que las personas vivan en la pobreza y en la infelicidad, al dedicar su vida al arte y convertirse en parásitos sociales, acabarán promoviendo la desaparición de las artes. Quizás se les permitirá a millonarios jubilados ocupar sus ocios en la literatura o la música, pero nada más. Los robots o la inteligencia artificial podrán, acaso en poco tiempo, realizar cualquier función considerada artística que sea imprescindible. Sin embargo, dejemos esta perspectiva apocalíptica y pongamos nuestra esperanza en una futura asociación de artistas y prostitutas, unidos en la defensa de los derechos sagrados de los obreros de la felicidad en todas sus formas.

Sangre falsa

X (Ti West, 2022)

Se dice que las nuevas generaciones son muy ignorantes. La afirmación, así en general, es por lo menos problemática. Lo que sí se puede asegurar es que mientras algunos conocimientos se han convertido en patrimonio de unos cuantos expertos, otros son una riqueza compartida por muchos o al menos por apreciables masas de sabiondos. Es así que, mientras la métrica española es un misterio o una absoluta nulidad para la mayoría, y casi nadie sabe distinguir entre un alejandrino y un endecasílabo, ni les incomoda su ignorancia, en cambio, un número considerable de individuos, sobre todo masculinos, en muchos lugares y ambientes, tiene una razonable erudición acerca del slasher o cualquier otro subgénero del terror surgido en los años sesenta. Tampoco faltan los expertos en el porno setentero, época que algunos consideran la edad dorada del cine X, o al menos su edad heroica, por haber alcanzado sus mayores conquistas en cuanto a prestigio. Y aquí no hay solo los que se saben las vidas y hazañas de actores y actrices, sino que distinguen tipos de guiones y escenarios, y las trayectorias de los directores y productores, en sus diversas etapas, por ejemplo antes y después del home video. La verdad es que la mayoría no llegan a tanto, y si acaso habrán visto La masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974), madre nutricia del terror de las últimas décadas, y  quizás alguna escena de Garganta profunda (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972) o algo por el estilo. En cualquier caso, internet subsana las lagunas del agobiado cinéfilo, no solo a nivel de datos sino de imágenes, ya que si no tenía las cosas claras, Google le mostrará la ruinosa casa en medio de la pradera polvorienta con un cielo azul de fondo, así como la ominosa gasolinera atendida por gañanes de mala figura, y sobre todo las protagonistas femeninas, jóvenes con más pelos que ropa, y que podrían pasar del porno al terror sin cambiar el vestuario, y casi nada de los diálogos. Pero sobre todo, lo que el aficionado a la sangre o al semen fílmicos encontrará en la red será a otros como él, pero más entusiastas, que publican videos llenos de sapiencia sobre los pobres jóvenes desollados por psicópatas, lo mismo que sobre zombis, vampiros, extraterrestres y todo lo que se aparezca. Resulta que es un buen tema de conversación saber cuántos infelices ha matado Jason, cuántos Michael y cuántos Freddy. Y hablando y hablando sobre estas cosas, o similares, se va creando una simpática comunidad de seudo entendidos en el género. Tal comunidad agradecería con entusiasmo si le hicieran una película a propósito de sus gustos. Esta película sería la realización audiovisual de la docta charla entre varios amantes del terror y del porno de los setenta. Sería la película que ellos harían si tuvieran los medios y el talento. Tal cosa es X, la película de Ti West.

No se puede negar la calidad de la producción, y también del reparto, en particular la protagonista (Mia Goth), una actriz que por sus dotes actorales no parece que se pudiera encontrar en una de aquellas viejas películas de explotación. Pero este es precisamente el detalle: si ver porno del viejo, o alguna cinta de terror de bajo presupuesto, es una especie de placer culposo, la contemplación de la película de Ti West es un evento de cierto nivel. Se trata de uno de los buenos lanzamientos de la temporada, fuera de los grandes blockbusters, y los comentarios han sido casi siempre positivos. No es una película para ver con condescendencia, en busca del humor involuntario. En todo caso, no nos reímos de ella sino con ella, y si no hay lugar a sustos, por lo menos si se puede disfrutar de la estética sanguinolenta. En lo que sí es igual esta producción a sus referentes setenteros es en la simpleza de la historia y en la convencionalidad de los personajes. Las secuencias picantes o violentas resultan ser lo único relevante, si es que se puede decir algo así en este caso, lo demás es un sainete trillado con diálogos altisonantes sobre la vejez o la doble moral, todo con una muy cuidada fotografía, por supuesto.

Lo peor es que a veces parece que la cinta tratara de buscar cierta autenticidad en los conflictos de los personajes, más allá del juego cinéfilo, como cuando el cineasta se escandaliza porque su novia quiere hacer porno, y no quedarse pura e inocente detrás de cámaras, pero en realidad esto hace que la convencionalidad general quede más en evidencia. En últimas, la película se trata de un conteo de muertes raras, que no resultan ser para tanto, y que francamente no creo que impresionen a nadie. A menos, claro, que alguien quiera hacerse el sorprendido frente a sus amigos, amantes de la sangre falsa y de los senos reales. ¡Qué tiempos aquellos!

Nosferatu: La luz que mata

Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922)

Nosferatu es una película que fluctúa entre cine y literatura, de modo similar a como el protagonista, el vampiro conde Orlok, anda entre la vida y la muerte. Como se sabe, Nosferatu es probablemente la primera adaptación de la novela Drácula (1897) de Bram Stoker, obra fundamental en la construcción del mito vampírico moderno. La obra del alemán Murnau sigue, a grandes rasgos, el libro del irlandés Stoker, solo que se cambian los nombres de los protagonistas y la acción se traslada de Londres a una pequeña (y ficticia) ciudad alemana, así como también se cambia el periodo histórico de la novela,  de la Belle Époque (finales del siglo XIX) a los años 1830, o algo por el estilo, como sugieren el vestuario y los peinados. Esta historia del aristócrata vampiro que sale de su misterioso castillo para buscar la sangre inocente de una pálida joven, y en el proceso deja un reguero de muertos, nos es contada sobre todo por los intertítulos, escritos en una prosa rebuscada, que a su vez son ilustrados por imágenes que recuerdan cuadros románticos, con sus callejuelas tortuosas, torres ruinosas, bosques sombríos y melancólicos cementerios. Hasta aquí, Nosferatu es otra adaptación, más o menos libre, de una pieza literaria, que reemplaza la imaginación del lector con elementos visuales tomados de la historia del arte, como en una lujosa serie de Netflix o de la BBC, pero con los recursos de los años veinte.

Pero la cinta de Murnau es también otra cosa. A medida que avanza la narración, y sin interrumpirla, se intercalan poemas de naturaleza visual, propiamente cinematográficos, que usan los recursos de la imagen en movimiento para plantear ideas y causar sensaciones. En este caso es preferible un ejemplo para explicar esta característica de la película. En un momento, se muestra a un profesor que explica a sus estudiantes la alimentación de plantas carnívoras, y vemos al vegetal, en efecto, devorando pequeños animales; también muestra a un pólipo en el microscopio alimentándose, del cual dice que está hecho de tan escasa materia que es «casi un fantasma». Luego vemos a un demente encarcelado, poseído a distancia por el vampiro, que observa una araña que atrapa un insecto en su red, y él mismo se alimenta de los bichos que coge al vuelo. Y por último, se nos muestra a la pobre Ellen, solitaria y frágil, atrapada en las redes invisibles tendidas por el monstruo chupasangre.

El montaje paralelo de estas secuencias las hace parecer iguales en valor. Es como si dijera que los insectos y la mujer son víctimas de quienes están sobre ellos en la cadena alimenticia. El vampiro es un cazador más, junto con la araña y el lobo, que también aparece acechando al ganado, durante el viaje del simpático agente inmobiliario a negociar con el excéntrico noble de Europa oriental. Se sugiere, con imágenes, no con palabras, que Nosferatu es un depredador como tantos otros en la naturaleza, que cumple su misión destructora impulsado por un instinto incontrolable.

De igual forma, cuando se desata la plaga en el barco que traslada la tierra maldita donde debe reposar el monstruo en su nueva casa de la ciudad alemana, se ven ratas salir de las cajas que contienen el infame material. Nunca queda claro si las ratas son compañeras del vampiro o el propio Orlok metamorfoseado, al que vemos surgir de la nada para acechar a los tripulantes, entre las sombras del interior del navío o de su solitaria cubierta. De ahí que Nosferatu sea un agente transmisor de la peste, como los roedores, no un sobrenatural hijo del diablo. Así como no son muy propias de un satánico amo de las tinieblas, las escenas donde vemos al escuálido vampiro recorrer las calles desiertas con el ataúd debajo del brazo, como si fuera un repartidor de domicilios. La negra figura que camina sin elegancia por el empedrado con su estorbosa caja, parece un perro con un hueso entre los dientes, que busca donde enterrarlo.

Aunque, sin duda, es en la forma en que ataca el vampiro a sus víctimas y en la destrucción final del monstruo, donde se ve con más fuerza el enfoque propiamente cinematográfico, que deja de lado el referente literario. En el primer caso, son las sombras del conde las que devoran y violan a sus presas, no sus manos o sus dientes. La silueta encorvada y los largos brazos se proyectan sobre rostros aterrorizados, y a veces lujuriosos. Las crueldades de los colmillos y las garras del infernal aristócrata se convierten en un efecto de luz y sombras, más que en forcejeos y espasmos. En el segundo caso, la muerte por la luz del amanecer, que convierte a Nosferatu en una llama, es un aporte de esta película a la tradición vampírica. En el original, son las cruces, el agua bendita y las estacas de madera las que liquidan a la bestia. Murnau prefirió matar a su criatura con luz, por medio de una superposición de planos (truco usado desde los comienzos del cine, por ejemplo por George Méliès). Esta muerte a causa de la luz evita la sangre y el histrionismo, cosa que no hace la versión de Werner Herzog de 1979, donde vemos a Klaus Kinski, con un maquillaje parecido al de Max Schreck en la cinta de los años veinte, pero que no se volatiliza al contacto de los rayos del sol, sino que convulsiona patético en el suelo, como un drogadicto con síndrome de abstinencia.

Al final, el monstruo es vencido por el sacrificio de la inocente mujer, y la peste se detiene en la ciudad. Y sin embargo no hay celebración. La realidad es que no hay euforia al final de la catástrofe, ni siquiera un suspiro de alivio. La razón es que Nosferatu es solo una plaga entre otras. La muerte no puede ser vencida y tampoco eliminada la supremacía de los fuertes sobre los débiles. Al fin y al cabo, el monstruo muere, como cualquier otro organismo, cuando se le expone a un elemento al que no está adaptado. Todo de acuerdo al pesimismo de la película, porque la presencia de la muerte, y de la enfermedad y el dolor, llenan cada escena desde el idilio inicial de la joven pareja de esposos. En realidad, ni el diablo puede doblegar a las fuerzas destructivas de la naturaleza.

La amargura de la película no proviene de la narración literaria truculenta de la que parte, sino de las ideas planteadas a través de los encuadres, la iluminación, el montaje y los efectos visuales, es decir, del despliegue cinematográfico de esta famosa «sinfonía de terror».

El hada deprimida

Gerda (Natalya Kudryashova, 2021)

Ni una película ni ninguna otra obra se hacen a partir de la realidad. La realidad es inabarcable. En verdad se parte de mitos que corren entre la gente, y que igual que las ideas de Platón, se terminan encarnando en múltiples objetos y de diversos modos. Uno de esos mitos (no se entienda mito por mentira) es aquel que dice que los seres humanos explotan en espiritualidad a causa del sufrimiento. El dolor es el catalizador de la reacción que transforma la materia en espíritu. En el cine y en la literatura, así como en las historias que van de boca en boca, los lugares característicos del sufrimiento son los barrios pobres o las áreas marginales de cualquier tipo. Son las comunas de Medellín, las favelas de Río, los slums de la India, los pueblos destartalados de los white trash gringos o los guetos de negros y latinos, y también, los grisáceos edificios de apartamentos en las afueras de las grandes ciudades de Rusia y Europa. En tales territorios se muele el fruto humano con el molino de las estrecheces y las humillaciones para extraer el más fino aceite espiritual. Otro mito, relacionado en parte con el anterior, es el de la prostituta que en verdad es un ángel o cosa parecida. Comúnmente conocido como “la prostituta de buen corazón”, esta idea se encuentra en realizaciones tan disímiles como Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) de Fellini o Mujer bonita (Pretty Woman, Garry Marshall, 1990) con Julia Roberts. También se encuentra en Gerda, película rusa que muestra la sufrida existencia de una joven, habitante de uno de esos complejos residenciales de Europa del este, mustios y mugrosos, llenos de borrachos y desesperanza. Estudiante de día, stripper de noche, por encargo de la universidad hace encuestas al vecindario sobre sus vidas y sus opiniones. Los vecinos están aún peor que ella, que vive con una madre loca y aguanta las visitas de un padre adicto, probablemente un policía no muy ejemplar. La muchacha se llama Lera, pero Gerda es su nombre de bailarina toples, y es el nombre de un personaje de cuento de hadas. Cuando la joven cierra los ojos se ve a sí misma transformada en una criatura translúcida en medio de un bosque mágico, en unas secuencias estéticamente problemáticas, que recuerdan a Disney y a Tarkovski, sin lograr ser lo uno ni lo otro. El contraste entre el triste mundo real y el maravilloso de la fantasía, o de los recuerdos de infancia, es demasiado obvio, y da la impresión de que se quisiera endulzar un drama social con espiritualismo barato. Al final se ven talados los árboles de la plazuela del barrio, y esto es ya una metáfora demasiado fácil del desespero de la protagonista, que pierde real e imaginariamente cualquier ilusión de belleza y bondad en este mundo. Con todo, la película resulta conmovedora por momentos, y es precisamente en los instantes de mayor crueldad, por ser los más reales. Los momentos “mágicos” resultan extrañamente fríos e intrascendentes. La deprimida stripper o la ineficiente encuestadora valen más que el hada blancuzca de las nieves.

Los libros y los mosquetes

La literatura es una cosa muy anticuada. No es que sea algo sempiterno e invariable, como las ganas de orinar después de tomar café. Es una antigüedad que tiene fecha no tan lejana, como los automóviles tienen modelo. El día que Gutenberg publicó su Biblia en 1456, ese fue el día del nacimiento de la literatura (modelo 1456), y también de la filosofía, y de las ciencias. Quizás sobre esta última haya polémica. Porque el caso es que cuando pensamos en literatura o filosofía o historia, de inmediato nos vienen a la mente imágenes de libros y libros. Sin embargo, la palabra ciencia nos remite a probetas, mecheros, microscopios, gente de bata blanca que mira con cuidado con una lupa y escribe a toda velocidad en un teclado. Probablemente, también imaginaremos que los científicos trabajan sobre mesas metálicas o de un blanco marmóreo, iluminadas desde abajo con luces de neón, como los estilosos investigadores en la serie CSI.

Antes de Gutenberg también había libros, se dirá, pero eran tan caros como un Ferrari. Quién se iba a imaginar en esos tiempos que un poema o un romance eran algo que existía necesariamente impreso entre dos tapas. Ostentar un montón de papel encuadernado era en aquellas épocas como sacar la ametralladora M60 en una guerra de pandillas en un barrio. No cualquier vicioso podría operarla, tendría que ser el sicario que consumiera droga siquiátrica, pastillitas, un producto más elaborado de la química industrial, no solo bazuco. No es muy probable que la existencia de la poesía dependiera de semejantes monstruos de tinta y celulosa. El verso y la prosa corrían de aquí para allá, esclavos o fugitivos de la memoria, o si acaso consignados en algún papel arrugado. El códice era un lujo estrafalario, como el poder de fuego en las batallas entre combos.

La existencia de internet ha hecho que los libros se conviertan en una tecnología anticuada, aunque no obsoleta, y por ello, la literatura es un romántico trasto viejo, semejante a las vitrolas o a los mosquetes.  La música no es cosa de discos de setenta y ocho revoluciones ni la guerra algo que dependa de los fusiles de avancarga, cebados con pólvora negra, que cubría de humo el campo de batalla; pero la literatura si es cosa de libros, o al menos eso es lo que parece.

Hablar de literatura y pensar en mamotretos de tapa de cartón es una puerilidad evidente, aunque, extrañamente, muy común. Recuerda la historia de un niño que, hace muchas décadas, preguntaba al padre: «apá, apá, ese señor con el carriel, ¿ese es el gobierno?». El niño señalaba a un pobre tipo encargado de pagar a los peones que arreglaban un camino. La ingenuidad tierna y risible del infante es muy similar a la de los que imaginan bibliotecas con estanterías interminables cuando tratan de figurarse lo que es la literatura. Millones de libros arrumados en mágicos anaqueles contienen la literatura o, inclusive, son la literatura, de la misma forma que para el niño del cuento, un sudoroso funcionario de carriel encarnaba todo el aparato administrativo del Estado.

La peor propaganda que se puede hacer a la literatura es identificarla con los libros. El amor al impreso equivaldría al amor a la poesía. Tal estrategia de promoción convierte a la lectura en un nicho nostálgico de adoradores del papel y adictos a la tinta. La literatura para tales aficionados sería como la guerra para los participantes en recreaciones históricas de batallas. Oficinistas y nerds, vestidos como soldados, avanzan colina abajo a encontrar a sus enemigos, disfrazados con otros uniformes, igual de limpios y relucientes. Se disparan fusiles y hasta cañones, y algún viejo se cuelga una casaca llena de charreteras y hace los gestos y adopta las maneras de Robert E. Lee, Helmuth von Moltke, Ulysses S. Grant, el mismísimo Napoleón Bonaparte o cualquier otro general de los tiempos de antaño, cuando los comandantes andaban a caballo y asistían a los combates, con un brillante sable prendido al cinto. Y con todo, que pasaría si se oyera un solo tiro real, si una verdadera bala de cañón atravesara silbando el aire entre las ordenadas filas de frikis que juegan a pelear la batalla de Sedan o de Gettysburg. Sin duda, si le llega a dar a algún húsar o lancero de utilería, el susto sería mayúsculo; pero si este auténtico, aunque impreciso proyectil, va a caer en algún arrume de paja, la reacción será al comienzo de curiosidad, con toda razón, luego de indignación, y después se buscará al responsable para expulsarlo de la asociación de historical reenactment. Si en el mundo de los adoradores de los libros apareciera de pronto la literatura, haría el efecto de una bala real en una fingida guerra de enamorados de la nostalgia militar. El que ama las fantasías de la nostalgia se ama a sí mismo, no a los objetos recordados, porque estos ya no existen más que en su memoria. El que ama a los libros y los agarra por el lomo y hunde sus narices para oler los aromas del canto, acariciar la cubierta y contemplar extasiado las solapas, no ama la literatura. En realidad, añora los tiempos en que los libros contenían con frecuencia las obras que hoy atraviesan el aire, no como balas, pero sí como ondas.

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