¿Escribir como resistencia?

Se dice que hay que escribir como resistencia. Al menos en redes sociales y en ciertos ambientes, es una especie de justificación para la actividad de juntar letras. ¿Resistir a qué?, y en caso tal, es efectiva dicha resistencia tipográfica. En cualquier caso, se ha escrito por muchas razones a lo largo de la historia, aunque las más comunes son cinco o seis. Primero, como actividad propia de personas ociosas, que pueden disponer de su tiempo sin apuros económicos. El ocio es una situación de poder. Significa tiempo libre, pero también superioridad sobre el resto de la gente ocupada en sus negocios, es decir, en lo que no es ocio: en el trabajo y en las obligaciones familiares y cívicas. El ocioso escribe por una u otra razón, pero es notorio que lo hace, además, para demostrar que puede hacer lo que quiera con su tiempo sin ser tachado de holgazán. Puede despacharse con una traducción de la Ilíada al latín, por ejemplo. Segundo, se escribe como negocio, por dinero que se cobra por palabra o por hora. Es el trabajo del escritor profesional. A un escribidor se le encarga un texto como se le puede encargar una torta a un pastelero. Aunque también es el caso del abogado que redacta una demanda o del empleado que escribe un informe. O se escribe esperando alguna recompensa futura, como en el caso de la escritura académica. Tercero, escribir también puede ser una penosa obligación. Como en los trabajos de los estudiantes, o en una situación menos conocida, cuando los superiores obligaban a los clérigos y monjas a redactar o a dictar sus biografías. Cuarto, se escribe a favor o en contra de un gobierno o de un régimen. Se entiende que esto lo hacen quienes tienen los medios, y gozan de libertad para publicar dentro o fuera del país en cuestión. Es claro que además de atacar al contrario hay que coquetear con los partidarios. Quinto, la escritura de diarios o cartas personales para desahogar el alma acongojada. Aunque también pueden servir para preservar eventos curiosos o importantes que de lo contrario se borrarían de la mente. Sexto, escribir como autoexamen al final de la vida o para distraer las horas muertas de la vejez. Generalmente el resultado son las memorias o autobiografías. Por supuesto que en algunos casos varias motivaciones coinciden. Un millonario ocioso puede escribir sus memorias para uso privado, pero se convierten en un éxito de ventas que hace aún más rico al infeliz, y lo motivan a escribir una segunda parte con el cebo de un generoso adelanto y una posible adaptación al cine.

Pero, entonces, dónde queda la “resistencia”. Esta palabra hace pensar en los grupos de milicianos que lucharon de modo irregular contra los nazis y fascistas durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en Italia y Francia. Aunque ha habido resistencias en muchos tiempos y lugares, la imagen más corriente de estos grupos armados es la que el cine y la televisión han popularizado, teniendo como protagonistas a bandas de desaliñados guerrilleros escondidos en cuevas y planeando emboscadas contra pelotones alemanes, o a grupos de nerviosos combatientes urbanos instalando bombas en el automóvil de algún general enemigo. Además, en obras de ciencia ficción o fantasía, es común el cliché de los grupúsculos que luchan en condiciones de inferioridad contra algún poder potentísimo y tiránico que esclaviza al planeta o a la galaxia. En estas películas o novelas se reproduce el mito de David contra Goliat: la fuerza moral de pequeños grupos de apasionados contra grandes poderes organizados. Este mito surgió en los Estados de Europa occidental que estuvieron ocupados por los nazis durante la guerra. Los ejércitos alemanes fueron vencidos por las tropas angloamericanas y por la Unión Soviética, pero para darle una base ideológica a las naciones renacidas se sobredimensionó el papel de la resistencia local en la derrota alemana. Se quería dar la impresión de que la mayoría de la población combatió contra el invasor, mientras una pequeña minoría canalla se entregaba al colaboracionismo. Esta supuesta hazaña colectiva incluyó a los que lucharon con las armas, pero también a quienes escribieron y cantaron en contra del enemigo, arriesgando su vida en el proceso. Pero la realidad fue al revés. La mayoría de la gente aceptó con resignación la ocupación, y a veces se aprovechó de ella. Esto incluyó a los artistas y escritores. Por ejemplo, en París, muchos famosos continuaron con su actividad como antes de la guerra y cultivaron la amistad de los alemanes. Solo una pequeñísima minoría arriesgó su vida para expulsar al invasor, pero, en cualquier caso, sus acciones no fueron decisivas en la victoria.

Pero si la resistencia no fue importante en la realidad del campo de batalla, si lo fue como mito político que sirvió para amparar ideológicamente los nuevos regímenes democráticos. Tales Estados reconstituidos fueron creados por presión norteamericana, con miras a evitar la expansión soviética. Había que olvidar el pasado colaboracionista. Para ello se usó la leyenda de los partisanos con el fusil al hombro, secundados por los poetas repartiendo pasquines antinazis clandestinos, que increíblemente derrotaban a los tanques y aviones alemanes.

Hay un fondo de falsedad en todo el asunto de la resistencia, incluyendo la “escritura como resistencia”. Porque si los pobres escribidores no se vieran constreñidos a resistirse usando la pluma, ¿qué se supone que harían? Supongo que usarían otras formas más directas para destruir al enemigo, como las ametralladoras o las bombas; o ya instalados en el mando, dirigirían los asuntos públicos desde su elegante oficina gubernamental. O al final, vistos sin enemigos ni temores, se dedicarían a pastorear ovejas en un paisaje de verdes colinas rodeadas de bosques umbríos, o a cuidar jardines laberínticos en imponentes castillos. Harían cosas magníficas, sin duda, pero no escribirían, ya que no habría nada a que resistirse. Se dejarían las letras a los ociosos, los ambiciosos, los amargados y los solitarios. Los antiguos resistentes se dedicarían simplemente a vivir. Pero la verdad es que el negocio de vivir lo podrían emprender desde ya, aún con el enemigo a las puertas, y olvidarse de literaturas.

La nueva iglesia

Mañana abrirán las iglesias. No encontrarán los cirios encendidos en el altar ni el agua vendita en su pila. Las luces estarán apagadas porque todo el alumbrado eléctrico habrá desaparecido, y los horribles parlantes, los micrófonos y los cables. La cartelera con letreros en mayúscula de alguna fuente chillona de Word no estará en su lugar, y solo las manchas en el piso recordarán su existencia. Es una catedral gótica de una antigua ciudad europea o algún templo barroco de América. Las tumbas se apiñan en sus muros. Esta gente convertía la podredumbre en cimiento de maravillas. Pero el cura y los feligreses han desertado. La iglesia será desde mañana como las pirámides de Egipto o Teotihuacán. El turista y el aficionado al arte no se verán estorbados por las viejas que rezan el rosario o por el mendigo desquiciado que se arrodilla frente a la Virgen. Los parroquianos se habrán ido sin resquemores y sin remordimientos. Esos edificios ya no les pertenecían y eran un estorbo para ellos, como lo eran ellos para los nuevos dueños. Ya nadie hablará con los santos, que al fin vivirán en paz como las piedras y palos que son.

Ignorancia o desilusión

Clementine (Lara Jean Gallagher, 2019)

Clementine juega con las expectativas del público. Parece un thriller erótico, pero no lo es exactamente; se insinúa como una película fantástica o surrealista, pero está lejos de serlo; incluso se puede llegar a pensar que se convertirá en una cinta de terror, pero no hay vísceras ni sangre en escena. Se trata de un juego astuto que engrandece una obra muy sencilla en sus medios técnicos y de trama fácil de seguir. Prácticamente una sola localización y dos personajes principales, más dos secundarios, durante hora y media de ritmo lento pero constante. Porque, a pesar de su producción de bajo presupuesto y de ser el primer largo de la directora, no es una típica película “indie”. Sobre todo por el ritmo, pues aunque no presenta secuencias de montaje trepidante, tampoco cae en el estereotipo “indie” de planos de personajes mirando al horizonte, o tomas de espaldas de una larga caminata, generalmente de una mujer joven, en algún paraje desierto, con el viento agitándole el pelo y azotando los micrófonos. Se trata de una realización que sigue las peripecias de los personajes, los acompaña en sus relaciones y en sus conflictos internos. El hecho de que finja ser una película de género, para luego negarlo, se relaciona con el problema de la protagonista, que también está atrapada en una vida de apariencias.

La historia se centra en una joven aspirante a artista que acaba de ser abandonada por su pareja, una pintora famosa. Despechada se va a la casa de campo de su ex, en medio del bosque. No es claro lo que busca en aquel lugar, pero la casualidad le presenta a una atractiva muchacha que vive cerca, cruzando el lago, como en un cuento fantástico. Comienza un ir y venir de engaños y malentendidos, en parte provocados, en parte involuntarios. El caso es que la despechada intrusa en casa de su ex pretende ser una figura de autoridad respecto a su vecina casi adolescente, algo parecido a lo que su famosa compañera representó para ella. Pero la misteriosa joven resulta no ser tan inocente, aunque si un tanto imprudente, sobre todo en su deseo de ser una actriz de Hollywood. La protagonista descubre que la extraña visitante es en realidad una muchacha de familia que vive en un simpático vecindario de casitas con jardín y juega con su hermanita. No tiene más remedio que aceptar que no puede hacer el papel de experimentada mentora con la pueblerina, lo cual quiere decir que no puede jugar a ser como su poderosa expareja. Tiene que aceptar que no tiene nada, ni en lo económico ni en lo sentimental, y sobre todo que no es una exitosa mujer “cool” de la gran ciudad; así como los espectadores tenemos que aceptar que no hay ni monstruos ni sexo ni balaceras ni fantasías en lagos misteriosos llenos de criaturas espectrales, ni tampoco proyecciones mentales producto de alguna enfermedad.

Con todo y ser una película muy sencilla parece plantear un problema difícil, que se podría resumir así: se vive en la ignorancia o se vive en la desilusión. Sin embargo, la desilusión final resulta ser una ganancia, aunque triste.

Basura inmortal

La vieja guardia (The Old Guard, Gina Prince-Bythewood, 2020)

Hay quien se queja de películas demasiado sofisticadas, llenas de manierismos visuales y enredos narrativos. Se acusa a tales productos de pedantería. Pero deberían quejarse también de películas tan obvias y simplonas que podrían considerarse extremadamente humildes. Ese es el caso de La vieja guardia. Basada en un cómic, resulta claro que se trata más que nada de un ejercicio de mezcla de géneros como el fantástico, el bélico, el thriller y, por supuesto, la acción. Para explicar por qué no funciona en ningún sentido es más fácil decir que consiste en una revoltura de Los inmortales (Highlander, Russell Mulcahy, 1986), con la serie de los ochenta Los magníficos (The A-Team), más Rambo, los Power Rangers y La rosa de Guadalupe. Parece burla pero es exacto. Un grupo de mercenarios (aunque inmortales) realizan misiones para ayudar a la humanidad, mientras tratan de no ser descubiertos. Sufren de conflictos existenciales y la protagonista (la más vieja) tiene mal carácter (como si Charlize Theron fuera Stallone). Son un grupo de cuatro que se vuelven cinco, viven en refugios secretos y todo lo hacen juntos: comer, dormir, hacer chistes y pelear contra los malos. Pero de donde más sacan inspiración los realizadores es de La rosa de Guadalupe. La ambientación y toda la producción son baratas. Los diálogos son obvios y sumamente explicativos. Todo lo cuentan. Inclusive algunas cosas importantes no las muestran, solo las dicen. Y otras veces relatan lo que acabamos de ver. Ejemplo: la mamá regaña a la niña y la amenaza con quitarle el celular; luego esta le cuenta a su amiga, “imagínate que mi mamá me acaba de regañar y me dijo que me iba a quitar el celular”, a lo que la amiga responde “tu mamá te regañó y te quiere quitar el celular”. Todos llorando por supuesto. Así es La vieja guardia. Hay una súper pelea donde la heroína mata más que la protagonista de Kill Bill, solo que casi no muestran nada, únicamente las consecuencias. Pero lo más decepcionante son las escenas del pasado. La guerrera más vieja se llama Andrómaca de Escintia, y lo único que vemos de su mítica trayectoria son unos planos de ella vestida con un disfraz de Halloween muy feo. Aquí, quizás, se ve la influencia de Xena: la princesa guerrera. Pero no se entienda como que la película de Netflix llega a ser tan divertida como cualquiera de sus fuentes de inspiración. Cualquier capítulo de Los magníficos, o de los Power Rangers o de Xena es mucho mejor. Y hay más sangre y crueldad en Rambo, y mejores peleas con espadas en Highlander, además de una canción de Queen. Pero lo peor es que no se puede uno reír como con un capítulo de La rosa de Guadalupe. Porque La vieja guardia es una película mala en el mal sentido de la palabra.

Al final hay un mensaje de esperanza y una promesa de segunda parte. Aunque la moraleja de este, al parecer, exitoso lanzamiento de pandemia es solo una: los ricos que invirtieron en esta producción deberían haberse gastado la plata en cocaína y prostitutas.

Costumbrismo del bueno

El traidor (Il traditore, Marco Bellocchio, 2019)

El traidor es una gran película y es una película costumbrista. Para muchos se trata de una contradicción, pues el adjetivo costumbrista es generalmente empleado como un insulto hacia una obra literaria, pictórica o cinematográfica. Se supone que una obra costumbrista es un trabajo que busca exaltar aspectos de la vida de ciertos lugares alejados de los centros civilizados, o peculiaridades de grupos marginados  de la población que resultan pintorescos para la gente integrada y próspera. Frente a este arte de temas vulgares, estarían las grandes obras centradas en problemas serios, como los conflictos políticos, tales como guerras y revoluciones, o los avatares de las relaciones interpersonales, con todas sus complejidades psicológicas.

Si se mira históricamente, el costumbrismo constituye un elemento importante en el desarrollo de la literatura occidental desde el siglo XVIII. “El costumbrismo es una práctica literaria que surge de la transformación del concepto de imitación que se opera en la estética del siglo XVIII de acuerdo con un cambio social e ideológico de carácter revolucionario. Ahora lo local y temporalmente delimitado va a reconocerse como objeto de imitación poética” (Costumbrismo: Estado de la cuestión, José Escobar). La idea era que la obra funcionara como un espejo donde se pudiera encontrar representada la vida cotidiana de personas vulgares. “El término español costumbres expresa justamente el concepto moderno de mímesis en que lo circunstancial va a reconocerse como objeto de imitación frente al concepto tradicional de imitación de la Naturaleza entendida como idea abstracta y universal, no determinada circuns-tancialmente ni por el tiempo ni por el espacio” (Costumbrismo: Estado de la cuestión, José Escobar). Esta Naturaleza que pretendía imitar el arte clásico era precisamente lo inmutable, por tanto, lo que era igual en todo tiempo y lugar. Lo cual implicada desconocer, o al menos menospreciar lo peculiar y local, por considerarlo superficial e intrascendente. “La mímesis costumbrista -el costumbrismo, el realismo- quiere ser mímesis de la historia presente, de la prosa de lo particular y no de la poesía de lo general, según la concepción aristotélica clásica. Tiene una pretensión documental. En su ansia de veracidad, aspira a completar la representación histórica de la realidad transcribiendo lo que los historiadores desatienden, los aspectos circunstanciales de la realidad ordinaria, para ofrecer un cuadro de la historia que sea un cuadro de la vida civil, excluida de los libros que tratan de la gran Historia” (Costumbrismo entre Romanticismo y Realismo, José Escobar). El costumbrismo atiende a la historia con minúscula. Tal atención responde a un interés por las cosas de este mundo terrenal, en oposición a cualquier realidad trascendental o metafísica. Lo que incluye a la historia, entendida como el crecimiento y caída de los Estados desde tiempos remotos hasta la actualidad.  Es como decir: ya que este mundo de aquí y ahora es lo único que hay, es justo mirarlo con cuidado y hacer arte a partir de su precisa imitación.

Toda esta introducción viene, no para demostrar un inexistente conocimiento de historia de la literatura, sino, al contrario, para apoyarme en la autoridad de un experto, y decir que El traidor no es una obra menor por ser costumbrista. Pertenece a una tradición muy fuerte y valiosa del arte moderno.

El traidor es una película de mafia, pero no se ven los mafiosos como idealizados bandidos tipo Robin Hood, o como misteriosos y parsimoniosos señores que dirigen sus negocios con la pose hierática de un ídolo tribal. En tales idealizaciones, las vidas de los jefes de banda se utilizan para desarrollar problemas relacionados con temas tremendos e inmortales, como el poder, la ambición, el honor, el pecado, el amor (generalmente prohibido), la lucha de clases, la familia, y básicamente cualquier cosa que se considere importante. En la película de Marco Bellocchio vemos, en cambio, un grupo de delincuentes que actúan en un cierto periodo de tiempo a fines del siglo XX, en Italia, en Sicilia, bajo unas precisas condiciones políticas y económicas, con una tradición cultural muy particular. Además, se ve al sistema judicial italiano de los años ochenta y noventa, y a los ricachones de Río de Janeiro en la misma época. Los minuciosos detalles de los trajes, los carros, la música, las armas, y por supuesto, el lenguaje, ocupan el lugar central.

En la película, como buena obra costumbrista, se muestran muchas ceremonias, rituales y procedimientos rutinarios, desde fiestas hasta interrogatorios judiciales. Pero el momento decisivo y culminante son las escenas del proceso en la corte, en un escenario construido a propósito para el gran juicio a la mafia. Las escenas son ridículas, caricaturescas, pero no lo son porque haya un propósito deliberado de burlarse de la santidad de los tribunales. Es una representación exacta de lo que sucedió. La intervención del realizador consiste en escoger los momentos más ilustrativos que ayuden a entender la realidad de la vida de los implicados en un largo y aburrido procedimiento, aunque también ridículo. A diferencia de los procesos que vemos en las películas y series de Hollywood, en este juicio no se descubre nada que no se sepa de antemano, ni hay clímax dramáticos producto de giros insólitos de los acontecimientos. Lo que se ve es un álbum de estampas pintorescas, pero reales, de un famoso proceso desarrollado en Palermo en unas fechas precisas que se indican en la pantalla.

La maravilla de esta película es hacer interesante y apasionante un suceso que en realidad hace parte de la crónica política, y de la crónica roja italiana, de hace más de treinta años. Es difícil decir que se trata de un suceso importante para el mundo, o que se trata de una alegoría o metáfora de algún problema esencial de la naturaleza humana. Por ejemplo, no hay redención de ningún personaje, ni tampoco descenso a los infiernos. El “traidor”, Tommaso Buscetta, quien da nombre a la película, termina tan delincuente como al principio, solo que un delincuente protegido por el Estado gracias a su testimonio. En realidad lo que hizo fue usar al aparato judicial para vengarse de sus enemigos mafiosos, y jamás se arrepintió, a pesar de que a tales delatores se los llama pentiti (arrepentidos). De hecho, parece que no dijo todo lo que sabía sobre las conexiones de la mafia y las altas esferas de la política, ya que esto podría ser demasiado peligroso.

Aunque viéndolo bien, en verdad si hay algo trascendente en lo vulgar e insulso de tanta violencia y caos. Lo más cruel e inhumano se presenta al mismo nivel de la más pacífica de las acciones. Durante una sesión del juicio, uno de los acusados se cose la boca con aguja e hilo mientras está encerrado en una celda del tribunal que parece una jaula de zoológico. Casi al mismo tiempo, un abogado vestido con toga pela una naranja. ¿Qué es más importante? En realidad es imposible saberlo, pues el peso de la cotidianidad y de la vulgaridad todo lo aplana.

El pesimismo de la película no está en un desenlace triste, sino en el hecho de que no hay desenlace. De todo este espectáculo solo nos queda una pintura magnífica, pero ninguna moraleja.

Había un niño en una fortaleza

Recuerdan unos la niñez con alegría y otros con tristeza. Todos tienen un arsenal en su memoria que alcanza para reír o para llorar según el ánimo del presente. Pero más allá de las variadas experiencias de cada persona, el hecho es que la infancia está marcada por la tacha de la debilidad. Objetivamente, el cachorro humano es la criatura más indefensa que existe en el planeta, y nadie ignora que ese es el origen de la ternura que inspiran los niños. Pero la ternura es un sentimiento que tiene siempre un toque de tristeza. De ahí que las experiencias de la infancia pueden ser positivas o negativas, pero todas provocarán recuerdos tiernos, y en este sentido tristes.

Lo mismo sucede cuando dejamos los recuerdos y observamos a un niño siendo nosotros adultos. La imagen que dan estos seres es la de ser especímenes que no pertenecen a este planeta, y por eso andan con torpeza como los astronautas en la luna. El hecho es que necesitan de extremos cuidados porque su organismo no está adaptado para la vida terrestre. Aunque el ser humano es siempre débil comparado con otros animales, saca su fuerza de la pertenencia a estructuras sociales que lo ayudan a sobrellevar los embates de la existencia. Lo que sucede es que el niño no participa de ninguna sociedad. Solo lo llevan y lo traen de un lado para otro sin preguntarle, pues su lenguaje es insuficiente para entrar en cualquier plan.

De todos modos, el niño a medida que crece se hace más hábil físicamente, aunque su vida sigue marcada por la fragilidad. Con los años, y después de cierta edad, empieza a darse cuenta de que en realidad no puede participar de la mayoría de las actividades, y es inevitable la impresión de que la vida sucede tras un telón, que solo deja ver un poco del exterior por entre sus pliegues. En este cuarto con las cortinas cerradas, queda el niño rodeado por un espacio casi vacío. Tras este hueco está la verdadera vida de los trabajos y diversiones. Este espacio es puro tiempo. Un tiempo de apariencia interminable. Tanto que no hay con que llenarlo, lo cual es precisamente la definición del aburrimiento.

En El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel uno de los personajes lanza una frase que queda sin explicación: “nos aburríamos como lo hacen la mayoría de los niños”. No lo dice con amargura, lo dice con una sonrisa tierna, como de niño, al recordar su época de colegial. Esa sensación de aburrimiento se produce por el tiempo que se extiende sin límite frente al niño. El no tener pasado, y en cambio, tener todo el futuro a disposición es lo más raro de la infancia, más que cualquier característica física. Por eso los niños son tan buenos trabajadores y tan fáciles de explotar. Como no saben qué hacer con su tiempo aceptan que otro les diga que hacer, muchas veces con gusto. En Antioquia existe, o existía, la expresión “poner destino” para referirse a la acción de dar órdenes a una persona (casi siempre un menor) para que realice tareas domésticas. Y la gran dificultad de la educación en la infancia es que casi todos los conocimientos que se imparten en las escuelas están orientados al futuro, a la vida adulta, que es una realidad casi abstracta, o que en todo caso se ve con tonos borrosos, como vista a través de un vidrio empañado. Lo que es concreto es el instante vacío de aquí y ahora que nunca se sabe bien como llenar. Alguien me contó acerca de su infancia en el campo hace muchos años. Eran tiempos de mucha precariedad. No eran niños llenos de juguetes y aparatos electrónicos, y desde muy temprano tenían que ayudar con trabajos pesados. Sin embargo, hubo un detalle que me llamó la atención. Decía el viejo que el trayecto entre su casa y el pueblo se hacía en menos de media hora, pero él recordaba que tal caminata parecía interminable, aunque no era el cansancio lo que causaba tal sensación, pues decía que era ágil como un ternero. Contaba, además, que tenía la sensación de que pasaba el día “pastiando” con sus hermanos y vecinos. Esta vida de rumiante, anodina, sin actividades determinadas es una imagen que describe muy bien la realidad del tiempo para los niños.

No digo nada acerca del trato que se debe dar a los menores por parte de la sociedad. Ese es un tema imposible para mí. Pienso más bien en la actitud tan común frente a la infancia propia y a la infancia en general. Es muy frecuente usar la niñez como vara de medir para todo lo bueno de la vida. El adulto piensa que el niño es un afortunado por tener toda la vida por delante, y desearía recuperar esta sensación de novedad absoluta y de posibilidades infinitas. Como en El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles, cuando el amargado viejo moribundo recuerda el trineíto Rosebud de su lejana niñez en el campo. Muchas veces se ha señalado la cursilería de este recurso, pero no se dice nada de su falsedad. Pues Kane vive encerrado en su palacio extravagante escondido del mundo, y parece recordar con ternura la libertad de su infancia. Pero, en realidad, un niño es una especie de preso recluido en una celda muy grande, o más bien en una fortaleza enorme, para él solo. El espacio se extiende a su alrededor, pero aun así está encerrado, y su deseo cabalga más allá de los muros, aunque nada lo oprima gravemente en su reclusión. Es una paradoja triste, como la infancia: de niños soñamos con escapar de una cárcel que de mayores recordamos con cariño, y a veces hasta quisiéramos volver  a ella.

James Franco y la Wikipedia

Es una serie de televisión de hace años cuyo nombre no recuerdo. Una fiesta de hipsters en Nueva York. Alguien interrumpe la conversación de los protagonistas y les dice que en el piso de arriba James Franco realizará una lectura dramática de su propia biografía de Wikipedia. Todos se van a presenciar el espectáculo y queda en suspenso el diálogo de los personajes. No es necesario decir que nunca vemos la escena de Franco haciendo su performance narcisista. Para esa época el actor ya era muy famoso como para hacer cameos en series fracasadas. Sin embargo, el chiste me quedó sonando. ¿Es verdaderamente tan absurdo? Supongo que en una fiesta de hipsters cualquier cosa es posible, pero shows similares los vemos todos los días en internet, haya o no haya “alternativos” presentes.

Porque no se puede negar que existen muchos videos, podcasts y blogs que lo único que hacen es reproducir información de Wikipedia o páginas similares, presentándola como una introducción o contexto para sus análisis, críticas o lo que sea. En realidad, una gran porción de dichos videos o textos es ocupada por datos que cualquiera puede buscar con un par de clics. En el caso del material relacionado con cine y literatura nunca faltan los datos reveladores sobre las carreras de los protagonistas o de los autores, algún dato histórico supuestamente decisivo y una lista de las influencias de la obra en cuestión. Algo así como: “Fulanito dirigió tales y tales películas, su padre estuvo en la Segunda Guerra Mundial, que fue un conflicto que tuvo lugar entre 1939 y 1945 entre alemanes e ingleses, y sus mayores influencias son el escritor norteamericano Edgar Allan Poe y el pintor español Pablo Picasso. De niño quería ser futbolista, pero…”. Claro está que estos datos tan trabajosamente conseguidos después no se usan para nada. Son puro relleno para sostener una opinión que muchas veces consiste en declararse partidario de alguna de las varias “teorías” vigentes sobre cualquier cosa. Todo esto sin sátira y sin ironía. Lo curioso es que tales “trabajos” abundan, y algunos tienen éxito. Por lo visto la humanidad padece la enfermedad de la “datofagia”. Ni con todos los datos tenemos suficiente. Y lo peor es que no tienen que ser ni nuevos ni raros, basta con que sean datos. Aun en los medios tradicionales se padece el mismo problema. Cualquier crítica o reseña gasta la mitad o más de su limitado espacio en repasar la filmografía y la bibliografía de la víctima, y considerando que otra tajada se la lleva la, a veces, minuciosa sinopsis, no queda mucho para la verdadera carreta del articulista. Quizás en el pasado, antes de internet, suministrar información básica al público fuera algo útil. Pero en realidad nunca el dato vulgar y anodino ha servido para nada distinto que para hacer parecer a quien lo dice más sabiondo de lo que en realidad es. Por ejemplo, está el caso de quien menciona que una película se basa en tal libro. La mayoría de las veces no se ha leído el libro en cuestión, por tanto no se puede aprovechar el dato. Sin embargo, quien lo dice parece que estuviera prestando un servicio social indispensable.

Si alguien quiere saber algo en serio sobre James Franco, o sobre cualquier tema, debe buscar buenos libros o material audiovisual que probablemente no fue creado directamente para internet. Lo demás es un placer extraño. Los hipsters de la serie parecían estar muy entusiasmados con la lectura dramática de la Wikipedia de la estrella de Hollywood. Se entiende que era el morbo de ver al ídolo regodearse en su megalomanía. Pero cuando, sin divo recitador involucrado, vemos un video lleno de erudición facilona sobre lo que sea, satisfacemos una especie de fantasía intelectual, de manera análoga a como el porno satisface de modo imaginario el inexistente contacto sexual. Se entiende que no es que reemplace la experiencia real sino que entretiene el apetito de modo ilusorio. Así pues, quien ve un video sobre farándula, o sobre física cuántica, cree por un instante que de verdad sabe algo sobre tan complicados temas, y su atrofiada necesidad de saber se relaja por un momento. Puede llegar a creer que sabe del mundo del espectáculo, o de partículas subatómicas, como el pajero se cree amiguito de Shelly o Stacy o Svetlana, al menos por un instante, instante que parece la eternidad cuando se está viviendo.

La pornografía del intelecto, es decir, la satisfacción imaginaria de las necesidades intelectuales, puede que tenga menos inconvenientes desde un punto de vista moral que la pornografía propiamente dicha, la de carne y gemidos, pero en cambio es mucho más idiota.

Infierno y cielo en el cañaduzal

La tierra y la sombra (César Augusto Acevedo, 2015)

La mejor escena de la película es un sueño. El abuelo pasa una de tantas malas noches en casa de su antigua mujer, su hijo enfermo, su nuera y el nieto a quien acaba de conocer. Se levanta y camina a la otra habitación y encuentra un caballo. La escena continúa en un magnífico plano secuencia. Es el mejor momento desde todos los puntos de vista, incluido el técnico, por el movimiento de cámara y la coreografía del actor y del caballo. Pero aunque este sea el único sueño de todo el metraje, en verdad, toda la película es un sueño. Es evidente que la atmósfera de la casa es onírica. Un claro en medio de un cañaduzal interminable a la sombra de un árbol descomunal. Por eso una historia tan dramática y tan real se siente tan lejana, como si sucediera, no en otro país, sino en otro mundo, donde las reglas son distintas a las del mundo nuestro de cada día.

Del mismo modo que existe el humor involuntario, en La tierra y la sombra ocurre un caso de fantasía involuntaria. Parece que la historia sucediera en el mundo real, en la Colombia del siglo XXI, pero es evidente que transcurre en un extraño universo paralelo. En este universo no hay televisores ni radios ni celulares, la familia pelea en voz baja cuando está en casa, y en las cantinas se oyen bambucos en vez de guascas. Para no mencionar que el niño es probablemente el ser humano más educadito que haya existido en todo el Valle del Cauca, tanto que ni siquiera hace un berrinche para que le regalen una PlayStation, y prefiere, para divertirse, elevar una cometa con el abuelito.

Pero este mundo imaginario podría haber funcionado como una fábula sobre la expulsión del paraíso por las fuerzas de la historia, con la casa familiar como símbolo de la armonía entre los seres humanos, y entre ellos y la naturaleza, un mundo donde nadie ve telenovelas turcas ni tira la basura al lado de la carretera. Digo que hubiera, quizás, funcionado bien, si la abuela y la madre del niño no tuvieran que ir a trabajar cortando caña para unos explotadores, que ni siquiera le ayudan a un antiguo trabajador que perdió la salud tragando humo de las quemas de los cañaduzales. Los obreros se quejan de su situación inútilmente y el onirismo se hace imposible. Los trabajadores son maltratados y los hacendados acaparan tierras para expandir el monocultivo de caña. Las micro-huelgas de los corteros sudorosos son cosa de otra película, así como los deprimentes viajes en bus entre el tajo y la vivienda. Con el inconveniente de que estas secuencias se construyen con los mismos planos largos y el ritmo parsimonioso de los movimientos de cámara y personajes de las escenas familiares. El conflicto pierde vivacidad, y hace que todo parezca abstracto, aunque los actores hablen con su propio acento y el vestuario y el maquillaje sean realmente excelentes. Pero se trata de otra película que lucha por meterse en la principal, la que sucede en un universo de sentimientos sencillos y de pasiones fuertes, donde no se dicen palabras que no sean esenciales, y donde la tierra no es una mercancía o un recurso para explotar, sino una sustancia maravillosa que cura las heridas del alma y del cuerpo. Literalmente, un puñado tierra sana una mano cortada por una hoja de caña.

Quizás, si el sueño y la realidad hubieran estado separados, la película se sentiría más auténtica y sus ideas serían más contundentes. El trabajo, la pobreza y la enfermedad tendrían su propio ritmo y su propio color, que incluiría la luz fría y azulada de las pantallas de los televisores, y no solo la cálida luz del sol que se filtra por las rendijas de las ventanas; mientras que los sueños, los recuerdos y las alucinaciones ocuparían un sitio aparte, comunicado con el resto, pero con reglas propias.

El dominio de los medios cinematográficos en esta producción permite pensar en un resultado más satisfactorio, aun contando con los mismos elementos temáticos y narrativos. La magnífica escena del sueño, con el caballo galopando por entre la caña, es un ejemplo del nivel que podría haber tenido toda la película.

El morboso encanto de la infancia

La forma del agua (The Shape of Water, Guillermo del Toro, 2017)

Imaginen que en una de las películas de Harry Potter apareciera algún personaje bañándose desnudo. O digamos que uno de los adolescentes se masturbara en escena, o al menos se hablara de ello. No creo que la trama cambiaría mucho, porque al fin y al cabo se trata de adolescentes que se masturban, como todos, aunque tengan poderes mágicos, y quizás también se bañen a pesar de ser europeos. El punto es que lo único que cambiaría en las películas sería la clasificación, es decir, la marca que indica que la cinta es para todos los públicos, o solo para mayores de dieciséis o dieciocho años. Tal clasificación influye en la taquilla, pues las películas más exitosas son las que pueden ser vistas por niños. Así que si Harry o Hermione se hubieran masturbado, aun sin imágenes gráficas, los menores hubieran tenido que esperar años para ver la saga, al menos en un cine, y eso aunque todo lo demás fuera exactamente igual.

La forma del agua es una película infantil con un par de desnudos y algo de violencia sangrienta. Solo por eso no fue clasificada como apta para todos los públicos. La película tuvo mucho éxito, pero se puede especular si la taquilla no hubiera sido aún mayor si hubieran eliminado un par de tomas y quizás modificado el montaje en algún otro punto específico. Pero, en realidad, el objetivo de los realizadores era hacer una película infantil para adultos. Se dice que estas películas de argumento fantástico para público mayor se enfocan en explotar la nostalgia de la infancia en la audiencia. Los vejetes se sienten niños de nuevo viendo monstruos y magos, sin el inconveniente de cuidar un mocoso chillón, que no puede entrar a la sala gracias a una conveniente escenita con un par de senos o de nalgas. Pero creo que no solo la nostalgia es el gancho. Algo más profundo atrae a los espectadores de treinta, cuarenta y ochenta a cuentos sobre hadas y gnomos hechos para niños menores de diez. La idea es ver tratados problemas muy difíciles de un modo simplista, como para un niño. Asuntos complejos, no solo a nivel conceptual, sino en la vida práctica, como el racismo, la homofobia, la pobreza, la guerra, la vejez, y muchos otros, son presentados en el formato de un cuento ilustrado para uso de la docente del jardín de infantes. Problemas que en la realidad son muy difíciles se plantean de manera sencilla, en historias de buenos y malos absolutos, donde no falta la resolución mágica de los conflictos.

Pero no son solo los temas los que son tratados de modo simple. La película toma referencias de varios géneros populares, pero no los aprovecha a fondo. Así se explica que la trama de espías sea tan insulsa, que las escenas de acción carezcan de ritmo, además de ser muy inverosímiles, y que los cuadros de costumbrismo familiar gringo no aporten casi nada. Lo único que funciona es el diseño de producción, sobre todo en lo que se refiere al monstruo, que es sin duda la criatura más bonita de la historia del cine, superando incluso a las figuras de El laberinto del fauno y Hellboy, también de Guillermo del Toro. Pero en este punto me parece que nos quedan debiendo la historia de la bestia misteriosa: su origen, su ambiente, su captura por el malvado humano. Así que aun el género de monstruos acuáticos tampoco está bien tratado del todo.

Quizás algunos encontrarán muy tierna la historia de amor entre una limpiadora discapacitada y un monstruo muy bonito. Pero a mí me parece más bien una fantasía sexual estrambótica: una empleada del servicio, muda y sin familia, se convierte por arte de magia en la improbable Sugar Momma de un ser sobrenatural. Ni siquiera tiene que gastar mucho, pues con huevos y sal logra seducir al bicho. No hay un desarrollo de ninguna historia de amor. Lo que hay es la increíble suerte del deseo satisfecho de modo inmediato e inesperado. Cuando la pobre empleada logra rescatar a su bestia, se apresura a gozar de su presa con la misma impaciencia de un niño a quien le regalan un juguete. No puede esperar a destruir la caja, ajustarle las pilas y disfrutar de su muñeco, porque el tal monstruo es, al fin y al cabo, un muñeco. Aunque el chiste en la época del estreno decía que el título en España de la película era “¡Hostias, follé con un monstruo!”, no creo que se consume una relación zoofílica. Se trata de algo raro, pero  mucho menos extremo, pues el monstruo es en verdad un muñeco sexual enorme y que alumbra, además de que no habla, que viene a ser lo mejor.

Pero todo esto, que se puede ver como defecto, es en realidad la marca distintiva de la obra. La simpleza e incluso la torpeza del guion, y de algunas opciones de la realización, son las propias de los productos dirigidos a niños. Con tal de que los muñecos sean bonitos y el final no sea triste, el resto es irrelevante. Vista así, La forma del agua es una muy buena película del género “infantil para adultos”.

El canoso invierno del cine

El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015)

Wéstern de las nieves con una venganza de fondo. En el pasado el protagonista vivió un idilio con una nativa, pero la crueldad colonizadora destruyó el paraíso. Un malo muy malo comete el pecado de Caín (mata a su “hermano” en el monte, lo deja tirado y se hace el loco), por envidia y ambición, pero recibe al final su merecido. Esto es más o menos lo que cuenta El renacido. Puede que haya ideas muy vagas acerca de la ambición que destruye la naturaleza, sobre el racismo y no sé qué más. Todo dentro de lo vulgar. De lo que se comenta en todas partes.

Cuál es pues la gracia de la película. Se dice que es un poema visual. La fotografía virtuosa, los paisajes, el vestuario, el maquillaje y los efectos crean una especie de oda, o de balada, o algún otro género poético. Además, se agrega a la película propiamente dicha, el relato de las dificultades del rodaje. Así que cuando vemos una escena debemos recordar el reto imposible que constituyó la realización que nosotros disfrutamos con comodidad. De esta manera la obra cobraría importancia como prueba del coraje sobrehumano de los realizadores y su equipo. Esta gente se sacrificó por el arte, por la poesía de unas imágenes únicas.

Pero por qué persiste la idea tan falsa según la cual la poesía es una especie de condimento que se agrega a cualquier caldo para hacerlo gustoso. En el caso del cine, a un guion y unos personajes poco trabajados se les superpondrían unas tomas largas y cuidadas, con ángulos y movimientos imposibles, y mucho claroscuro, que harían crecer la torta fílmica como la levadura. Sin embargo, la obra de Buster Keaton, que se compone de caídas y patadas, es una de las más característicamente poéticas de la historia del cine, aunque no tenga planos secuencia interminables ni música de tonos patéticos. La verdad es que también hay malos poetas, como los que describe el poeta León de Greiff :

los que gimen patética romanza;
lacrimosos que exhiben su película;
versistas de salón y contradanza;

cantores de “la tórrida canícula”;
“del polo frío”,
del “canoso invierno” . . .
¡líricos de alma exánime y ridícula! (Señora Muerte)

En El renacido también se canta al “polo frio” y al “canoso invierno”. Se canta con la cámara, de manera pomposa pero “exánime y ridícula”. En otro texto dice el mismo autor:

“Tampoco habría de ser el País –todo él- un campo, una pradera; un sitio agreste –paisaje de Salvator Rosa-, ni un sitio plácido, con sus arbolados, sus setos, arroyuelos, platabandas, Términos y cascatelas:

Robó el prestigio a todello, lo de las bucólicas y pastorales aventuras y aburridoras, como lo de las manoseadas aventuras de bandidos y emboscadas, mandobles y trabucazos.” (Prosas de Gaspar)

También hay “sitios agrestes”, bucolismo (en el pasado), y sobre todo “aventuras de bandidos y emboscadas, mandobles y trabucazos”. La pelea final entre el héroe y el villano es la última de las convencionales escenas de acción, aunque brillantemente filmadas.

Aparte del rollo de vaqueros e indios, lo demás es paisaje pintado con los colores de la mala literatura.

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