Rimbombante oda a la juventud

Monos (Alejandro Landes, 2019)

Como idea, Monos es una obra sumamente arriesgada. Lo es a nivel temático, formal, y en cuanto al proceso mismo de realización. Pero, dejando de lado la gran calidad técnica, gracias a un equipo internacional de primer nivel, así como la belleza de los escenarios naturales, lo más llamativo es el guion. Una mezcla, que a primera vista parece extravagante, entre una película bélica en el contexto de una guerra de guerrillas, y una de esas cintas de adolescentes gringos en el típico campamento de verano. Sin embargo, si se hace una lista de los episodios de carácter militar, o criminal, y los momentos más propios de una temporada de convivencia vacacional de jovencitos, el resultado es que el campamento veraniego gana por amplia mayoría, mientras que la guerra es en realidad un fondo casi abstracto.

El ambiente de excursión estudiantil extrema domina la película. Los jóvenes protagonistas son un grupo de individuos de cuerpos ágiles y resistentes, aunque también adoloridos y maltratados, todo lo cual es propio de los atletas, es decir, de organismos humanos llevados al extremo. A esto se agrega el deseo sexual y la experimentación con drogas, que son otras maneras de poner a prueba el cuerpo, y que son propias de la experiencia adolescente. Esto, al menos, según las ideas corrientes sobre la juventud. En esta película, la juventud es esplendor corporal, y poco más.

Aunque, viéndolo bien, no solo la exuberancia de los cuerpos humanos es protagonista. Las montañas, las selvas, los ríos, las piedras (y hasta una pobre vaca), todos estos cuerpos vegetales, minerales o acuáticos también despliegan su poder y belleza, es decir, la belleza que emana de su poder, igual que los jóvenes parecen estar listos para todo, como simios, prontos a responder a su entorno salvaje. De ahí que las anécdotas de la trama carezcan de interés. Ni siquiera la historia de la extranjera secuestrada tiene valor en sí mismo, pues su presencia sirve solo para dar rienda suelta a la lujuria o a la crueldad de los soldaditos insurgentes, sin que nunca sepamos nada de su experiencia vital.

Quizás decepcione un poco la escasa presencia de la política en una obra aparentemente centrada en las vivencias de un grupo guerrillero, pero es probable que tal carencia se deba a que a los personajes se les ha negado el uso de la palabra. No es que sean mudos, más bien es que su capacidad comunicativa se limita a simples acciones y reacciones, sin que alcancen a articular un discurso. De hecho, el personaje que tiene más parlamentos es el simpático instructor de la banda, una especie de enano fisicoculturista (que según dicen es un verdadero exguerrillero) y que parece sacado de una película de Herzog. Pero el autoritario comandante no hace más que dar órdenes e impartir castigos en el típico tonito de los militares colombianos de cualquier bando. La parquedad de los bullosos soldaditos es indispensable para que conserven su aspecto animal, pero a su vez los incapacita para cualquier actitud política. Si a eso se agrega que al enemigo nunca lo vemos (salvo en las bombas que estallan) y, por tanto, es imposible la confrontación, resulta que el potencial alegórico-político se esfuma casi por completo. El resultado es una especie de lujoso documental acerca de una naturaleza espectacular llena de maravillas, incluidos jóvenes homo sapiens que matan y mueren como cualquier otra fiera. A veces las cosas salen mal y los chillidos se oyen, como se oyen los del can apaleado.

Sala de crisis

Observamos nuestras pantallitas para saber lo que pasa en el mundo. A veces hasta vemos los acontecimientos mientras suceden y podemos reaccionar al instante.

En el cine de Guerra Fría eran muy características las escenas que tenían lugar en un salón enorme, de techo alto, donde generales y altos funcionarios, tal vez incluso el jefe del Estado, miraban con cuidado enormes pantallas de televisión y mapas descomunales, que eran planisferios con punticos luminosos. Los expertos y políticos hablaban por teléfono, viejos aparatos de disco con cable en forma de resorte. En algún lugar de la propia sala, o en una oficina adjunta, reposaba una caja con un dispositivo coronado por un botón rojo. La caja abría con una clave que solo conocía el mandamás. Todo el mundo entendía el soberano poder del tal botoncito.

Tenemos en nuestras manos una pequeña “sala de crisis” (war room) donde supuestamente podemos conocer al instante lo que pasa en el mundo, con más rapidez y eficiencia que cualquier gobierno real o ficticio de hace unas cuantas décadas. Lo que no tenemos, en cambio, es el bendito botón rojo capaz de esparcir candela por medio mundo. En realidad, no podemos hacer nada con toda esa información que recibimos. Por más real que sea, con toda probabilidad se termina convirtiendo en un espectáculo emocionante y variado, pero que a la larga cansa, como todo entretenimiento.

Náufraga en la gran ciudad

Supongamos que Nueva York es una ciudad (Pretend it’s A City, Martin Scorsese, 2021)

Fran Lebowitz es autora de varias colecciones de ensayos. Podría pensarse que la serie documental de siete episodios Supongamos que Nueva York es una ciudad es una especie de conjunto de ensayos audiovisuales, como una versión cinematográfica de sus textos humorísticos. Sin embargo, el aspecto visual es muy secundario en esta producción de Netflix, tanto que no es exagerado decir que se trata de una serie que se puede leer. La voz y la llamativa expresividad de la protagonista, el histrionismo natural de la famosa conferenciante y comediante neoyorquina es el único elemento extraliterario que se destaca, aunque su figura se va desdibujando por las palabras mismas que pronuncia, siempre contundentes, a veces polémicas, nunca aburridas o convencionales.

Fran Lebowitz no tiene computador ni celular, lo cual no le ha impedido ser una figura pública con cierto reconocimiento en los tiempos actuales, al menos en Estados Unidos. Quizás la explicación está en los excelentes amigos que tiene en el mundo del espectáculo y en ambientes intelectuales y políticos de prestigio. Ha contado con la ayuda de un ilustre camarada para ingresar con honores en el mundo de internet. Nada menos que Martin Scorsese se ofrece como sparring para que la polemista descargue sus golpes, con el añadido de una producción de calidad, estilo Hollywood. Un documental anterior había sido hecho también por Scorsese sobre Lebowitz (Public Speaking, 2010), pero en un formato más humilde, pues la película consistía en una recopilación de apariciones públicas de la autora. Aquí la producción es más elaborada, además de ser una serie y de entrar en la programación del monstruo de la distribución de contenidos cinematográficos más potente del mundo. Es la entrada de Lebowitz en el circuito de internet por todo lo alto. Ya que no puede moverse por sí misma en la red, necesita de un guía. No puede abrir su canal de YouTube, por ejemplo, pues ni siquiera tiene wifi en casa, pero puede convertirse en youtuber por interpuesta persona. Porque Fran Lebowitz es una youtuber, solo que una muy aguda y divertida, cuyo material no consiste en repetir obviedades y cursilerías sobre su vida privada o recitar datos sacados de Wikipedia, y tampoco parece estar afiliada a ninguna causa de las que hacen ganar seguidores en las redes. Pero es youtuber a pesar de todo porque su género es el monólogo y porque siempre parte desde su yo personalísimo para hablar de cualquier cosa. No habla desde ninguna institución o ideología, y mucho menos una filosofía, sino desde su propia experiencia vital, como hacen o fingen hacer los youtubers (olvidemos el caso de los divulgadores o voceros de regímenes). Pero estos lo que en realidad hacen es repetir el mismo esquema hasta el infinito, lo cual ha llegado al paroxismo en TikTok. Lebowitz, por el contrario, habla de todo lo que le sale al paso sin responder a ningún esquema preestablecido. Así por ejemplo, en una serie que supuestamente habla sobre Nueva York y sus problemas, una porción del último capítulo se dedica a relatar una anécdota con osos en Alaska, y es uno de los momentos más divertidos y más ilustrativos sobre el personaje. Lo otro es que es una youtuber que no tiene problemas con el copyright de la música y de las imágenes de archivo, pues el presupuesto de Netflix le permite estar tranquila en este punto, y además le evita hacer la pose de sufrida creadora de contenido que se queja de las largas horas editando su video para que la malvada plataforma se lo “baje” por culpa de los reclamos de propiedad.

En todo caso, no tiene mucho interés la producción como tal, pues su mayor mérito es dejar hablar a la protagonista, sin discutir con ella, y en esto también se parece a una cantaleta de youtuber, en que nunca hay debate. A las palabras de Lebowitz siempre se responde asintiendo o sonriendo (a veces riendo a carcajadas). Y siguiendo su discurso sobre la ciudad de Nueva York, se descubre una conclusión interesante sobre la vida en una gran urbe, no solo en la Gran Manzana: en una ciudad, en realidad nadie vive. Todos sus habitantes se refugian entre cuatro paredes y se mueven entre cuatro lugares, o incluso menos. Los urbanitas son como los pasajeros de un barco que, sin mentir, pueden decir que están en el océano, aunque en verdad, el mar solo los sostiene y hasta puede que los conduzca, pero ellos, si miran la superficie azulada, ven solo peligro, y sobre todo extrañeza. El pasajero del barco necesita del océano, pero le teme y con razón: es todo lo contrario de un pez en el agua. El caso de Fran Lebowitz es un caso de una experimentada marinera en las aguas de la gran urbe que, sin embargo, todos los días ve como la misma ciudad que la sostiene y alimenta, trata de ahogarla.

Los Oscar en el patio del colegio

Todo el encanto, si es que en verdad tiene alguno, de ver una ceremonia de entrega de premios es poder presenciar una reunión social a la que de ningún modo podríamos ser invitados. En tales eventos suelen reunirse celebridades a felicitarse mutuamente por sus éxitos y a exhibir su riqueza. Gracias a la televisión, grandes masas pueden deleitarse mientras ven a los ricos y famosos en toda su gloria. En esto consiste el espectáculo, aunque se trata, como no, de una ficción. La realidad es que el placer de la ostentación no es la principal razón para que los astros de la pantalla y del micrófono se reúnan en las interminables galas. Más bien todo gira alrededor, en primer término, de una operación publicitaria, pero sobre todo de un intento de legitimación social. Como queriendo decir: no solo hacemos dinero, también alcanzamos méritos de orden estético y moral. Somos más que ricos extravagantes y negociantes audaces. Pero, sea cual sea la percepción que las premiaciones tipo Oscar o Grammy hayan tenido, lo cierto es que hasta ahora se iba a ver a las estrellas brillar, como si no fueran seres terrenales, y más bien bajaran del cielo, o subieran a él.

Lo que pasa es que una serie de factores, entre ellos las redes sociales, han bajado a los ídolos de sus pedestales, y hemos podido ver que en el interior de sus santuarios los tótems se comportan como los demás mortales. La pandemia dejó claro, por si alguien lo dudaba, que aún los más millonarios entre los famosos se pasean en sus aposentos calzados con chanclas, y lo más increíble, que su principal ocupación, cuando no están trabajando, es aburrirse, igual que todo el mundo. De ahí que las sórdidas entregas de premios sin público, o con muy escaso número, y con alfombras rojas de juguete sean la culminación del fin del glamour para las masas, al menos como lo conocíamos hasta ahora. Los organizadores se han dado cuenta del creciente desinterés que despierta el lujo de plástico de Hollywood y han tratado de transformar las ceremonias en asambleas de activistas donde se visibilizan causas políticas y se premian logros de gente buena. Como además los espectáculos son de tan bajo nivel en tiempos de cuarentena, el resultado es una especie de acto cívico de colegio o ceremonia de grados. Y la publicidad de tales programas quisiera que nos solidarizáramos con los esfuerzos que hacen los organizadores por seguir adelante en medio de tantas desgracias. Sin embargo, la única desgracia a lamentar, en este punto, es que todavía marquen la agenda cinematográfica y musical unos eventos que pocos ven –si se tiene en cuenta su prestigio- y que hoy ni siquiera producen el interés perverso de presenciar los rituales de la clase ociosa desde la comodidad del hogar.

El artista y la sangre

Cuento

Nadie lo sabe, pero estuve cerca de matar a mi hermano. Toda la noche pensé en la precisa serie de pasos que terminarían con un cadáver y por eso no pude dormir más que un momento en la mañana. Soñé que unos viejos se acercaban a mi cama y escuchaban lo que yo decía. En el sueño estaba recostado en las almohadas, como un patriarca en su lecho de muerte. No puedo recordar sus caras, pero definitivamente eran conocidos, y además me eran antipáticos. Hubiera querido soñar con mujeres, pero no veo una hembra en sueños desde hace tiempo y es mejor que así sea.

No me apresuré a levantarme, pero el silencio de la casa me preocupó. Los habituales ruidos mañaneros siempre me tranquilizaron. La extraña soledad del ambiente me provocó un vacío en el estómago. No sabía si sospechaban algo y habían abandonado la casa por miedo, o estaban esperándome escondidos en la calle para que me delatara y echarme mano. El calor de las cobijas me parecía tan tierno y acogedor que me hacía olvidar todos los temores y dudas. Si no fuera por el silencio, el calor me hubiera dado la energía para ponerme de pie y ejecutar el plan tanto tiempo meditado. Era un plan tan sencillo en su complejidad que se podría considerar una obra de arte. El efecto sería preciso, con una exactitud matemática, pero sin enredos aparatosos, lo que daría la impresión de naturalidad, de espontaneidad, propia de las piezas maestras. Nadie sospecharía los infernales preparativos, la actividad de meses en organizar cada parte del mecanismo que conduciría al inevitable fin de mi hermano.

La cereza del pastel sería que, al final, todos considerarían su muerte una hermosa tragedia llena de lecciones. Una escena de valor estético indudable, con todo y su tristeza. La tristeza, de hecho, sería una de esas que se sienten de modo tenue en el alma sin provocar retorcijones en el cuerpo; únicamente la expresión severa y distante de los sentimientos serios y profundos, como los que produce en nosotros la lectura de arduos tratados filosóficos. Nada de la vulgaridad de los melodramas, con sus gritos y aspavientos. La muerte aparecería solemne, como una montaña después de una jornada de camino por una llanura.

Si todo hubiera salido bien no hubiera habido siquiera asesinato. Habría desaparecido el problema sin consecuencias desagradables. La obra resplandecería en la firmeza de sus cualidades intrínsecas, mientras el autor viviría en la serena gloria del anonimato. Nada me inculparía, pues además de no quedar rastro de crimen alguno, ningún beneficio obtendría yo del suceso. Cui bono: nadie, yo menos que nadie. Ya que mi dependencia es absoluta, su muerte me dejaría en un desamparo tal, que la pobre gente sentiría compasión al verme, y ni siquiera se les ocurriría sospechar de cualquier clase de animadversión mía hacia él.

Tantas consideraciones me hicieron olvidar el silencio de la casa y la preocupación porque mi plan fuera descubierto. El calor de la cama se hizo penetrante, casi quemaba por su intensidad, aunque sin obligarme a escapar. El hecho cruento parecía tan lejano, como si ya hubiera sucedido, y además, hubiera tenido lugar hace tiempo, tanto que sería una especie de leyenda oída en la infancia. Una historia picante y sustanciosa contada de generación en generación.

La fama de la leyenda que se recitaba con familiaridad desde tiempos remotos me produjo una sensación de admiración profundísima, parecida a un arrobamiento místico. La casa, la habitación y la cama desaparecieron, dejándome como flotando entre nubes, y ya no recordé nada, hasta ahora en que despierto por los ruidos de mi familia que regresa a casa. Ahora no me levantaré hasta que todos duerman. Será duro, porque llevo todo el día sin ir al baño y sin comer, pero no quiero encontrarme con mi fallida víctima. El silencio que sentí en la mañana fue por haber despertado muy temprano. La preocupación por el plan homicida me impidió hasta mirar la hora. Después de que mi vejiga descanse podré, a lo mejor, volver a elaborar el plan cuyos detalles de tiempo, modo y lugar se han hecho impracticables para siempre. Como verdadero artista deberé esperar de nuevo la inspiración sin forzar el destino y sin dejarme llevar por la pasión.

El amor es más frío que la muerte

El amor es más frío que la muerte (Liebe ist kälter als der Tod, Rainer Werner Fassbinder, 1969)

El primer largo de Fassbinder es una obra característica del cine de las “nuevas olas” de los años sesenta, con muchas de sus marcas características: cinefilia, sobre todo del cine de género de Hollywood, ambientes urbanos marginales, jóvenes desorientados, distanciamiento brechtiano, y por último, aunque quizás sea lo más importante, evidente escasez de dinero. Digo que es lo más importante, porque la sobriedad de medios era la garantía de la posibilidad de hacer películas que normalmente no gustaban a gran parte del público ni a muchos críticos.

Pero de estos asuntos históricos no puedo decir gran cosa, ya que ni siquiera he visto mucho cine de Fassbinder ni de su época -salvo unas cuantas obras muy famosas en cualquier lista cinéfila-. Más importante para el espectador menos erudito es la dinámica erótica de los personajes. Detrás del paródico drama gansteril se puede ver un contraste entre la relación de mutua explotación, sexual y económica, entre el proxeneta Franz y la prostituta Joanna, y la amistad complicada, pero sincera, entre el mismo Franz y el mafioso Bruno. Son dos formas de amor, la primera basada en la mutua dependencia, a nivel de la carne y del metal, mientras que la relación entre los dos delincuentes es una especie de amor platónico donde la belleza y amabilidad del estereotípico mafioso conquistan y amansan al rudo criminal.

Aparte de que se trata de una obra menor, es notable la forma como la película no se queda en un simple juego inteligente con géneros populares del cine, o con el cine de Godard o Rohmer, ni en un experimento con el teatro brechtiano. La peliculita se atreve a reflexionar sobre las diversas, y trágicas, formas de relaciones entre los seres humanos, en medio de la áspera lucha por la existencia. Es curioso, pero si los personajes logran interesarnos se debe a que los actores pegan muy bien con sus papeles y en cierta forma se identifican con ellos. Al menos eso es lo que transmiten en pantalla. He aquí un aspecto del cine que no parece que cambie mucho a lo largo de su historia y sus revoluciones.

Metafísica enfermiza: El padre de Florian Zeller

El padre (The Father, Florian Zeller, 2020)

El padre no es una película sobre problemas médicos. La enfermedad es algo que aparece al fondo, con el único propósito de darle realidad a una historia que de otro modo tendría un carácter francamente abstracto, una especie de especulación metafísica. La prueba de que el cuadro clínico del protagonista no es muy importante es que si se cambiara el problema cerebral por una posesión demoniaca o extraterrestre la cinta cambiaría de género, pero podría ser casi igual en todo lo demás.

La trama se basa en el problema del tiempo, más exactamente en cuáles serían las consecuencias para la vida de un ser humano si perdiera la noción del tiempo, si no pudiera distinguir entre el ayer, el hoy y el mañana. La película juega con el personaje aquejado de demencia, pero sobre todo juega con el espectador, en un juego que al principio resulta misterioso y al final un poco obvio, de modo que la historia deja su tono distante y analítico para volverse cada vez más sentimental. La metafísica va quedando arrumada por el drama familiar de lágrimas y cachetadas.

Un argumento más a favor de la idea de que El padre es más un rompecabezas intelectual que una reflexión sobre la enfermedad o la vejez, es el ambiente francamente próspero donde tiene lugar el drama. Los personajes se mueven en amplios apartamentos, limpios y bien ordenados, donde el único olor imaginable es el suave olor del dinero. Una escenografía pobre, o al menos más modesta, haría muy difícil centrarse en la científica y filosófica cuestión del tiempo en relación con el espacio. En realidad, si hubieran situado la película en un entorno completamente blanco, o en penumbra, el resultado no hubiera sido muy distinto. Bastaría con dejar algunos detalles de vestuario y mobiliario para enredar (y entretener) al espectador.

Malas noticias

Nos despertamos llenos de malas noticias y parece que tal cosa es una buena noticia. Qué haríamos sin nuestra dosis de indignación o directamente de horror de cada mañana. Muy triste seria ver la luz del sol sin conocer al detalle el último atraco, la más reciente inundación, la tubería de gas que estalló e hizo volar por los aires un piso entero, cuyos restos salieron disparados en todas direcciones. La grisácea imagen del video de la explosión se reproduce una y otra vez con unos letreros rojos con caracteres chinos o japoneses, mientras las voces de los presentadores informan que las autoridades aún no dan la cifra de víctimas, que en todo caso se presume enorme.

La película que cada uno se arma en su cabeza, para tolerar la existencia real que le tocó vivir, sería muy aburrida si solo se contara con el material de la cotidianidad. Las experiencias de la mayoría de la gente darían si acaso para algún drama de los que los ingleses llaman kitchen sink, con escenas melancólicas y patéticas en aburridas oficinas, mugrosas tiendas y sórdidos bares, sin olvidar las manchadas sábanas, o al menos humedecidas por el sudor o las lágrimas. Todo muy interesante, pero deprimente, si no se cuenta con un depurado talento poético. En cambio, la mediocridad del artista no importa cuando se trata de recrear el enfrentamiento con una banda de atracadores en el centro de la ciudad o de rescatar a las asfixiadas víctimas de un incendio. Al menos es una aventurita divertida por el movimiento y la animación, aunque la fotografía y el montaje dejen mucho que desear, y sobre todo la actuación sea de muy bajo nivel.

No sabemos qué hacer con los conflictos de nuestra vida diaria, tanto que casi siempre esperamos que se resuelvan por si solos, ya que no tenemos más remedio que reconocer nuestra incapacidad; pero las guerras del Medio Oriente, la delincuencia callejera…, para eso sí tenemos respuestas mágicas. Y así como Rambo ganó solito la guerra de Vietnam, que perdió todo el ejército gringo, avanzamos en nuestra imaginación derrotando gigantes, que ni siquiera son producto de nuestra mente delirante. Internet y los noticieros se encargan de fabricarlos para nosotros. Los medios funcionan como productores de fantasmagorías, mucho más efectivos que Marvel o cualquier otro Maese Pedro contemporáneo.

El funcionamiento de las máquinas

Si las personas decentes y serias continúan evitando las redes sociales, el resto seguiremos en control de la bullaranga de internet. Claro que hay gente de bien que publica con frecuencia, pero son empresarios, personas en busca de hacer negocios. Los verdaderos guerreros del post, los que estamos solo por estar,somos carne de cañón que únicamente servimos para hacer bulto y aumentar las cifras de las plataformas. Es normal que así sea. De la misma forma, a las misas de entre semana solo asisten cuatro viejas y algún loquito, siempre desafinados y que no saben contestar las palabras propias del rito. Sin embargo, si no fuera por esas pobres y deslucidas almas, las iglesias tendrían que cerrar cuando no fuera domingo u ocurriera algún entierro o evento por el estilo. El sacerdote perdería el dinero de las misas, que son pagadas y celebradas aunque el interesado no esté presente, por estar ocupado o tener pereza, siempre y cuando alguien asista al servicio. Sin fieles, el templo se convertiría en bodega, discoteca u hotel boutique, según el caso, como sucede en Europa, incluso con iglesias antiguas.

Así que sigamos publicando sandeces para mantener el gigantesco armatoste de las redes sociales, como la desafinada rezandera sostiene el glorioso edificio de la Iglesia.

Samuel Fuller el narrador

Si hay un caso en el que se puede creer en la veracidad de las sinopsis es el de las películas del director Samuel Fuller (1912-1997). Por lo general, los resúmenes son esquemas narrativos que dejan fuera lo sustantivo de la obra, ya que lo más común es que las historias sirvan únicamente como andamios para que se desplieguen ideas de todo tipo. Así, una aventura de guerra nos ayuda a entender la importancia de la familia, y un viaje espacial es una crítica de la soledad del hombre en el mundo hipertecnológico de nuestros días. En el caso del cine de Fuller, es vano buscar metáforas o alegorías. Cada película es solo lo que parece, y si se plantean problemas de orden moral o político, es porque tales cuestiones hacen parte de la historia que se cuenta. Porque Fuller es sobre todo un narrador. Que Uno Rojo división de choque (The Big Red One ,1980) trata de un grupito de soldados en la Segunda Guerra Mundial dirigidos por un viejo sargento veterano de la Primera Guerra; pues exactamente esa es la película. Ni es pacifista ni belicista, por ejemplo. Que Yuma (Run of the Arrow, 1957) cuenta la historia de un soldado que se va a vivir con los indios en vez de soportar la derrota de su bando en la guerra civil; pues nada más que eso. El resentimiento del perdedor, por poner un caso, surge dentro de los asuntos propios de una historia ubicada en tiempos de la guerra de secesión, pero es solo uno entre los muchos conflictos que atraviesan a los personajes. Que Bajos fondos (Underworld U.S.A., 1961) relata la venganza obsesiva de un joven contra una banda de criminales; pues eso es lo que vemos, y si resulta que la redención o el perdón son mencionados, lo son en tanto que problemas de los protagonistas, no como tesis que se defiendan. Incluso una obra como Perro blanco (White Dog, 1982), que se centra en el tema del racismo de modo tan evidente, se puede describir, sin exagerar, como el cuento de un perro entrenado para atacar a los negros y los líos que provoca en la ciudad.

El estilo claro, contundente y sin adornos de Fuller se entiende por esta voluntad de narrar a toda costa. Quiere contar su cuento del modo más efectivo y sencillo, creando interés a través de golpes de efecto pero sin abandonar el hilo narrativo.

El amor por contar historias, por hacer sentir al espectador lo que sintieron sus protagonistas no es algo tan común como pareciera. Un ejemplo es el del género de superhéroes. En realidad las vidas y hazañas de los enmascarados de ropa apretada no alcanzan ni para entretener a un niño de diez años. El gancho está en sus reflexiones sobre temas tan distantes como la amistad, la familia o la crisis climática, y por supuesto, también en las escenas de peleas y destrucción llenas de efectos de CGI. Lo cual es un contraste con la obra de Samuel Fuller, donde ni siquiera en las batallas se deja llevar por la fácil pirotecnia, sin que ello se pueda atribuir solo a la falta de dinero. Algo que se ha señalado con frecuencia es la ausencia de sangre en historias a menudo violentas. Fuller ni siquiera se permite el fácil recurso a la pintura roja. Todo para no distraer al público de la historia que está contando.

De ahí que sea comprensible que algunos encuentren obvio o intrascendente el cine de Fuller, pues lo más común es valorar excesivamente la supuesta profundidad filosófica o el dizque compromiso político de cierto cine que se autodenomina serio.

El verdadero cine narrativo, el que explora el valor intrínseco de un entramado de sucesos, no es tan común como sería deseable. Quizás porque ni los realizadores ni el público están interesados o porque no hay quien financie la composición de un cuento bien contado, sin aspavientos ideológicos ni alborotos visuales que encubran las aburridísimas historias.

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar