Periodismo

Se supone que debemos llorar por el periodismo, pero es un muerto que no es seguro que alguna vez estuviera vivo. Es un duelo fantasmagórico, como el parto de una barriga de trapo.

Una oficina de propaganda o una agencia de publicidad son empresas que se pueden definir con cierta facilidad. Sus propósitos y procedimientos no son misteriosos y más o menos todo el mundo los entiende. Pero un medio periodístico es un organismo mucho más difícil de definir. Se supone que el periodismo no es propaganda ni publicidad, aunque puede ser que el periodismo sea una determinada forma de propaganda, que usa ciertos medios. También es posible que el periodismo consista en ciertas técnicas que sirven para hacer llegar al público información de cualquier tipo, por ejemplo científica. En tal caso el periodismo no tendría un contenido determinado y sería como uno de esos contenedores gigantescos que transportan los buques, que bien pueden cargar calzoncillos o seres humanos asfixiados.

Lejos del mundanal ruido

Lejos del mundanal ruido (Far from the Madding Crowd, John Schlesinger, 1967)

No es un culebrón, a pesar de ciertas apariencias, porque le falta un rasgo esencial del género telenovelesco: los personajes característicos de buenos y malos. Ni siquiera el militar, cínico y sinvergüenza, es un villano demoniaco. Se trata de un hombre simpático que quiere divertirse ante todo, solo que no tiene dinero, y para subsanar este inconveniente, recurre a la tradicional táctica de casarse con una rica muchacha encandilada por un uniforme  y una espada. No es ni siquiera un arribista, pues bebe y parrandea con los jornaleros como si fuera su camarada.

El paisaje campestre es delicioso y las costumbres son pintorescas, pero las diferencias económicas son severas. Se ve claro que es una adaptación de una novela decimonónica, donde el dinero era siempre protagonista. Aunque más que el dinero, es la tierra el centro de atracción donde confluyen los imperiosos deseos de los personajes. Un drama agropecuario similar a esas viejas películas mexicanas de hacendados enamorados.

Sin embargo, lo que salva a esta película no es ni la trama, ni la ambientación de época ni el problema social, nada de eso. En realidad son los intérpretes, protagonistas y secundarios, los que hacen que valga la pena ver este largo melodrama rural. Es difícil imaginarse a otros actores interpretando los roles. Por eso es tan molesto ver la adaptación de 2015 (Lejos del mundanal ruido, Thomas Vinterberg), que es casi una involuntaria parodia.

Puede que a la hora de producir una película la “historia” sea una base fundamental, pero desde el punto de vista del espectador, la trama es algo secundario. Más importantes son las figuras que vemos moverse y hablar en la pantalla, y aun los objetos vulgares y cotidianos. Por eso Lejos del mundanal ruido es ante todo un grupo de figuras irrepetibles. Lo del cuadrilátero amoroso, lo de las clases sociales, y lo de las desapariciones y reapariciones misteriosas y convenientes para el guion, están muy bien, pero de eso se encuentra en todas partes, o casi. En cambio, un reparto tan preciso como el de esta película es difícil de volver a reunir en Hollywood o en cualquier parte.

Esplendor en un tablero: ‘Gambito de reina’

Gambito de reina (Gambito de Dama, The Queen’s Gambit, Scott Frank, Allan Scott, 2020)

Las producciones que explotan el atractivo de los deportes casi siempre resultan muy divertidas y hasta adictivas. El espectador se identifica fácilmente con los competidores, tal y como lo hace en los eventos deportivos reales, pero con la ventaja de poder ver la tras escena del espectáculo. Y esto no por casualidad, ya que es sabido que el drama, el sufrimiento, las ilusiones, y toda la enorme carga emocional de los torneos de cualquier disciplina son solo la punta de una gran montaña submarina que no se ve en las pistas y en las canchas. La rutina agobiante de los entrenamientos, los roces con  los colegas y entrenadores, las críticas de amigos y familiares, los sacrificios personales de todo orden, y sobre todo el miedo constante al más que probable fracaso son el plato fuerte de las películas o series que retratan la vida de los deportistas. La competencia propiamente dicha viene a ser una especie de postre, aunque uno muy delicioso, por ejemplo en las peleas de Toro salvaje (Raging Bull, 1980) de Scorsese.

En Gambito de reina, el ajedrez es presentado de forma glamorosa y dinámica, algo increíble si se tiene en cuenta que se trata de humildes piecitas de madera en un tablero. Un torneo de ajedrez es quizás el espectáculo deportivo menos llamativo, si nos atenemos al aspecto visual, y sin embargo, la serie le da un aire casi de danza a las soporíferas partidas, lo que hace que el ignorante termine por interesarse en el juego. Pero también atrae el hecho de poner el foco en las diversas estrategias que preparan los jugadores para enfrentar a sus rivales, algo similar a lo que ocurre con el beisbol en  la película El juego de la fortuna (Moneyball, Bennet Miller, 2011), donde los manejos de Brad Pitt, poniendo y quitando jugadores, de acuerdo a no sé qué método estadístico, nos hacían emocionar, aunque el juego pareciera tan esotérico como siempre.

Por tanto, la serie cumple muy bien como película de deportes, pues además no deja de lado la tragedia personal indispensable en los dramas atléticos, con un buen número de lecciones de vida. Pero hay otro aspecto en el que la serie, de nuevo, no toma riesgos, sino que actúa siguiendo una estrategia probada con éxito: el diseño de producción y la fotografía muy sofisticados. La estilización en la recreación del pasado sigue el camino que podría denominarse “procedimiento Mad Men”.No importan las circunstancias de los personajes, que pueden ser muy difíciles, pues siempre se ven impecables, como en un catálogo de moda muy bien producido. Lo mismo se puede decir de la arquitectura, los automóviles y todos los aparatos de la vida cotidiana. Es una fórmula que puede dar resultados diversos, aunque siempre genera atracción entre el público, pues el espectador se siente transportado a una época mucho más bonita que la grosera y vulgar en que vivimos. En parte tiene mucho sentido que así sea, ya que el pasado no existe, aunque sea reciente, y vive solo en nuestra imaginación. De ahí que una película ambientada en 1960 no sea menos fantasiosa que una que sucediera en el 2160, la diferencia es que el pasado tiene más referentes que limitan un tanto la imaginación. La recreación exagerada del pasado se ve sobre todo en la jugadora protagonista, una huérfana genial, a la que es imposible dejar de mirar, no solo por su belleza, sino por su siempre vistosa e impecable indumentaria.

Recientemente vi la adaptación británica de una de las novelas policiacas de Georges Simenon, protagonizada por el célebre comisario Maigret (Maigret Sets a Trap, 2016). El papel principal lo interpreta Rowan Atkinson (Mr. Bean). La película transcurre en Francia en los años cincuenta, y todo se ve limpio y reluciente, con la ropa que parece recién sacada de la tienda, y aun la miseria y la crueldad parecen impecables. No digo que esté mal, en general, representar de modo lustroso el pasado, sobre todo cuando ha sido tan común en el cine de todos los tiempos, por ejemplo en el Hollywood dorado; pero, de todos modos, cansa un poco que todo lo que se vea sea hecho para deleite de los expertos en moda y admiradores del diseño. Nadie niega que un enfoque más realista no sería menos artificial. En el cine todo es mentira. Quizás el realismo sea lo menos real que existe, pero al menos es un cambio, y además permite ver otros aspectos de la vida, incompatibles con el boato y la pompa, menos vistosos, pero quizás más importantes. Hablando de adaptaciones de Simenon, existe una serie francesa producida entre los noventa y los dos mil que muestra las investigaciones del famoso comisario dejando ver la vulgaridad de la vida corriente, en París o en provincias (Maigret, con Bruno Cremer en el papel principal). La ambientación realista se corresponde con el carácter pequeño burgués, incluso proletario de las novelas, que suelen tratar de personajes relacionados con el hampa pobretona. En este caso el artificio realista sirve para entender el contexto de los personajes más allá de la intriga detectivesca. La mugre no es adorno, es el suelo donde florece la trama, aunque no atraiga y encandile, como la piel de porcelana de los maravillosos seres del pasado que vemos en nuestras pobres y sucias pantallitas.

Fe y desesperación

First Reformed (Paul Schrader, 2017)

Es fácil ver las similitudes temáticas y argumentales de la película de Paul Schrader con dos obras célebres de la historia del cine: Los comulgantes (1963) de Ingmar Bergman y Diario de un cura rural (1951) de Robert Bresson. En ambas se trata de seguir el calvario de un religioso cuya fe se tambalea al observar el camino torcido que sigue la humanidad, y también al sufrir desgracias personales y enfermedades que hacen que su vida se transforme en una llaga purulenta que día a día duele más en lugar de sanar, sobre todo sin el bálsamo de la fe, ya en ruinas. Sin embargo, Schrader como guionista y director se ha interesado varias veces por individuos agobiados por la miseria del mundo, aunque no se trataba de religiosos como el reverendo de First Reformed. En Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) de la que fue guionista Schrader, y Mishima – Una vida en cuatro capítulos (1985), escrita y dirigida por él, se presentan dos personajes muy diferentes, pero que tienen en común el intenso deseo de restaurar el orden en medio del caos de la vida moderna. Los dos recurren a la violencia con resultados aterradores e inútiles. En estos retratos del desespero es posible ver una mezcla angustiante de altruismo, integridad, torpeza, arrogancia y una especie de individualismo patológico. Son hombres que convierten su propia soledad en  algo así como una religión con sus ritos y sus dogmas, y sobre todo con sus sacrificios, bastante sangrientos.

El pastor de First Reformed ha perdido a su familia y encuentra refugio en la iglesia multitudinaria de un predicador televisivo. Se le encarga una vieja capilla del siglo XVIII, la primera de la región (First Reformed). Casi no tiene feligreses y es considerada más que nada una atracción turística menor. Sin embargo, una joven embarazada se acerca en busca de ayuda para su esposo, un ecologista que no soporta la idea de traer al mundo otro ser mientras la destrucción se avecina. El pastor no puede hacer mucho, pero asume la causa del joven radical. El pecado del ser humano es destruir la creación de Dios. Esta causa le da un propósito a su vida y decide tomar una acción extrema aun en contra de sus benefactores religiosos.

Porque la vida social, la vida que hemos construido los seres humanos es un desastre sin remedio. La maldad reina sin enemigos. Están contaminadas la tierra y el agua, pero nada es más sucio que el corazón del hombre. Tanta corrupción obliga a una persona honesta a hacer algo para cambiar las cosas, aunque sea un gesto que llame la atención de algún alma que todavía se pueda salvar.

Las ansias de salvación dominan la película de Schrader. La salvación es la justificación, es probar que se vive de acuerdo a la ley. Esa ley puede ser la ley de Dios, la tradición, o un código moral de cualquier tipo. Al vivir un ideal a fondo la existencia cobra sentido y deja de ser un suceder continuo de los días hasta la muerte. La humana búsqueda de sentido hace que el espectador se identifique con el personaje, con todo y su proceder tan antipático. Eso al menos por un momento, porque una sospecha se cierne sobre el reverendo, como también sobre el escritor Yukio Mishima (en la película) y sin duda sobre el taxista de Scorsese, es la sospecha de locura. Un grave desequilibrio mental no es un problema existencial (filosófico), sino médico. En particular el pastor parece un pobre enfermo que no quiere buscar ayuda, y que solo busca distracciones para un inevitable suicidio. La puesta en escena de académica sobriedad deja más en evidencia la invalidez del personaje. En First Reformed no se ve la estilización de Taxi Driver o de Mishima, al contrario, la vulgaridad se exhibe sin maquillaje. Es una puesta en escena gris para un personaje gris. La desesperación no es suficiente para hacer a un santo, ni siquiera en una película.

La libertad del dinero

Quizás por ser algo muy obvio nadie lo menciona, pero la realidad es que no fue el amor por los procedimientos democráticos ni por los parlamentos o las asambleas populares lo que motivó las guerras de independencia en América. Tampoco lo fue la lucha por la justicia para los desfavorecidos de la fortuna. Sin negar que estas ideas, o similares, jugaran algún papel en los combates, la verdad es que fueron el deseo de riqueza y progreso técnico los objetivos principales de todo el proceso independentista, y es la imposibilidad de conseguir esta meta lo que fue visto como un fracaso por los protagonistas de la época. Lo extraño es que en la actualidad, cuando se piensa en los hechos de hace doscientos años, se habla solo de democracia y de libertades políticas, así como de justicia social, todo para lamentar que no se hayan podido lograr tan altos propósitos y que sigan aún inalcanzables. Pero en aquellos tiempos la democracia era vista, si acaso, solo como un procedimiento para alcanzar el fin deseado del progreso económico, y la justicia social era, probablemente, el resultado lógico de una sociedad más rica, donde las comodidades y la ilustración estuvieran al alcance de todos.

Las ideas de Simón Bolívar en la Carta de Jamaica son esclarecedoras acerca del destino que los forjadores de la independencia esperaban para la América libre. La libertad política era solo un paso para lograr el verdadero objetivo de la lucha. La idea era vincular América al destino de prosperidad de la Europa capitalista. Los modelos políticos deseados eran los de Estados Unidos y sobre todo los de Inglaterra, con su parlamento y sus leyes liberales, que habían hecho posible su poderío económico. Bolívar no duda en poner el proyecto de independencia americana bajo el amparo de la potencia enemiga de España: “La Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses”. Por tanto, los promotores de la emancipación querían hacer subir a la América española del pozo de atraso en que, según ellos, la administración mezquina de los ibéricos la había arrojado. Al final de la Carta de Jamaica, Bolívar expone con claridad sus intenciones:

“Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección; se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacía las grandes prosperidades a que está destinada la América Meridional, entonces las ciencias y las artes, que nacieron en el Oriente, y han ilustrado a la Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.”

No se puede ser más claro acerca de las pretensiones de los libertadores. La libertad política está unida de modo indisoluble al desarrollo científico y al progreso de las artes. Hay que tener en cuenta que el vocablo arte, en los comienzos del siglo XIX, aún tenía el sentido general de técnica especializada, y no solo se refería a las conocidas como “bellas artes”. La palabra arte incluía a las técnicas modernas, que en aquel entonces comenzaban a desarrollarse en Inglaterra y Francia principalmente.

Un poco antes de que comenzara el proceso de Independencia, en 1809, José Manuel Restrepo publica Ensayo sobre la geografía, obra que describe el medio físico y las condiciones económicas de la provincia de Antioquia en el virreinato de la Nueva Granada. Restrepo llegaría a ser un político importante en los primeros tiempos de la República y es considerado el primer historiador de la Independencia con su obra Historia de la Revolución de Colombia. En un momento del estudio sobre su provincia natal, mira extasiado las posibilidades de progreso económico de su empobrecida tierra:

“Ya parece que me transporto a tan felices tiempos y que veo realizados estos sueños lisonjeros. Entro en las ciudades populosas: el gusto de la arquitectura se ha introducido en ellas; por todas partes encuentro fábricas, (…), veo los montes dorados con abundantes cosechas de trigo; en este valle a la par del café crece el algodón, (…); edificios públicos, vasto comercio, navegable el Cauca… Pero mis deseos me arrebatan fuera de mi asunto.”

De manera un tanto cómica, parece  como si estos proyectos casi fantásticos fueran a la vez el impulso de su obra y un estorbo a la hora de ejecutarla con la seriedad y sobriedad que exige el tema. Más adelante, al terminar la relación de sus propuestas para mejorar los caminos que comunican la provincia con el exterior, la visión es verdaderamente extravagante, por lo exagerado de su proyecto, sobre todo si se ha visto la situación real de Antioquia en aquella época:

“Veo que el antioqueño no limita su comercio en el mar del norte a solo Cartagena: él penetra al golfo mejicano, corre las Antillas y los puertos de la Europa. En el Pacífico visita las costas del Perú recogiendo la plata de sus minas, y trae a su patria los frutos de la zona templada austral. Enriquecido con tales especulaciones, eleva su comercio un vuelo atrevido: atraviesa las vastas llanuras del Sur, y hace directamente el comercio oriental, origen de la riqueza de las naciones. La especería de las Molucas, los bellos tejidos del Indostán, las estofas de la China, todo viene al suelo de Antioquia. El comercio ha levantado del polvo soberbias ciudades, creado las artes… Mas el amor de la patria me extravía. Yo deliro con proyectos deliciosos que acaso jamás se realizarán.”

Es un ejercicio que podría calificarse de “economía ficción”. Restrepo ve en las montañas de Antioquia un emporio que competiría con Londres o París. Él mismo se disculpa al final diciéndose poseído y “extraviado” por el “amor a la patria”, y es que de verdad parece que estas ambiciones exageradas, como de misticismo progresista, permitieran ver con transparencia los sentimientos de un joven ilustrado de comienzos del siglo XIX en la Nueva Granada. El amor a la patria se expresa en unos deseos frenéticos de desarrollo económico y riqueza, mas no en ideales de libertad política o soberanía popular, como podría esperarse estando tan cerca la Independencia, y siendo Restrepo un protagonista del proceso. Quizás alguien piense que no se habla de democracia por haber publicado la obra en época de la monarquía, pero Bolívar decía casi lo mismo unos años después en medio de la guerra.  Los proyectos “fantásticos” de Restrepo no son tan excepcionales como podrían parecer, además, hasta cierto punto son realidad hoy en día, solo que “el comercio oriental” no es tan maravilloso ni tan ventajoso como se imaginaban los ilustrados criollos.

El cansancio del turismo

Hay un comentario de Witold Gombrowics sobre el turismo que lanza una sospecha de fraude sobre esta actividad tan importante de nuestro tiempo: «porque hay que reconocer que viajar solo para ver cosas, a la larga cansa» (p.93). En la frase se dice que el turista viaja «solo» con el objetivo de ver cosas. Es decir, hay viajes que tienen otros fines, pero que pueden incluir la contemplación de paisajes y monumentos. Lo particular del turismo es la obligatoriedad del propósito. El turista tiene que ver ciertas cosas para que su viaje sea satisfactorio, del mismo modo que tiene que comer y beber determinados alimentos y licores, y realizar ciertas actividades, como tomarse fotografías en tal edificio o arrojar monedas en tal fuente. Pero es un hecho que la principal actividad del turista consiste en ver. Es una especie de consumismo visual equivalente al gastronómico. Ver, además, ciertas cosas que «hay que ver». Quizás el cansancio a que hace referencia la cita se deba a esta obligatoriedad del itinerario visual. El turista probablemente no sabe nada de los lugares que visita, no tiene ninguna relación personal con las ciudades o los campos que recorre. Pero de algún modo se siente obligado a cumplir el mandato de ver un pueblo o una montaña, aunque esa resolución no parte de su propia intimidad. Ni el amor ni el odio orientan su camino, tampoco la ambición de fama o dinero. Al contrario, gasta sumas considerables en ir a lugares que no significan nada para él a nivel personal y de los que no trae sino el cansancio, además de un montón de fotos y baratijas de recuerdo.

Grombrowicz, W. (1987). Peregrinaciones argentinas (trad. B. Zaboklicka y F. Miravitlles). Madrid: Alianza Editorial.

Tragicomedia «millennial»: Search Party

Search Party (Sarah-Violet Bliss, Charles Rogers, Michael Showalter, 2016-2020)

Search Party es una de esas series que se puede ver con los ojos cerrados. Tiene, sin duda, sus méritos de producción, en términos de  fotografía, vestuario y escenografía, como sucede con muchas series actuales, pero es preciso reconocer que el sustento de la narración son los diálogos, rápidos y abundantes, similar en este punto a muchas producciones británicas. Las conversaciones son intercambios de agudezas, a veces agresivas, a veces simpáticas. A través de las animadas charlas y las iracundas peleas vamos conociendo a los personajes, solo que a cada momento cambia lo que creíamos saber de ellos. Esta imagen borrosa se produce porque los personajes mienten de manera descarada, pero también porque sin buscarlo se traicionan a sí mismos todo el tiempo. Visto así, pareciera que se trata de un drama, pero en verdad es una farsa, sobre todo en la primera temporada, después lo grotesco va dominándolo todo, hasta llegar a la caricatura en la tercera, y por ahora, última temporada.

Una desubicada muchacha se decide a buscar a una antigua compañera de universidad que ha desaparecido, a ella se unen su grupito de amigos, unos simpáticos “hipsters” veinteañeros de Nueva York. El asunto parece ser muy dramático –la desaparición de una mujer-, pero es en realidad una aventura excitante llena de situaciones ridículas, una verdadera fiesta (“party”). Porque en este mundo todo, absolutamente todo, hasta lo más terrible y escabroso, termina siendo material para un “post” en redes sociales. De hecho, se podría definir esta serie como una historia de violencia y corrupción… pero con un filtro de Instagram.

Es una comedia divertida que explota el absurdo y es una historia policiaca que mantiene el interés en todo momento, pero es imposible no ver el comentario sarcástico a la bohemia plástica, así como a la llamada dictadura del “like”, también a otras facetas no menos tontas de nuestra época, como el emprendedurismo, el activismo de “hashtag” y la indignación automática y permanente frente a cualquier temita de actualidad.

Por ahí leí que Search Party es una especie de parodia de Gossip Girl, pero francamente, la parodia es imposible respecto a la célebre telenovela neoyorquina. Son los verdaderos y tragicómicos “millennials” los que son objeto de burla.

Tristeza de la propaganda

La razón por la que Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) es mejor que El irlandés (The Irishman, 2019) es que la primera es la historia de unos mafiositos de quinta sin ninguna importancia, mientras que la segunda es una visión de hechos históricos importantes, aunque contados por un personaje insignificante. La primera vive de ella misma, la otra apela a la supuesta trascendencia de su historia.

Pero El irlandés es una buena película. Kundun (1997) es para la mayoría la peor película de Scorsese, y quizás de las menos vistas. La obra trata de los primeros años del Dalai Lama, hasta su exilio en India cuando la China comunista lo echó de su montañoso reino en el Tibet. Tema importantísimo, película irrelevante. Habrá sin duda excepciones, pero los grandes eventos históricos suelen dar lugar a grandes decepciones cinematográficas. El espectador debe ir a ver las tales películas como a un ritual o tratamiento que lo hará mejor persona. La medicina o elíxir suministrado consiste en una  gran dosis de grandilocuencia. Las guerras y las revoluciones, las pestes y los escándalos, las grandes gestas científicas y deportivas; todo lo importante en el mundo magnificado con los medios del cine. El resultado es aburrimiento y vergüenza ajena.

Un canal de televisión presentó en combo dos películas de temas importantes que fueron éxitos de taquilla en el 2017: Los archivos del Pentágono (The Post, Steven Spielberg) y Las horas más oscuras (The Darkest Hour, Joe Wright). Un periódico enfrentado a un gobierno corrupto y autoritario, y un cuestionado líder político defendiendo a su país y al mundo contra Hitler. La importancia de una prensa libre para la salud de la democracia, y la voluntad inquebrantable de un líder y su pueblo en medio de las tribulaciones son irrelevantes frente a la sensación que deja el ver estas dos películas una después de la otra a altas horas de la noche. El malestar conduce inevitablemente a la pregunta de si el cine no será una gran máquina infernal, que sirve solo para transmitir turbios mensajes políticos y morales. Simpleza y cursilería en dos “grandes” obras, llenas de estrellas y producción extravagante. Y lo peor es que hay que agradecer estas películas porque su mensaje es supuestamente positivo.

Las malas películas no son un problema, lo que de verdad hace que se pierda la esperanza en el cine son películas que hacen gala de sus valores de producción para regar ideologías ramplonas sin ninguna profundidad, con el entusiasmo del público más “selecto”. Las inexactitudes históricas son irrelevantes. Lo grave es que se haga pasar propaganda por cine de calidad. Y lo mismo si se habla de los refugiados o del cambio climático. Un gran tema y una gran producción, he ahí un motivo para salir corriendo a ver alguna mala película de Adam Sandler. Aquí al menos no nos están tratando de adoctrinar, solo quieren que nos riamos de alguna estupidez, y la estupidez es algo mucho más honesto que la política.

La voz del Diablo es la voz de Dios: «El diablo a todas horas»

El diablo a todas horas (The Devil All the Time, Antonio Campos, 2020)

La voz en off es un recurso con mala fama entre críticos y algunos espectadores, pero no deja de ser una posibilidad para desarrollar una producción audiovisual de cualquier clase. Sin embargo, hay un tipo de voz narrativa que no se adecúa a las características del cine: el narrador omnisciente. Es un narrador, que muchas veces no participa en el relato, que sabe todo acerca de la obra, incluyendo los pensamientos de los individuos que se mueven por el texto. Aparte de que en algunos casos no funciona bien, en el contexto de la literatura, donde el lector tiene que construir con su imaginación todo lo que no sea lenguaje, como los paisajes y los cuerpos, el narrador omnisciente puede ser una pieza esencial de una obra, por ejemplo, es fundamental en famosas novelas del siglo XIX. 

En el cine, este tipo de narrador puede resultar molesto. Ya sea por enfático, porque nos dice cosas que sabemos, al haberlas visto, o porque entrega demasiada información sobre la trama y el sentido de la obra; por ejemplo, cuando juzga de manera positiva o negativa las acciones de un personaje, como queriendo imponer su visión a los espectadores. Lo cual indica una cierta intención autoritaria, como la que se esperaría en una obra de propaganda.

El diablo a todas horas es una película, por momentos, con aspectos positivos, sobre todo en el diseño de producción, la fotografía, la música y la edición –que a veces recuerda un poco a Scorsese-, y algunas actuaciones (todo lo que se puede esperar de una producción de Hollywood que cuenta en su reparto con el actual Spider-Man y el futuro Batman), además la trama genera cierto interés, sobre todo en la segunda mitad. Pero lo más contundente, y lo que define la obra, es la voz en off que narra, comenta, explica, y en definitiva, define el mensaje en todo momento. En la versión original, la narración es hecha por el autor de la novela en que se basa la película. Aparte de las razones casuales para una decisión como esta, poner al escritor en escena para dominar el relato cinematográfico sugiere una dependencia excesiva de la obra literaria que deja mal parado al cine. Pero, quizás, el propósito sea transmitir el mensaje en toda su pureza. Mensaje que en este caso no es “la buena nueva” –el evangelio-, sino la mala noticia de que Dios y la religión son una cosa terrible, que destruye vidas y no salva a nadie, ni siquiera por error.

No es que sea una película atea o agnóstica, no es que critique la religión desde un punto de vista político o filosófico. Es algo más complicado, porque pareciera que se dice que Dios no domina la creación, sino el mal, es decir el Diablo. El mal reina indiscutido, y esto es lo que resulta más molesto. Guerras, asesinatos, violaciones, enfermedades, venganzas, miseria y hasta matoneo escolar. Y Dios, al parecer, es el culpable de todo el desastre, o al menos la creencia en Dios. Todo muy confuso, sobre todo porque no se ofrece salida. Parece que se niega la realidad de Dios, pero todas las desgracias se presentan como designio de un poder superior que se complaciera en manipular las vidas de los hombres para componer horribles tragedias con ellas.

En cualquier caso, sin la voz imponente e intrusiva del narrador, probablemente hubiera sido más tolerable el satanismo pueblerino marca Netflix de El diablo a todas horas.

La fealdad en la épica de Herzog: Aguirre, la ira de Dios

Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, Werner Herzog, 1972)

Las imágenes en el cine han sido siempre diseñadas a partir de la tradición pictórica. En la composición, la iluminación, y también en el color, las películas han tomado como modelos pinturas y dibujos de muchas tradiciones, aunque ciertos periodos del arte europeo han influido decididamente más que otros. Es el caso de la pintura del Renacimiento, el Barroco y el Neoclasicismo. La estética presente en estos movimientos ha sido la más extendida y aceptada en el mundo occidental, y el cine, medio masivo, se inspiró sobre todo en los principios vigentes en aquellas épocas para generar una respuesta positiva en el público. Aunque esto no quita que otros movimientos artísticos hayan marcado la historia del cine. En cualquier caso, en general, cuando se habla de la belleza visual de una película, se la compara con estilos artísticos prestigiosos, y los realizadores suelen diseñar la iluminación, los encuadres y demás aspectos visuales, a partir de tal o cual pintor o escuela. Aunque más que nombres famosos, lo importante casi siempre son los principios visuales cultivados durante siglos. Pues, en realidad, hemos sido condicionados a lo largo del tiempo para valorar ciertas imágenes, consideradas bellas, y para despreciar otras por feas o insulsas. La belleza incluye no solo lo agradable y placentero, como los paisajes campestres y las personas hermosas, sino también lo aterrador y cruel, siempre que sea presentado con ciertos rasgos que lo ennoblezcan. En verdad, la misma tradición que nos hace apreciar un cuidado jardín, un castillo, o un rostro de la Virgen, nos ha entrenado para valorar la torturada figura de Cristo y los terrores de los condenados en el infierno. Solo por mencionar un ejemplo, se puede ver en Andréi Rubliov (1966) de Tarkovski tanto la placidez de unos caballos que pacen en una pradera, como la cruel tortura de un hombre al que matan haciéndolo tragar brea hirviente. Ambas imágenes son bellas, en tanto que parte de una obra visual, aunque sea muy difícil decir, en la realidad, que una escena campestre con caballos pueda ser tan agradable como un asesinato. Lo importante es que las imágenes en el cine tienen características que las emparentan con una vieja tradición que hemos aprendido a valorar.

Lo anterior viene al caso porque Aguirre, la ira de Dios es una obra muy fea. No es que haga referencia a cosas feas en la realidad, pero bellamente representadas. Nada de eso. Es desagradable, difícil de ver. Quizás al comienzo haya un par de tomas interesantes, y algún otro caso, sobre todo en ciertos planos generales. Pero eso no disminuye la rudeza, casi torpeza de toda la película, no solo a nivel visual, sino en las actuaciones, en la trama, y en los personajes. Aguirre no es particularmente violenta. Cualquier película de terror es más sangrienta que la obra de Herzog, como la contemporánea La masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974). No es la acidez o amargura, para hablar en términos culinarios, lo que hace difícil ver la película, tampoco el exceso de picante, sino más bien su dureza. Aguirre es un pan duro, que sabe a papel y hace que duelan los dientes al morderlo.

Los conquistadores bajan de la cordillera peruana y se internan en el río en medio de la selva para buscar El Dorado. Lope de Aguirre (Klaus Kinski) se revela contra el capitán Ursúa (Ruy Guerra) y asume el mando, declarándose independiente del rey de España Felipe II. La travesía es un absoluto desastre desde el comienzo. Hambre y muerte marcan el viaje sin remedio. No hay giros, no hay evolución. Igual que la balsa de los conquistadores, que avanza con lentitud o se queda detenida en las traicioneras aguas del río, así la película se estanca en un desastre interminable. La imagen que define la cinta de Werner Herzog es la de un caballo atascado en el barro que mientras más patalea más se hunde.

Sin embargo, hay un elemento que imprime variedad a la película. Las voces del narrador (el padre Carvajal, clérigo de la expedición) y de los personajes, sobre todo del propio Aguirre, son de una pomposidad sorprendente dada la pobreza en que viven. En pantalla vemos miseria y suciedad, pero las palabras nos hablan de leyes, imperios y riqueza. Se desarrolla un juicio contra el depuesto capitán Ursúa, con juez y testigos, siguiendo todas las formalidades, e incluso, el emperador nombrado por Aguirre, don Fernando de Guzmán, tiene la temeridad de indultar al reo por su privilegio real, pero el tal proceso tiene lugar en un pedrero al lado del río, y no es más que una farsa delirante como lo es toda la expedición.

El discurso final de Aguirre, solitario en la balsa que gira, rodeado de micos, es el clímax de la película. El monólogo presagiando la gloria de su imperio, cuando se encuentra solo y derrotado en la selva, resulta ser extrañamente cómico. Es la exhibición del inútil poder de las palabras frente a la dureza de la realidad. La shakesperiana belleza del lenguaje contrasta con la gris fealdad de las imágenes. Por eso no había lugar a barroquismo visual. La triste y miserable realidad no podía adornarse, pues había que contrastarla con la prepotencia florida del lenguaje. Lenguaje que expresaba deseos sin ningún fundamento.

La obra de Herzog rechaza la belleza pictórica, y también las complejidades y sinuosidades de la trama y de los personajes, lo que conocemos como belleza narrativa. Pero aquí el claroscuro de la fotografía, y la profundidad de los protagonistas son sustituidos por la lucha entre el esplendor de la palabra y la pobreza de las imágenes. Mientras los personajes hablan de política y de oro, unos roedores hacen su nido en la balsa, y esta asquerosa escena de maternidad animal es una de las mejores de toda la película.

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